Un día en la FAO
La agencia de la ONU llamada a liderar la lucha contra el hambre toca (casi) todos los palos
Roma. Una mañana soleada. Mapa en mano, una pareja de turistas sale de la estación de metro de Circo Massimo. Al fondo a la derecha, el Coliseo. Sobre la colina palatina, los restos del palacio imperial romano y de frente, un alargado prado con escasas ruinas de una tribuna. A sus espaldas, un gigantesco edificio que llama la atención entre tanto verde y tanta ruina.
– ¡Perdone! ¿Sabe dónde está Circo Máximo?
– Es eso. Esa explanada de ahí.
– ¡Ah! ¿Eso es? Vaya… – Asoma la cara de decepción de quien esperaba poder ver algo parecido a las carreras de cuadrigas de Ben-Hur – Y esto con tanta bandera, ¿qué es?
Con “esto” se refiere al enorme edificio blanco de estética mussoliniana. Trazos rectos y ventanas rectangulares cubriendo la fachada ante la que ondea una gran bandera azul de las Naciones Unidas sobre decenas de enseñas más.
– Esto es la sede de la FAO.
– ¿La qué?
El desconocimiento es uno de los mayores problemas a los que se enfrenta la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). ¿Qué es? Es la agencia técnica, participada por 194 países (prácticamente todo el mundo), para acabar con el hambre, mejorar la nutrición y hacer de la producción de alimentos algo sostenible. Casi nada.
Sus más de 11.000 empleados —entre personal fijo, consultores, becarios y otros— están repartidos por oficinas en más de 130 países. Una gran parte (unos 3.000) trabaja desde Roma, aunque luego realice viajes a terreno. Expertos en nutrición, en pesca, en agricultura, en ganadería, en bosques, en cambio climático, en semillas, en precios... Veterinarios, ingenieros agrónomos, biólogos, economistas, estadísticos, sociólogos… “Existen pocas organizaciones donde se pueda tener una visión tan completa y compleja de lo que los países están pidiendo en la lucha contra el hambre y la pobreza”, presume Francisco López, especialista en Biodiversidad.
La forma de ser de la FAO —sus dueños son los países miembros— condiciona su capacidad de acción. Su principal cometido es ayudar a los Estados en aquello que necesiten. Ya sea diseñar una política agrícola que reduzca el uso de pesticidas, elaborar estadísticas —como el número de hambrientos o de obesos o la pérdida de bosques— redactar leyes que protejan las tierras de los pequeños agricultores o estudiar los efectos de la contaminación marina sobre los peces. Pero si, y solo si, los países piden esa ayuda.
Es martes, son las 8.15 de la mañana, y el jefe de salud animal, Juan Lubroth, se reúne en una sala con los especialistas veterinarios de la organización. Todos, jóvenes y mayores, despachan la información y toman notas antes de volver a sus oficinas, repartidas en larguísimos pasillos llenos de puertas que evocan un ministerio de los setenta. Ponen en común todos los informes y alertas sobre enfermedades animales en el mundo, y valoran qué medidas se pueden tomar o cómo se puede apoyar a los países afectados.
A esa misma hora, en Chad, en la región del Lago, Nodjimadji Ngardinga y sus acompañantes ya llevan horas recorriendo pueblos por los caminos de arena. Van de mercado en mercado, anotando los precios de los distintos alimentos. Esa información servirá para elaborar informes globales sobre la evolución del coste de la comida. En Malawi, técnicos de la FAO trabajan con una asociación local, para concienciar los agricultores de que tienen derechos sobre la tierra que cultivan. Y de vuelta en Roma, en el departamento de emergencias, el belga Dominique Burgeon y su equipo preparan su próxima visita a Somalia mientras diseñan una estrategia para intervenir en países con riesgo de hambruna.
Atender las emergencias no es el mandato principal de la agencia, y son otras entidades del sistema de Naciones Unidas como el Programa Mundial de Alimentos las que llevan directamente comida cuando hay una gran crisis. Pero la FAO, que ya trabaja en esos países, también apoya cuando estalla una emergencia. Y sobre todo, después. “Cuando pasan tres o cuatro meses y se van los periodistas y las agencias de emergencias, es cuando empieza el trabajo de la FAO”, ilustra el español Enrique Yeves, director de comunicación. Llevar semillas, vacunas para los animales… Apretar el botón de reset para que el ciclo de la producción de comida, y con él la vida, retornen cuanto antes.
Es hora de comer, y enseguida se forman colas en el comedor de la octava planta, que se asoma al barrio residencial del Aventino, a los foros y, al fondo, a la majestuosa cúpula de San Pedro del Vaticano. En la fila, algunos consultores comentan nerviosos que su contrato de seis meses expira en días, y aún no saben si renovarán. En las bandejas hay pasta, ensaladas, legumbres en su año, platos internacionales en ocasiones reinterpretados sin demasiada fortuna… Alguno combina queso a la plancha con patatas fritas y mayonesa. Está claro que aquí no todos son nutricionistas.
No es raro ver al mandamás, el brasileño José Graziano da Silva, agarrar una bandeja y almorzar en una mesa más del enorme comedor, solo o con algún colaborador. El director general, un ingeniero agrónomo de 67 años y exministro del Gobierno Lula, fue elegido en 2011 y, tras renovar su mandato, seguirá en el cargo hasta julio de 2019.
La agenda de Graziano es agotadora. Viajes intercontinentales, reuniones con ministros y jefes de Estado y de Gobierno, conferencias, eventos… La labor principal del “di-yi”, como le llaman todos por la abreviatura de su cargo en inglés, es convencer a los países de la idoneidad de ciertas políticas, subirlos a bordo de los distintos tratados o conseguir financiación. Sentarlos a la misma mesa. “Ya es un milagro que países como Venezuela, Estados Unidos, Alemania, Mozambique o Vietnam se puedan sentar a una mesa y ponerse de acuerdo”, apunta Yeves. Como dice el propio Graziano, “todo, y especialmente acabar con el hambre, es cuestión de voluntad política”.
Un equipo de traductores transforma conversaciones y documentos a los seis idiomas oficiales de la organización: inglés, francés, español, árabe, chino y ruso. Y su labor no siempre es fácil cuando los diplomáticos se ponen puntillosos al escoger los términos. Ocurre, por ejemplo, que el representante chino insiste en cambiar una palabra de una declaración oficial, pero en la traducción en inglés no se consigue trasladar el matiz.
Después de comer, Shoki el Dobai se dirige a una de las salas de reuniones. Ha llegado desde El Cairo, y es uno de los principales expertos en la lucha contra el picudo rojo, un insecto que ataca las palmeras. La sede romana de la FAO ha juntado técnicos de los países, académicos y miembros de ONG especializados en el tema para que puedan poner en común sus experiencias y compartir aciertos y errores. La semana que viene se reunirán aquí expertos en resistencia a los antimicrobianos, o en la capacidad de los suelos para almacenar carbono… La FAO toca todos los palos, algunos critican que demasiados. “Por eso intentamos concentrarnos en lo que mejor hacemos: luchar contra el hambre a través de la agricultura sostenible, mejora de los sistemas alimentarios, reducción de la pobreza rural y la creación de resiliencia”, argumenta Graziano.
“Prácticamente todo, y especialmente acabar con el hambre, es cuestión de voluntad política”
Entre tanto experto, hay también, claro, muchos diplomáticos y comunicadores. Los trajes impolutos se mezclan con looks más informales o atuendos étnicos. Una de las grandes prioridades es, según Yeves, “sensibilizar a la opinión pública y a los gobiernos de los grandes retos: entre ellos, erradicar el hambre en el siglo XXI”. Para ello buscan la complicidad de figuras conocidas, como la reina Letizia de España —embajadora para la nutrición— o distintos premios Nobel de la Paz como Mohamad Yunus u Óscar Arias.
Para los dos próximos años, los países han acordado que el presupuesto de la agencia sea de menos de 450 millones de euros anuales. Esas cifras se complementan con aportaciones extraordinarias de los países hasta llegar a los 1.142 millones al año (menos que la suma de lo que gastarán, por ejemplo, el Real Madrid —631— y el ayuntamiento de Bilbao —527— en 2017).
—¿Así que estos son los encargados de acabar con el hambre en el mundo? —pregunta el turista junto al Circo Máximo— ¿Y eso se puede hacer? Yeves le respondería: “Es posible, es una obligación y es un escándalo ético y político que en el siglo XXI, cuando producimos más que suficientes alimentos para toda la población del mundo, todavía haya unos 800 millones de personas que pasen hambre”.
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