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La memoria del sabor
Columna
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Mazamorras, chaplas y caldo de mondongo

Ayacucho no es tierra de pan con mantequilla, cruasán y jugo de naranja

La ayacuchana Beatriz Flores.
La ayacuchana Beatriz Flores.

La mazamorra de llipta de Beatriz es algo serio. Envolvente, cálida y amable, se hace todavía más grande en las sensaciones que en los sabores. Es dulce, claro, aunque no tanto como otras mazamorras, y muestra una notable complejidad. Todo un descubrimiento. Identifico rápido la densa presencia del maíz envolviendo aromas que se me antojan como de mil y una noches: canela, anís, manzanilla, hinojo y un aire de cáscara de naranja. Hay muchas más cosas en la fórmula que Beatriz me cuenta de a pocos. Aparecen el toronjil, la ortiga, el culem —lo describe cercano al toronjil—, y otra hierba que llaman talla. También utilizan ceniza de carbón hervida y decantada, en un proceso que se repite varias veces. Es un procedimiento curioso que explica la cocina convertida en el taller de un alquimista, con un cuenco, un pote o una ollita para cada ingrediente —hay infusiones, cocciones y decocciones— y la magia de una variedad de maíz de color oro viejo que blanquea con el hervor y recupera el color, precisamente, cuando la ceniza llega al guiso.

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La preparación se alarga casi tres horas y Beatriz la afronta día a día en una jornada que arranca a las tres de la mañana. Lo primero es moler el maíz y eso significa trabajarse ocho kilos cada madrugada. Dan las seis cuando Beatriz descarga en Mamá Bea, el puesto que abrió su madre hace 75 años en el Mercado de Santa Clara —lleva el nombre del filántropo que lo financió, pero nadie le dice así— y que ella ha gestionado los últimos quince. Aparezco rozando las 6.30, cuando acaba de instalar los pucheros. No soy el primer cliente y ha empezado el servicio sin tiempo para enfundarse el mandil blanco. Apenas necesito dos cucharadas para quedarme enganchado al plato. No es sólo el dulzor amable o la infinita complejidad que exhibe. Válgame la fantasía, pero sabe como a abrazo familiar, cálido y cercano, a mañana de domingo en casa de la abuela… a nada que puedan explicar las papilas pero que sientes muy profundo en ese lugar del cerebro en que nacen las emociones. Para las nueve Beatriz volverá para casa con las ollas vacías. Trajo una llena de arroz con leche, otra con mazamorra tradicional, había una más de mazamorra de calabaza —canela y clavo en los aromas y las pepas negras marcando el territorio—, y por si faltara poco otra trabajada con los nísperos de palo, chicos, ácidos y enteros, que luego encontraré en las cunetas de Quinua.

Las calles de Ayacucho destilan una magia extraña y perturbadora. Las recorro buscando el horno de la panadería de Germán Bolívar; más de 200 años amasando esos panes pequeños, redondos e inflados, hijos de las piezas árabes llegadas con los castellanos que en la sierra llaman chaplas. El horno es gigantesco, se alimenta con leña prendida junto a la boca y sobre el suelo de piedra cuajan 300 chaplas por tanda. Cada día sirven 50.000, a veinte céntimos la pieza. También hacen qascci (pronúnciese jassi), un pan de espelta chico y plano, entre un bizcocho viejo y una galleta.

Falta el caldo de mondongo para completar el rito. Ayacucho no es tierra de pan con mantequilla, cruasán y jugo de naranja. Aquí se desayuna en las mondonguerías, que tienen su aquel. El caldo de mondongo era un plato festivo y familiar —solo días muy señalados; exige atención durante toda la noche y ya saben a quien le toca— que se trasladó a las mondonguerías, cada día más numerosas. El tambinito. La casa del caldo está repleto. También sirve caldos de gallina, de cordero, de pata (de vaca) y de cabeza (de cordero). El de mondongo mezcla carnes de vacuno y cordero, a partes casi iguales, con cuerito de cerdo y, no hay otra, mondongo. Cocieron juntas unas cuantas horas antes de retirarlas del guiso para trocearlas e incorporar una buena porción de mote (maíz gigante). Nada más servirlo añaden un puñado de hierbabuena picada. Parece imposible acabar el plato, pero uno a uno todos van quedando vacíos. Cuando acabas el desayuno en esta tierra puedes tener claro que por muy fuerte que sople es imposible que te lleve el aire.

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