¿Cuándo fue que dejamos de cocinar?
No son pocos quienes proponen recetas con lo que no aprovechan en sus cocinas
La consigna es cocinar con sobras. Hay que aprovecharlas y cambiar el rumbo de la sociedad de la opulencia, que al mismo tiempo es la del desperdicio alimentario, la pandemia del hambre, la anemia galopante y la obesidad como escaparate de la pobreza. Las contradicciones se acumulan dibujando un paisaje espeluznante. Calculan que cada año tiramos 1.300 millones de toneladas de comida al vacío del basurero comunal. Lo que dejamos sin comer se acerca cada vez más a lo que la mayoría del planeta come cada día: 179 kilos de alimentos por persona y año. Las cifras están al alcance de todos desde hace tiempo y crecen a tal velocidad que seguramente estas dos ya se han quedado chicas. No son novedad, aunque nunca dejan de poner los pelos de punta. La gestión de desperdicios es la gran cruzada alimentaria de nuestro tiempo, tan ligada a la lucha contra el hambre que vienen a ser una sola.
Las primeras reacciones vinieron desde el mundo de la cocina. También las segundas, y las terceras. Hay que cocinar con sobras, dijeron, y se pusieron a ello. No han sido pocos quienes han lanzado campañas en las que sus restaurantes proponen preparaciones hechas con lo que normalmente no aprovechan en sus cocinas. Me interesa tanto su reacción —aunque la mayoría redujo el entusiasmo en cuanto se fueron las cámaras de televisión— como me sorprende el modelo de gestión que rige la vida de un restaurante capaz de generar desperdicios. Siempre creí que los únicos posibles eran los que los clientes dejan sin comer. En América Latina, donde los comedores públicos administran la comida a paletadas y comemos como si de ello dependiera la salvación eterna, las sobras se acumulan directamente en el plato. En la mayoría de las cocinas de la región se valora más el tamaño y el volumen de la porción que la calidad del contenido —ande o no ande, plato bien grande— y los desperdicios se multiplican sobre la misma mesa. Todavía andamos en la tarea de entender que una cosa es comer y otra, llenar la panza y las consecuencias que eso implica.
Las sobras son un daño colateral en este nuevo tiempo culinario dominado por el restaurante sin cocina. Me pregunto cuándo fue que los cocineros dejaron de cocinar. Cuándo desaparecieron los guisos, las salsas y los caldos del ideario y los hábitos culinarios de la alta cocina, que al fin y al cabo define tendencias y marca pautas. La contradicción quiere que en el tiempo del ensamblaje —un trozo de pescado a la plancha, dos espárragos, un puñado de arvejas, una mancha de puré estirada sobre lo que haga las veces de plato, dos flores y tres láminas crujientes— los desperdicios se acumulen en el tacho del negocio. Hubo un tiempo en que los restaurantes generaban todavía más sobras, pero apenas tiraban comida. No hay ningún misterio. Todos los iban directos a la olla del caldo —podía ser una para los recortes de carne, los huesos, las verduras lacias y las peladuras, o dos si se trabajaba pescado en volumen suficiente—, que solo se retiraba del fuego para vaciarla, lavarla y volver a empezar. Una vez desgrasados, se concentraban para servir de base a salsas y guisos. Ha tenido que recordarlo, multiplicando las alternativas, el cocinero valenciano Ricard Camarena, cuyo libro Caldos, el código del sabor (imprescindible trabajo de Editorial Montagud, 2016) sitúa el caldo como el puno de partida en la batalla del ejercicio culinario. Va más allá del mero caldo, pero el mensaje es claro.
He conocido restaurantes en los que nunca hubo sobras porque cuando las había se cocinaba con ellas. Aparecían budines, pasteles, quiches, croquetas, empanadas, rellenos para ravioli, bases para arroces… cocina al fin y al cabo. Apenas he conocido casas en las que eso no sucediera. La cocina del apaño, que es la de la pobreza, la que convierte la lucha por la subsistencia en una obra de arte culinario, nunca ha dejado lugar para un solo resto de comida. Hasta el último trozo de pan duro se recicla en las cocinas que viven la precariedad. La sociedad de la opulencia genera sobras desde que empezó a ignorar la cocina.
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