El Perú de los alumnos ‘zoombis’ o cómo hacer un mal uso de la virtualidad en la educación
Las clases telemáticas se ha convertido en la gallina de los huevos de oro de intereses privados y se rifan con ello el futuro de sus profesionales.
El Perú fue uno de los últimos países del mundo en abrir sus colegios con un coste altísimo en aprendizaje y salud mental para sus niños. No sirvieron ni las advertencias de los expertos ni las recomendaciones de la comunidad internacional. Mientras este septiembre los niños por fin regresaban a las aulas tras dos años cerradas, las universidades del Perú miraron a otro lado y siguieron obligando a la virtualidad a gran parte del alumnado. No hay ningún otro caso conocido.
Este año, y a pesar de que el gobierno peruano aprobó el retorno de la presencialidad en las universidades, únicamente 20% de ellas abrió las puertas a sus estudiantes. Estos daños que sufre la educación del país –y que no tienen como único culpable los efectos de la cuarentena– se siguen extendiendo y parecen no tener fin.
Si bien esta virtualidad era justificada durante la pandemia, no se entiende cómo en un país donde se realizan conciertos multitudinarios y que tiene a más del 90% de sus habitantes con al menos una dosis contra la covid-19, se siga manteniendo a miles de estudiantes en casa. Intentaremos aquí adelantar unas explicaciones sobre esta nueva anomalía peruana llena de matices, de tropiezos y de intereses.
La virtualidad, lejos de ser la solución para la desigualdad educativa
Perú es uno de los tantos países de renta media, desigualdades extremas y democracias débiles donde la decisión de política pública tiene siempre otras implicaciones. Son más propensos a tener únicamente opciones malas entre las que elegir, unos villanos con más poder del que correspondería y la necesidad imperante de cerrar brechas que pueden hacer ver soluciones donde no las hay.
Sustituyendo las aulas de las universidades por la virtualidad, se ha justificado y convencido de una mala decisión con los argumentos más nobles como la inclusividad y la igualdad de oportunidades. Hay una loa a la educación virtual por parte de profesores, rectores y alumnos, con dosis de apatía, comodidades y exageración en el cuidado. En la mayoría de los casos, las universidades no han adaptado las metodologías, tampoco se han buscado nuevas herramientas virtuales, tan solo se han agendado sesión tras sesión de clases por pantalla.
Fueron los estudiantes de la Universidad Nacional San Antonio de Abad del Cusco los primeros que alzaron la voz para sacar al país de esta ensoñación y reivindicar la presencialidad. Su lucha rindió frutos y, por fin, regresaron a clase el pasado septiembre. No obstante, muchos otros universitarios peruanos todavía no logran retornar a sus campus.
La educación remota de emergencia es, en el mejor de los casos, una virtualidad precaria que se aprovecha de su todavía falta de regulación. Como resultado, el país tendrá futuros doctores sin prácticas, ingenieros que aprendieron por videoconferencia cómo construir un puente y científicos sin microscopio. ¿Quién podría contratar a un ingeniero que se ha sacado la carrera a través del móvil? “Ha sido ridículo aprender así, era imposible, las prácticas las hacíamos por Zoom sin tocar a los pacientes”, comenta Daniela Sepúlveda, graduada en Fisioterapia de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.
Si no fuera suficiente, se sumaron otros males como el incremento en un 40% de la tasa de suicidios entre los jóvenes y en un 37% la de la obesidad. En una encuesta realizada entre los alumnos de algunas de las mejores universidades, el 39% de ellos reportaron sufrir de depresión y el 30% de ellos ha deseado morir. Un panorama poco alentador para los estudiantes. Pero la culpa de todo no es de la pandemia.
Vendedores de humo y sueños frustrados
Desde que en 1996 Fujimori flexibilizara la ley para la creación de universidades desde el sector privado, varios oportunistas vieron allí negocio a costa de quienes menos oportunidades de estudio tenían. Con una educación secundaria precaria (que ubicó al país en los últimos puestos de la prueba PISA en 2018), la mayoría de los estudiantes que se gradúan de la secundaria no están del todo preparados para la vida universitaria. Este gran vacío que existe entre el colegio y la universidad es aprovechado por otro negocio: el de las academias preuniversitarias, creadas con el fin de subsanar la baja preparación académica con la que un estudiante termina la educación secundaria. Todas, hasta las de instituciones públicas, son de pago.
Si se logra la meta de aprobar el examen de admisión a una universidad pública, la gratuidad de la educación superior para el alumno está garantizada. Pero ¿y si no es admitido? Las privadas se perfilan como la salida más segura para cursar estudios superiores. Con licenciaturas que duran cinco años para carreras como Administración o Literatura, y que van hasta los siete (o más) años para los médicos, las ganancias están más que aseguradas (para los dueños de las universidades, por supuesto).
Desde entonces, se puede decir que en Perú han abierto y se quieren todavía abrir “universidades como cancha”. Muchas son en realidad instituciones de baja calidad que son un poderoso grupo con tentáculos en el Congreso y que hace la vida imposible a la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (SUNEDU). Tras la creación de esta última, en un país con 143 universidades (51 públicas y 92 privadas), el Gobierno retiró la licencia de funcionamiento a un tercio de ellas en el 2016, aunque recientemente se han dado pasos en reversa. Son estos quienes ven en la virtualidad la gallina de los huevos de oro.
Durante la pandemia, muchas universidades consiguieron un aumento de alumnos matriculados más allá de lo que sus instalaciones se lo permiten. Algunas incluso han doblado su número de alumnos durante la pandemia, lo cual les impide regresar a la presencialidad, ya que no pueden dar cabida a tantos. Y como si no fuera suficiente, presumen de esta virtualidad impuesta presentando en Lima uno de los congresos internacionales más grandes sobre educación virtual.
Cuando algunas universidades han pretendido volver a la presencialidad dos años después, se encontraron con que son los mismos alumnos y profesores quienes han insistido en no hacerlo. Han esgrimido para ello razones laborales o económicas, pero pesa también la comodidad de dar y recibir clases desde casa en países donde el transporte es un caos. Y como siempre todo puede ir a peor, hay universidades que apoyan esta precaria y desregulada virtualidad para que sea permanente. El ministro de Educación anunció hace poco que el 90% de ellas así lo solicitaron.
Perú no se merece que la condenen a ser un país con estudiantes sin otra alternativa que hacerse Zoombis. Su difícil historia y hondas desigualdades le han llevado también a ser el país con mayor desconfianza interpersonal de América Latina. Por esto, más que por otros motivos, necesita ver nuevamente sus campus universitarios repletos de estudiantes de diferentes procedencias, construyendo sueños comunes y el necesario tejido social que toda democracia necesita.
No se está descubriendo el agua tibia con la educación a distancia. Son conocidas internacionalmente sus posibilidades, hay programas de altísima calidad con esta modalidad en las mejores universidades, e incluso algunas como la UNED en España se especializan en ellas desde 1972. La educación presencial tiene todavía una mayor calidad, la virtualidad no la sustituye, sino que amplía la oferta, lo cual sería una oportunidad para Perú. Pero ello requiere de una buena regulación para evitar los abusos que se dan. Reivindicar lo obvio no tendría que ser tan extraño.
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