Balenciaga, cien años de majestad
LA HISTORIA DE Cristóbal Balenciaga empieza y termina con una máquina de coser. A los 12 años aprendió a utilizar la de su madre, Martina Eizaguirre, costurera de los marqueses de Casa Torres. Su padre, marinero y alcalde del Partido Liberal de Sagasta, portaestandarte del progresismo monárquico, solía transportar en su barco a María Cristina y sus hijos durante el veraneo regio en la costa vasca, favoreciendo la emergencia de un comercio de lujo para las clases pudientes.
Su aventura creativa y empresarial comenzó hace exactamente un siglo, en el número 2 de la calle de Vergara de San Sebastián, a pocos pasos de la playa de la Concha. Veinte años después, en plena Guerra Civil, Balenciaga se marchaba a París, donde no tardaría en triunfar con su permanente investigación de formas y volúmenes. Este doble aniversario sirve de excusa para volver a indagar en su legado. También en el misterio que rodea al modista, un hombre parco en palabras y sobrio en el vestir que no dejó escritos ni entrevistas (solo concedió dos al final de su vida). Tres nuevas exposiciones cumplen ese cometido en Londres, París y Getaria.
pulsa en la fotoSombrero de 1962 perteneciente a la colección del Museo Victoria & Albert de Londres.Victoria and Albert Museum
En la localidad guipuzcoana que lo vio nacer en 1895, el Museo Balenciaga expone los vestidos que el maestro creó para una de sus principales clientas, la filántropa Rachel L. Mellon, amiga de los Kennedy y diseñadora del jardín de rosas de la Casa Blanca. La muestra, comisariada por un modista del calibre de Hubert de Givenchy, reúne 150 vestidos nunca expuestos hasta la fecha. “Soñaba con conocer a Balenciaga desde mi infancia”, confiesa el modista, sentado en su palacete dieciochesco en Saint-Germain, donde el tiempo parece haberse detenido hace varias décadas. “Siendo un adolescente que pasaba sus días y sus noches esbozando figurines, decidí coger el tren a escondidas para ir a visitar al maestro y me presenté, con mis dibujos bajo el brazo, en el salón de su tienda en la avenida de George V”, relata Givenchy, que acaba de cumplir 90 años. No tuvo suerte. Al llegar, se encontró con mademoiselle Renée, que dirigía la sede de esta maison con mano de hierro. “El señor Balenciaga no está para nadie”, le respondió, indicándole el camino de salida. El encuentro se terminó produciendo varios años después, durante un cóctel neoyorquino.
“Pasamos horas hablando y me invitó a almorzar al día siguiente”, recuerda. Estrecharon un lazo que nunca se rompió. Balenciaga se lo enseñó todo. “Por ejemplo, a no hacer trampas con el tejido”, dice. Recuerda que solía hablarle de su infancia y del País Vasco, pero nunca del régimen franquista. “No le gustaba hablar de política. Pero no le caía bien Picasso”, insinúa a modo de pista. Givenchy también recuerda a un hombre “muy religioso”, al que no le gustaba nada la vida mundana, que rehuyó como la peste.
Aunque se permitía algún receso moral. “Después de la misa del domingo, íbamos a su casa a beber dry martinis que preparaba él mismo. Sabía dosificarlos muy bien”, sonríe Givenchy. “No diré que fue el padre que nunca tuve, porque sonará demasiado fuerte. Pero Balenciaga me hizo descubrir lo que era un hombre. Con él entendí el significado de la honestidad, la generosidad y el ingenio”.
En París, las obras de Bourdelle, alumno aventajado de Rodin, se confunden con los esculturales vestidos de Balenciaga. El museo que lleva el nombre del primero ha expuesto durante toda la primavera un centenar de vestidos de Balenciaga surgidos de los archivos de la firma y de la colección del Palais Galliera, Museo de la Moda de París. El hilo conductor de la muestra es el apego del modista por el color negro. En sus pasillos también se observa el poderoso influjo que su responsable sigue teniendo sobre la moda actual. “Balenciaga cuenta con dos sucesores. El primero es Azzedine Alaïa, uno de los pocos que todavía saben hacer un patrón. Los modistas de hoy ya no entienden lo que es eso”, afirma Olivier Saillard, director del Palais Galliera durante el montaje de la muestra. Añade otro nombre: “Rei Kawakubo, de Comme des Garçons, por su aspecto técnico y sus siluetas sorprendentes. En realidad, todo creador que fabrique formas disonantes puede ser considerado un heredero de Balenciaga”, explica Saillard.
Al otro lado del Sena, en el escaparate de la primera tienda que el diseñador abrió en la capital francesa reluce el polémico bolso trapezoidal ideado por el nuevo director creativo de Balenciaga, Demna Gvasalia. Este enfant terrible georgiano, surgido del circuito underground de París y al frente de la firma desde 2015, se habría inspirado en la conocida bolsa azul que se vende por 50 céntimos en Ikea, solo que convirtiéndola en producto de lujo y elevando su precio a 1.700 euros. ¿Qué hubiera pensado don Cristóbal de las ocurrencias de su sucesor? “No le gustaría que alguien hiciera algo en su nombre, porque no deseaba que la marca sobreviviera a su muerte”, afirma la historiadora de la moda Miren Arzalluz, gran especialista en el diseñador y antigua conservadora del Museo Balenciaga. “Pero Gvasalia no le habría dado miedo. Balenciaga era un hombre mucho más moderno de lo que se supone. No le asustaría la audacia, porque él fue el más audaz de todos”.
En el Victoria & Albert Museum de Londres, una tercera muestra incide en este aspecto de su trayectoria. Su gusto por la innovación se tradujo en los materiales y en los cortes, de la túnica al vestido baby doll y de la línea imperio al abrigo saco. “Es imposible saber qué habría pensado Balenciaga. A primera vista, Gvasalia no comparte la tradición de la alta costura del fundador, pero cita su manera de entender el cuerpo como una influencia clave en su trabajo. Parte de su última colección rendía un homenaje explícito”, explica la comisaria de la exposición, Cassie Davies-Stodder. En el backstage de su primer desfile, en marzo de 2016, Gvasalia confesaba haber pasado meses estudiando el archivo de la maison. Fue cuando quedó admirado por “el método y la técnica” del maestro. Y cuando reparó en la sutileza de los cortes, que ofrecían puntos de escape a un cuerpo femenino todavía encorsetado. Los pliegues en los vestidos, por ejemplo, permitían cierta ergonomía, lejos de la rigidez de los tiempos del miriñaque, pero también los del new look de su contemporáneo Christian Dior.
En 1968, las azafatas de Air France tuvieron el honor de vestir de Balenciaga. Fue su canto del cisne y puede que su única concesión. El modista acababa de colgar el hábito, en una época en la que ya no se reconocía, mientras la juventud parisiense levantaba los adoquines y la alta costura se transformaba en prêt-à-porter. Falleció cuatro años después, de un paro cardiaco. “Si hubiera sido más joven, habría hecho un prêt-à-porter magnífico, pero ese cambio tan brutal le cogió mayor y no tenía ganas de más”, opina Arzalluz. A finales de los años cuarenta ya estuvo a punto de dejarlo todo, tras la muerte del amor de su vida, Wladzio d’Attainville, hijo de una de sus clientas y artífice del éxito de la marca en París. Una tragedia que coincidió con la desaparición de su madre. Tras su jubilación, Balenciaga se retiró a su caserío en Igeldo. En una de las escasas imágenes que han sobrevivido se distingue un objeto colocado bajo la chimenea: la máquina de coser de su progenitora. Si hubiera sido un magnate de la prensa, ese sería su rosebud.
Lea el reportaje El legado del maestro Balenciaga, por Estel Vilaseca.
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