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¿Tengo derecho a comer?

A diferencia de la sanidad o la educación, ningún país de la UE reconoce explícitamente y por ley el derecho a la alimentación, lo que hace que la asistencia dependa de decisiones políticas o de la caridad

Vista de un comedor social gestionado por la Comunidad de San Egidio en Italia.
Vista de un comedor social gestionado por la Comunidad de San Egidio en Italia.Tony Gentile (Reuters)
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Lástima, indignación y, a la vez, tranquilidad. Los tres sentimientos se debaten en el interior de millones de europeos cuando ven en películas o series como las exitosas House o Anatomía de Grey cómo una familia estadounidense se arruina por pagar el tratamiento de una enfermedad, o directamente no puede costear la cura. Lástima por el drama humano, indignación porque no se garantice lo que los ciudadanos de la Unión Europea tienen interiorizado como un derecho fundamental —la atención sanitaria— y tranquilidad, por tener la certeza de que a ellos, bajo el paraguas del bienestar comunitario, no les podría ocurrir algo parecido.

Y, por ahora —con las salvedades que se quieran añadir— es así. La atención sanitaria, como la educación, son derechos reconocidos en la mayoría de las constituciones, regulados por leyes, y que los europeos pueden reclamar ante los tribunales en caso de que se les niegue. Pero lo que muchos europeos ignoran es que hay otra necesidad, más básica si cabe que las anteriores, ante la que están bastante más descubiertos: comer.

"No hay ningún país de la UE, ¡ninguno! que incluya expresamente el derecho a la alimentación en su marco legal", se lamenta José Luis Vivero Pol, experimentado activista contra el hambre e investigador de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica). Pese a que todos los Estados miembros han ratificado un pacto internacional por el que se comprometen a asegurar el derecho de toda persona a "un nivel de vida adecuado para sí y su familia, incluso alimentación, vestido y vivienda adecuados", ninguno lo ha desarrollado internamente, a diferencia de la enseñanza o la sanidad.

En Europa hay un miedo sociológico con la palabra hambre

Es probable que a ese mismo ciudadano europeo que da por sentado que le atenderán si enferma, no le preocupe este punto. Quizá porque piense que el hambre —o la malnutrición, en cualquiera de sus formas— es cosa de otros continentes, un mal del que él y sus vecinos se encuentran a salvo.

"Pero claro que hay hambre en Europa", sentencia Lucía Lucchini, la encargada del comedor social de la Comunidad de San Egidio, en Roma (Italia), frente a enormes fuentes de fusilli con salsa de tomate que la organización ofrece a los más desfavorecidos de la capital italiana. "Quien no lo crea, solo tiene que salir, venir aquí o ir a la periferia... Es decir, abrir los ojos", reta mientras señala a los cientos de hombres y mujeres que acuden en busca de una comida caliente. Y ni mucho menos son solo migrantes, como alguno pudiera pensar. "Vienen personas de más de 100 nacionalidades, entre ellos muchos italianos mayores, a los que la pensión no les llega, y se quitan de comer".

En España, los bancos de alimentos atendieron en 2015 —los datos más recientes disponibles— a casi 1,6 millones de personas. Estas entidades, junto a miles de ONG como Cruz Roja, asociaciones vecinales y escuelas y colegios, llevan años complementando la dieta de millones de europeos. Y desde la crisis de 2008, estas situaciones de necesidad se han multiplicado exponencialmente por todo el continente. "En los peores momentos, sale lo mejor de la gente: la solidaridad", se felicita Lucchini, relajando por un momento la severidad con que gobierna el comedor social.

Dar comida a la gente es totalmente diferente a reconocer que esa gente tiene derecho a recibirla

"Sí, la solidaridad está jugando un papel fundamental. Pero dar comida a la gente es totalmente diferente a reconocer que esa gente tiene derecho a recibirla", apunta Tomaso Ferrando, profesor adjunto de la Universidad de Warwick (Reino Unido). "El objetivo debería ser la desaparición de esos mecanismos, porque es el sistema el que tiene que garantizar que todos comen", argumenta. Ferrando trabajó en la preparación en la región de Lombardía (Italia), de la primera ley de la UE —aunque de rango autonómico— que reconoce el derecho a la alimentación. "Hasta ahora, todas las acciones y políticas de asistencia tras la crisis se han basado en la caridad", denuncia Vivero Pol. "Es decir, si quiero y tengo dinero, apoyo a los bancos de alimentos o comedores escolares. Y si no, no", ilustra.

Porque es cierto que la mayoría de las organizaciones benéficas o instituciones que prestan estos servicios reciben —además de las donaciones privadas— financiación pública, ya sea a través de fondos europeos, nacionales o locales. Pero si los Estados decidieran un día dejar de aportar esos recursos, ¿qué podría hacer alguien al que no le llega para alimentarse? Reclamar ante la Administración o el juez un derecho a comer reconocido únicamente por el derecho internacional puede ser una misión imposible, sobre todo con pocos recursos. "Tener una ley nacional facilita todo eso. Porque identifica quién es el responsable de que todo el mundo coma, y señala a quién se le pueden pedir cuentas", defiende Ferrando.

Reticencia a hablar de hambre

Quizá por eso haya tanta resistencia por parte de los países a fijar por ley "el derecho universal de acceder a una cantidad suficiente de alimento seguro, sano y nutritivo, como derecho humano fundamental", como hizo Lombardía. Porque en Europa, a diferencia de otras regiones, la maquinaria judicial y administrativa está engrasada, y si se reconoce esté derecho, habría consecuencias.

Consejos vendo que para mí no tengo

Mientras Bruselas y distintos países europeos subvencionan y apoyan proyectos para que otros países reconozcan sus problemas de hambre y elaboren leyes de seguridad alimentaria, no se aplican su propia receta. "No parece que aquí se adopten esas recomendaciones que siempre hemos pensado que eran muy buenas para todos", reflexiona Juan Carlos García y Cebolla, líder del equipo del Derecho a la alimentación de la FAO.

"Es una típica paradoja que también observamos en otros ámbitos, con dobles raseros en muchas regulaciones comerciales, o en la justicia internacional, en las armas nucleares...", comenta Hilal Elver, relatora especial de Naciones Unidas para el derecho a la alimentación. "Los países desarrollados, no solo la UE, ponen muchas reglas, pero a la hora de implementarlas son los países en desarrollo los que son sometidos a un mayor escrutinio", opina Elver. "Y la UE se ve a sí misma como donante, ignorando su propio patio trasero", añade.

En todo el continente, solo Bielorrusia y Moldavia reconocen explícitamente en sus constituciones el derecho a la alimentación, que no viene reflejado en la Carta Europea de Derechos Humanos.

"Establecer y reconocer un sistema fuerte de derechos sociales —no solo civiles y políticos— sería el primer paso para apuntalar la seguridad alimentaria, pero en la UE los responsables políticos no están preparados para algo así", mantiene Hilal Elver, relatora especial de Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentación. Elver coincide con Ferrando y Vivero Pol en que a los Gobiernos no les interesa ese enfoque de derecho, porque les haría responsables y les obligaría a actuar. "Y también hay resistencia por parte de las empresas del sector", observa.

Tampoco hay que olvidar que un movimiento así supondría reconocer que unas políticas de protección social exitosas como las europeas, presentadas como un modelo para el resto del mundo, ya no funcionan bien, sugiere Juan Carlos García y Cebolla, experto de la FAO (la agencia de Naciones Unidas para la alimentación). "Hasta ahora, la lucha contra el hambre se ha metido dentro de un paquete de acceso a un nivel de vida digno, pero no se ha tratado como una cuestión aislada", agrega. Se suponía que con la seguridad social —que a diferencia de la alimentación viene reconocida expresamente en la Carta Europea de Derechos Humanos— y distintas prestaciones, debía garantizarse el alimento. Pero la realidad insiste en que eso ya no es siempre así.

Y admitirlo puede dar vértigo. O vergüenza. "En Europa hay un miedo sociológico con la palabra hambre", opina Vivero Pol. Tras la II Guerra Mundial se puso muchísimo empeño en acabar con ella y los expertos consultados coinciden en que hay un temor especial a reconocer que sigue entre nosotros. Ese rubor es compartido por los gobernantes y los necesitados, como Enrico (nombre ficticio) un anciano romano que no quiere hablar, ni mucho menos desvelar su edad ni su identidad tras comer fusilli, pollo con patatas y panettone en el comedor de San Egidio en el barrio del Trastevere. La reticencia a hacer pública esa penuria dificulta la elaboración de estadísticas precisas.

"¿Por qué no empezamos por poner mecanismos que nos muestren cuál es la dimensión real del problema?", se pregunta García y Cebolla. Solo algunos países como Reino Unido han dado pasos en este sentido. "Hace falta un debate claro sobre qué cambios ha habido en los últimos 10 años, y analizar si estamos preparados para resolver cuestiones como la falta de acceso a la comida", insiste.

¿Por qué no empezamos por poner mecanismos que nos muestren cuál es la dimensión real del problema del hambre?

Porque obviamente una ley no cambia nada por sí misma. Puede ser un acto meramente simbólico. En Lombardía, por ejemplo, la norma lleva vigente más de un año y medio con pocos avances. O, por ir al nivel local, en la ciudad de Coventry (Reino Unido, en la que casi dos de cada 10 habitantes recurren a bancos de alimentos) se ha reconocido el derecho, pero en un momento de austeridad y recortes desde el poder central, el Ayuntamiento dispone de poquísimos recursos para destinar a estas políticas. "Por eso el enfoque legal es necesario, pero no suficiente. Hace falta un compromiso institucional y financiero fuerte si la UE va en serio en este tema", considera la relatora de Naciones Unidas.

Fondos y voluntad política para asegurar, por ejemplo, que los salarios mínimos llegan para costearse la canasta básica o que cualquiera puede recibir fácilmente los alimentos o las ayudas que necesite ("los mecanismos complicados para demostrar que eres pobre echan a mucha gente para atrás, también por vergüenza", observa Vivero Pol). Pero no solo eso.

"Hace falta una visión más amplia que la de dar comida a quien no la tiene", defiende Ferrando. Porque el derecho a la alimentación no solo implica eludir el hambre, si no poder llevar una dieta sana y adecuada a las necesidades nutricionales. Además hay que ir a las causas, y cubrir todos los ámbitos. Las leyes sobre el asunto —como hace la aprobada en Lombardía bajo el manto de la Expo 2015 de Milán— deberían proteger los derechos de todos en la cadena de producción: de los pequeños agricultores a los trabajadores migrantes o los consumidores, para fomentar la participación e impulsar los alimentos ecológicos y de temporada, enumera el profesor de Warwick.

Pero, aun cuando se apruebe una norma así, quedará mucho trabajo para hacerla realmente efectiva, reflexiona Ferrando. "Sin un cambio estructural, no llegaremos a nada. Pero siempre es mejor tener una ley que identifique los problemas del sistema y proponga algunas soluciones, que no tenerla".

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