¿Sabe un niño de ciudad de dónde salen las patatas?
Alcaldes, concejales y expertos de todo el mundo reunidos en Valencia analizan los efectos sobre la alimentación urbana de la distancia física cultural entre los ciudadanos y quienes producen su comida
"Hay niños que no saben si las patatas crecen bajo tierra o se recogen de los árboles", lamenta Joe Mihevc, concejal progresita de Toronto (Canadá). "Hoy, incluso hay niños que no saben siquiera que las patatas fritas vienen de una patata". El político canadiense ilustraba así la desconexión de las ciudades y sus habitantes con el campo y, más en concreto, con el origen de lo que comen a diario.
Alcaldes y representantes de un centenar de ciudades de todo el mundo han analizado esa brecha este jueves en Valencia. Porque, a tenor de lo escuchado, la lejanía —cultural y a veces también física— entre agricultores o ganaderos y urbanitas está en la raíz de muchos de los problemas alimentarios de estos últimos. No valorar lo que cuesta producir un kilo de tomates hace que haya menos reparos en desperdiciarlos. No conocer la variedad de frutas y vegetales que existen hace más difícil probarlos, enriquecer la dieta y lograr una mejor nutrición. O ignorar todo el proceso y vivir entre comida empaquetada, ultraprocesada o rápida empuja hacia el sobrepeso o la obesidad.
¿Por qué desde las ciudades?
Con el Pacto de Milán, alumbrado en torno a la Expo celebrada en la ciudad italiana, las ciudades se remangan para lograr sistemas alimentarios (de la huerta a la boca) sostenibles y saludables. Asumen así un papel tradicionalmente adjudicado a los gobiernos nacionales.
Por eso, las medidas locales a veces chocan con leyes o políticas estatales, como denunciaba Bruno Charles, vicepresidente del área metropolitana de Lyon (Francia). Pero ¿por qué se han lanzado los alcaldes a esta batalla? Por un lado, según los reunidos en Valencia, porque cada vez más gente vive en las ciudades, y por tanto hay más margen de actuación municipal.
"Pero también por la propia realidad", apunta Joe Mihevc, concejal de Toronto (Canadá). "Cuando ves que en los bancos de alimentos hay cada vez más cola, o que 50.000 camas para indigentes no alcanzan, tienes que tomar cartas en el asunto". Vittoria Beria, del Ayuntamiento de Milán, se ha felicitado de que antes de la firma del Pacto en la capital lombarda, estas iniciativas eran cosa "de un par de ciudades pioneras y algunos expertos". Dos años después, con 159 firmantes y por lo que se ve en Valencia, es algo mucho más extendido.
"En las ciudades sabemos mucho de ordenadores, de transporte, de arte... Pero muy poco de cultivar y cocinar", abunda Mihevc. Quizá por eso tantos participantes han hecho hincapié en la educación. En Maputo, el número de los que consumen demasiados azúcares y grasas ya empieza a competir con el de los que no tienen alimento suficiente, según Yolanda Manuel, concejala de Salud de la capital de Mozambique. Así que todos los meses, el Ayuntamiento organiza en los colegios actos en los que padres e hijos aprenden a preparar meriendas y comidas saludables juntos.
"Son los niños los que tienen que aprender a valorar todo esto desde el principio. A un adulto ya es difícil convencerle de que deje la comida rápida", reflexiona Christopher Cabaldon, alcalde de la californiana West Sacramento (EE UU). Uno tras otro, los responsables de Seúl (Corea), Módena (Italia), Quito (Ecuador)... y muchas otras ciudades han abogado por reforzar la educación alimentaria como la respuesta a los problemas de salud derivados de las nuevas dietas. Esto es, cambiar los hábitos de las nuevas generaciones, tan influenciados, según se ha señalado, por las grandes marcas y la publicidad.
¿Se trata entonces de que los municipios adoctrinen a los niños y definan sus dietas? "No, desde luego nadie quiere que la Administración le diga lo que tiene que comer", arguye Cabaldon. "Pero sí que deben conocer todo el proceso, lo que hay alrededor de él y la gran variedad de cosas que se están perdiendo si optan solo por comidas rápidas y preparadas. Para que puedan elegir".
“Sabemos de transporte, de ordenadores, de arte... Pero muy poco de cultivar y cocinar”
En el encuentro, en el que Valencia recibe a las ciudades firmantes del Pacto de Milán por una alimentación urbana sostenible y saludable, se ha insistido en estrechar la distancia entre la huerta y el supermercado, el restaurante, o la cocina de las grandes ciudades. "Es absurdo que exportemos un 90% de lo que se produce a nuestro alrededor e importemos un 90% de lo que consumimos", opinaba Bruno Charles, vicepresidente del área metropolitana de Lyon (Francia). Otras ciudades ofrecían cifras similares. Toronto, por ejemplo, importa toneladas de zanahorias al tiempo que exporta otras tantas, hasta alcanzar casi un equilibrio. Muchas urbes han resaltado su apuesta porque en las mesas de sus ciudadanos haya cada vez más productos de las cercanías.
"No hay contacto con los agricultores, todo el sistema está industrializado", apuntaba Peggy Van Vliet, que gestiona un proyecto en Oss, una ciudad holandesa de unos 100.000 habitantes, para concienciar a la gente contra el despilfarro de comida o las dietas insostenibles. En este aspecto, los mercados de agricultores —impulsados en ciudades como Valencia— o la obligatoriedad de ofrecer alimentos de la zona en colegios, hospitales u otros centros públicos prolifera en todas las ciudades presentes en el encuentro de la capital valenciana.
Comprar en la vecindad, además de reducir los gastos y emisiones por transporte, tiene la ventaja de reducir el número de intermediarios, y con ello el precio de la comida, lo que la hace más asequible para las familias más vulnerables. "Con compras directas o casi directas a productores periurbanos, el margen sobre lo que cobra el agricultor es del 30%. Con el sistema actual de intermediarios, en cambio, la media es un 300%. Y el sobreprecio llega a alcanzar el 800%". Al menos esas son las cifras registradas en Colombo, la capital de Sri Lanka, según explica Sudharsana Fernando, un funcionario técnico municipal.
Esta es solo una vía más de las analizadas para que frutas, vegetales o pescado sean accesibles para cada vez más ciudadanos y así evitar la formación de los llamados desiertos alimentarios, esos barrios pobres en los que la ausencia de productos frescos y nutritivos es la norma. Y también una forma de luchar contra esa hambre que es una realidad incluso en las metrópolis más desarrolladas, como la propia Toronto, según el concejal Mihevc. "Dicen que somos una de las 10 mejores ciudades del mundo para vivir, y aún así tenemos hambrientos. Aunque a muchas ciudades les cueste admitirlo, tenemos que aceptar que existe el problema: es el único modo de poder medirlo y atacarlo".
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