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DÍA MUNDIAL DEL COMERCIO JUSTO

Por qué es justo el comercio justo

La azucarera Manduvirá, en Paraguay, es un ejemplo de cómo los campesinos mejoran su vida con este modelo

Un agricultor prepara la tierra para plantar caña de azúcar en Arroyos y Esteros.
Un agricultor prepara la tierra para plantar caña de azúcar en Arroyos y Esteros.PABLO LINDE
Pablo Linde
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Esta es una historia sobre justicia. No tiene nada que ver con leyes, sino con explotación y derechos. Con unos campesinos paraguayos que un día decidieron que ya estaba bien de aguantar que les pagasen una miseria por su caña de azúcar, de no decidir sobre producción y venta, de no poder llevar una vida digna con su trabajo. Es una historia sobre comercio justo, sobre lo que hay tras un sello que sirve para que los consumidores sepan que están haciendo una compra comprometida y sobre las vidas que hay detrás de él.

Las bolsas de azúcar que la cooperativa Manduvirá Limitada exporta a Europa tienen impreso un logotipo con las siglas FT (Fair Trade). Es decir, cumple seis criterios fundamentales: los productores reciben un precio justo por su trabajo, cuentan con condiciones laborales dignas y seguras, con comercio directo, pertenecen a organizaciones democráticas y transparentes, cuyos beneficios van destinados al desarrollo social y, todo esto, dentro de una pretendida sostenibilidad medioambiental. O, lo que es lo mismo, significa que Alejandra Godoy puede estudiar contabilidad en la universidad, que Eliodoro Moro recibe un sueldo todos los meses después de 17 años de incertidumbre, que los hijos de Alba Velázquez tienen una beca para material escolar y que Petrona Bernal sabe que si un año la cosecha le va mal puede recurrir a un crédito que la saque adelante a ella y a su familia.

Todo esto sucede en Arroyos y Esteros, un pueblo de unos 20.000 habitantes a 60 kilómetros de Asunción, la capital de Paraguay. Con un pequeño núcleo urbano en torno a una plaza, con su iglesia, su comisaría, su Ayuntamiento y su campo de fútbol, la mayoría de la población está dispersa por el campo, rodeados de plantaciones, sobre todo de caña de azúcar, que es el principal cultivo de estas tierras.

Hasta hace no mucho, un par de empresas se beneficiaban de esta industria: pagaban a los productores lo que consideraban por la caña —solían considerar poco— y la convertían en azúcar. Muchos de ellos eran cooperativistas de Manduvirá, que nació en el año 1975, pero no estaban suficientemente organizados para exigir buenas condiciones y, generalmente, recibían cantidades ridículas por su producción. Ellos se limitaban a llevarla a la fábrica y esperar su compensación, que les ingresaban semanas después. “Siempre había una excusa para pagarnos el precio más bajo”, recuerda Andrés González, que hoy es gerente de la cooperativa.

Todo esto empezó a cambiar a principios de este siglo. Fue el propio González quien encabezó lo que denomina una “revolución dulce”. Primero, se plantaron. Más de 500 productores se negaron a llevar su caña si no les remuneraban mejor. “Hubo nervios, semanas de parálisis, nos tuvimos que ayudar para salir adelante, pero la empresa no podía producir sin nuestra materia prima”, relata. Consiguieron un mejor precio, pero ese solo fue el germen de lo que pasaría después. Se dieron cuenta de que ellos eran dueños de su destino. “El comercio justo nos abrió los ojos”, asegura.

Pero, ¿qué es comercio justo?, ¿quién garantiza que esos seis criterios enumerados al principio se cumplen? Hay varias organizaciones internacionales que se dedican a certificar, mediante auditorías, que las empresas que llevan su sello respetan estos principios. Fair Trade International es la mayor de ellas y bajo su sello se comercializa la grandísima mayoría de estos productos en el mundo. Tras él hay más de un millón y medio de trabajadores de 1.240 productoras con unas ventas de más de 1.000 millones de euros, según su último reporte anual de 2016. Según explica Sergi Corbalán, director ejecutivo de la Oficina de Incidencia de Comercio Justo, el sello nació para que este sistema no quedase confinado a distribuidores especializados y pudiera llegar a las grandes cadenas de comercialización, “lo que es una tendencia en alza”. Esto hace que, por ejemplo, en Reino Unido e Irlanda, el Kit Kat tenga el sello, ya que está hecho con cacao de comercio justo. Obviamente, las materias primas son más caras, pero esta es parte de la gracia. Según un Eurobarómetro de 2016, el 50% de los europeos está dispuesto a pagar más por este tipo de productos, una clasificación encabezada por Luxemburgo y Suecia, con un 80% de los encuestados favorable a hacer esta contribución. Con el sobreprecio se genera lo que llaman una prima o premio (117 millones de euros en 2015), que va parar a los productores para invertirlo como mejor consideren: en mejorar los sistemas de producción, en beneficios sociales, en una remuneración extra a los campesinos… Generalmente es una mezcla de todo esto.

Y esta es la oportunidad que vieron en Manduvirá cuando empezaron a emanciparse de sus patronos: un circuito alternativo al convencional que podía proporcionarles mejores condiciones de vida. En 2006 se embarcaron en la aventura de producir su propio azúcar. Dejar de ser solamente agricultores para convertirse en fabricantes y comercializadores; controlar todo el ciclo y comenzar a vender un azúcar justo. Consiguieron alquilar una fábrica para producir 1.500 toneladas de producto en 2006. Y los contratos llovieron. En 2007 habían multiplicado el volumen por cuatro y al año siguiente la fábrica ya se les había quedado pequeña. El siguiente paso era un salto mortal: dejar de alquilar y construir una propia. Pero esto eran palabras mayores: necesitaban 15 millones de dólares, algo inalcanzable para un grupo de agricultores de Arroyos y Esteros, por mucho que empeñasen todo lo que tenían. Pero el éxito precedente propició que no les faltase financiación: de banca local, del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), procedente de Europa… La construcción de la nueva fábrica comenzó en 2011 y está en funcionamiento desde 2014.

Un empleado de Manduvirá, durante los trabajos de mantenimiento de la fábrica, que para durante 155 días al año.
Un empleado de Manduvirá, durante los trabajos de mantenimiento de la fábrica, que para durante 155 días al año.PABLO LINDE

Hoy Manduvirá Limitada es el motor económico de Arroyos y Esteros. Tiene 1.500 socios, casi un millar de productores. En época de cosecha hasta 3.000 personas trabajan en los campos de los cooperativistas y, según González, el 60% de la economía de la zona depende de esta organización de forma directa o indirecta. La mayoría del azúcar de la cooperativa se exporta, solo un 5% se queda en el mercado paraguayo. Compiten gracias a la demanda de producto orgánico (sin insumos sintéticos) fuera de sus fronteras. Como explica el ingeniero Arnaldo Molina, gerente de la planta, “los precios que ofrecen Argentina o Brasil son mucho más bajos”, pues usan unas tecnologías agrícolas que les permiten sacar “entre 140 y 160 toneladas por hectárea”. Ellos producen unas 60, necesitan mucha más tierra para la misma cantidad, pero pueden vender su producto como ecológico a miles de kilómetros a consumidores que están dispuestos a pagar esa diferencia. Su principal cliente es Alemania, adonde va a parar un 30% de lo que producen.

España no es un consumidor demasiado significativo en sus ventas, pero en el país cuentan con uno de sus aliados, la cooperativa Ideas, que apoya a Manduvirá comprando el azúcar de caña y buscando financiación a través de proyectos de cooperación internacional que permitan el fortalecimiento de la organización. “Desde que conocimos la historia de lucha, primero por la mejora de los precios de sus productos y después por la autonomía y soberanía de sus socios, hemos apoyado este proyecto y lo hemos querido dar a conocer. Nos parece el mejor ejemplo de lo que puede conseguir el Comercio Justo por la mejora de la vida de miles de campesinos”, explica Marta Mangrané, coordinadora de Acción Social y Cooperación en Ideas.

Uno de los ejemplos de lo que cuenta Mangrané es Eliodoro Moro, electricista de la fábrica desde que se abrió. Antes trabajaba para la competencia, la empresa que pagaba una miseria a los agricultores por su caña. Ha pasado de estar contratado por horas, cuando lo necesitaban, y cobrar unos 800.000 guaraníes al mes (unos 128 euros), a contar con un empleo estable por el que percibe casi cuatro veces esa cantidad. Pero el cambio en su vida va más allá del dinero: “Me asocié a la cooperativa cuando vi la posibilidad de hacer algo nuestro, donde nuestra opinión contara. Antes el patrón ni te miraba a la cara, ahora quienes están en cabeza de la cooperativa escuchan tus problemas y cuando necesitas algo, te lo facilitan”.

Curiosamente, la mayoría de los socios no viven exclusivamente de la caña, que es más bien un complemento a sus ingresos. Los precios del mercado siguen siendo demasiado bajos para tenerlos como único salario, así que diversifican con otras actividades: cultivos de vegetales diversos para autoconsumo y venta en el mercado, pequeñas tiendas, taxis… Y cuentan con ayudas como las becas, los talleres o los préstamos que mejoran su calidad de vida. Ahora es más justa.

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Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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