Una vocación tardía
Por el aspecto, desde luego, parecía monja, pero eso no explicaba qué pintaba en la recepción del Hospital de Móstoles
–A ver… –la trabajadora social tardó un rato en empezar a hablar–. Me está usted diciendo que es monja de clausura, que vive en un convento de la provincia de Soria, que tiene que volver allí pero que no tiene dinero ni medios para lograrlo. Es eso, ¿verdad?
Tendría unos 60 años, calculó al mirarla. El pelo corto, canoso, una falda azul marino que parecía nueva, una chaqueta del mismo color, una camisa blanca, mocasines y medias de punto. Por el aspecto, desde luego, parecía monja, pero eso no explicaba qué pintaba en la recepción del Hospital de Móstoles, ni su confusión, el lloroso aturdimiento en el que la trabajadora social la había encontrado.
–Sí, es eso –confirmó, y estuvo a punto de añadir algo más, pero se mordió la lengua a tiempo.
¿Cómo explicárselo? ¿Por dónde empezar a contar el clamoroso fracaso de una fuga que había tardado más de 10 años en planear? ¿Quién creería que al cumplir los 50 había empezado a echar de menos cosas que no veía, que no escuchaba, que no probaba desde que cumplió 19? La cara de su madre, la risa de su padre, los juegos con su hermana Marta, esa bechamel tan rica que hacía su abuela, el peso de su sobrino en los brazos, el sonido del reloj de cuco del comedor…
–Muy bien, no se preocupe porque vamos a ayudarla, pero lo que no entiendo es… ¿Qué hace usted sola, aquí?
Ni ella misma lo entendía. No entendía qué le había pasado, qué demonio había empezado a susurrarle locuras al oído, por qué experimentó una euforia desconocida, desbocada y salvaje la primera vez que sisó siete céntimos del precio de una caja de yemas que despachó a través del torno. Aquel sistema era muy seguro, inofensivo, pero poco rentable. Nadie se había dado cuenta de que las cajas que ella vendía eran unos céntimos más caras que las demás, pero en cinco años aún no había reunido ni la mitad del precio de un billete a Madrid. Entonces decidió ponerse enferma.
¿Por dónde empezar a contar el clamoroso fracaso de una fuga que había tardado más de 10 años en planear?
–Pues no lo sé –mintió–. Una novicia me acompañó al hospital de Soria porque no me encontraba bien. Iban a hacerme unas pruebas porque no saben qué tengo. Ella fue al baño, y… No sé qué pasó, la verdad.
Que salió corriendo, eso pasó. La novicia se fue al baño, le dejó sus cosas, ella cogió el monedero y se fue derecha a la estación de autobuses. La madre superiora les había dado dinero para recoger unas partituras que tenía encargadas y con eso se compró el billete. Fue muy feliz durante el viaje, pero cuando llegó a su ciudad no la reconoció. No sabía dónde estaba la estación en la que paró el autobús ni cómo llegar a casa de su sobrina, la hija de su hermana Marta, la única que aún le mandaba una tarjeta en Navidad. Y se sintió perdida, mareada de estar entre tanta gente, tan débil, como era razonable después de cinco años de negarse a comer, de decir que todo le sentaba mal, de sobrevivir a base de pan y agua, lo único que toleraba le decía al médico, lo único que lograba tragar, hasta que consiguió que la mandara a un hospital con una anemia grave.
–¿No sabe cómo ha llegado hasta aquí?
En la estación de autobuses de Soria se compró un bocadillo de tortilla que le había sabido a gloria. En la de Madrid, tuvo que encerrarse en el baño para vomitar, aunque sus náuseas habían sido fruto de sus nervios y no de una dolencia imaginaria. Por fin, preguntando a los pasajeros, a un guardia, a una taquillera del metro, logró averiguar lo que tenía que hacer para llegar hasta Móstoles, donde vivía su sobrina. Encontrar la dirección no le resultó nada fácil, pero lo peor estaba por llegar.
–Pues no –volvió a mentir–. No lo sé.
¿Y usted quién es?, le había preguntado el chico que le abrió la puerta, el pelo suelto por la cintura, camiseta negra con dibujo satánico y las mangas cortadas con una tijera, vaqueros caídos y la cinturilla de los calzoncillos al aire. Mi tía ¿qué…? Yo no tengo ninguna tía que se llame como usted. ¡Mamaaaaaá!
–Y teléfono móvil no tendrá, ¿verdad? – negó con la cabeza–. Y la dirección del convento… –volvió a negar–. ¿El nombre de su congregación? –asintió al fin, porque eso sí lo sabía.
La hija de su hermana Marta la había invitado a pasar, la había sentado en una butaca, le había preguntado qué quería tomar. Ella había aceptado una coca-cola sólo para asegurarse de que iría a la cocina a buscarla y la dejaría sola. Después había salido corriendo por segunda vez en un día.
Te estás equivocando, Rosario, le había dicho su padre 40 años antes, cuando se despidió de ella en la puerta del convento. Esta no es tu verdadera vocación…
La trabajadora social no entendió por qué, cuando todo estaba a punto de arreglarse, aquella mujer se tapó la cara y se echó a llorar.
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