La luz de Haití
Casi seis años después del devastador terremoto, Haití lucha por renacer de sus cenizas El autor de ‘Milagro en Haití’ recorre en este texto los territorios de un pueblo que en diciembre afronta la segunda vuelta de las elecciones que elegirán a un nuevo presidente
1. Dios quiso que el infierno se pareciera como dos gotas de agua al paraíso. Quizás quiso mostrar que las dos cosas eran una y la misma. La miseria de Haití no se esconde. El que aterriza en su destartalado aeropuerto y sube por la avenida de Delmas ve todas las chabolas, las calles sin pavimento, las hordas de mendigos que los noticieros ya le prepararon a ver. A esa miseria habitual se le agrega hoy la de los campamentos de realojados por el terremoto que cubren cerros y cerros de lo que no alcanzó a ser parte de la ciudad.
Todo brilla sin embargo bajo una luz clara que permite notar las más sutiles variaciones de los colores. Un cielo transparente sin otra mancha que unas suaves nubes que contrastan con las fogatas y los bocinazos sin fin de los Tap Tap, los buses también tatuados con colores vivos y frases bíblicas.
Es lo único que los más de 10 millones de habitantes poseen aún, el privilegio de la luz. Los haitianos parecen saberlo y pintan el interior de sus casas de celeste; de verde nilo sus muebles; turquesa en sus ropas; de blanco sus iglesias. Sus peluquerías son anunciadas con pinturas murales. Los ataúdes blancos circulan en carruajes también blancos, seguidos por decenas de parientes amigos de la corbata y mujeres con barrocos trajes de gala. Todo ello no esconde la epidemia de cólera. O la imposible infraestructura de un país que vive principalmente de las remesas de dólares que mandan los emigrados a sus parientes. Pero explica por qué esta mitad de isla fue la primera en liberarse de la esclavitud, por qué en sus elecciones 54 candidatos intentaron llegar a la presidencia, por qué Alejo Carpentier inventó el realismo mágico para describir Haití en su novela El reino de este mundo, o por qué sus pintores callejeros, miserables y casi anónimos, decoran las mansiones de los millonarios de gran parte del mundo occidental.
2. Los novios esperan en la antesala de Monsieur Henri, el fotógrafo oficial de la burguesía haitiana. Un guardia de 15 años enarbola una pistola más grande que él. En las fotos los novios lucen atemporales, sobreponiéndose a un fondo de color pastel. Las novias usan en Haití todos los encajes y velos posibles. Como las niñas de primera comunión o los deudos en los interminables velorios. La vida en Haití se divide en ceremonias donde hay que vestir corbatas de colores vistosos y chaquetas abotonadas, a pesar del calor, que puede fácilmente llegar a los 45 grados centígrados.
Es lo único que los haitianos poseen aún: el privilegio de la luz
El protocolo y la formalidad son siempre para los haitianos un asunto de vida o muerte. El color de su piel y de sus uniformes está en el centro de su historia. La suya es la de un país que exportaba telas y azúcar. Un país que se quedó de alguna forma encerrado en su siglo de oro, el siglo XVIII, cuando fue la colonia más rica del reino de Francia. Un lugar que exportaba al mundo entero sedas, linos, opulencia y riqueza tiene como pocos el sentido de lo que Baudelaire llamó el lujo, la calma y la voluptuosidad.
3. Lujo, calma y voluptuosidad, cuando leo ese verso de La invitación al viaje, de Baudelaire, no puedo dejar de pensar en una playa cerca de Saint-Sauveur, en el sur de Haití. Nos detuvo allí Pierre Leger, un hacendado local que compraba plantas de vetiver a los pueblos vecinos. La arena de la playa era blanca, el mar turquesa, las palmeras seguían apenas el ritmo de la brisas. Dos haitianos sin camisa cocinaban en un bidón oxidado de aceite dos langostas que acababan de recoger de sus trampas. Con apenas dos palabras de criollo, les pagó las langostas que devoramos sin tenedor ni cuchillo, sentados sobre la arena.
En el mismo viaje vimos las mansiones del sah de Irán y la de Richard Burton y Elizabeth Taylor, las dos convenientemente abandonadas. Un poco más allá, un Club Med dejaba entrever el rigor de su abandono. Al otro lado de la isla La Española, en República Dominicana, florecen sin restricción los resorts y hoteles de lujo atendidos por haitianos en estado de semiesclavitud. Resulta evidente para cualquiera que el turismo podría salvar a Haití de la miseria. Pero para eso tendría que tener caminos, líneas aéreas. Tendría que tener agua potable y electricidad asegurada, tendría que evitar los golpes de Estado y las rebeliones. Tendría que ser República Dominicana, el país vecino donde los explotan, insultan y expulsan en masa ahora mismo. Una mueca de desprecio e ironía se suma al actual encono que sienten los haitianos por los dominicanos.
“Son feos”, me explica Olide, una cocinera haitiana. “Mire cómo bailan, mire su piel, no tienen gracia, por eso nos odian”.
4. En otra playa, mi hermano vio Apocalypse Now proyectado sobre un fondo de palmeras y mar. Los helicópteros salían de la pantalla para confundirse con los helicópteros con que los Ejércitos chileno y brasileño patrullan desde 2004 el país. Los crepúsculos inverosímiles de la película eran los de ese rincón de la provincia de Jacmel, al sur del país, el hogar del carnaval más famoso del país. Al final de la película, Marlon Brando, en medio del sacrificio de un buey, se limpia la calva y susurra: “El horror, el horror”.
Unas palabras que resultaron una profecía cuando dos años después el propietario del restaurante en el que se proyectaba la película, un italiano llamado Francesco Fantoli, murió en un tiroteo a la salida de un banco en Puerto Príncipe. Acababa de reconstruir por cuarta vez su restaurante, El Piano Bar, destruido en 2008 por el huracán Gustav.
5. ¿Creen los haitianos realmente en los zombis que caminan impasibles por sus plazas? La idea de que los muertos no mueren realmente convive a la perfección con la idea de que los vivos tampoco viven de verdad. La muerte es un asunto de todos los días en Haití. Nadie razonable le tiene realmente pavor. La muerte no termina nada. La vida nunca empieza del todo. La vida individual, la vida particular, no tiene mucho sentido en Haití. Un niño es encontrado vivo en medio de una misa luego de dársele por muerto durante cinco años. Da lo mismo si ese niño es realmente el mismo que murió hace cinco años. No le costará nada asumir el nombre y el lugar del muerto.
Mi madre, que fue por siete años la mujer del embajador de Chile, vio cómo una de las empleadas de la casa iba juntando dinero para el entierro de su hijo enfermo de gripe. Espantada, llevó al niño hasta el hospital de campaña que había organizado el batallón Chile. El chico mejoró en pocos días. Mi madre esperaba lágrimas de emoción y agradecimiento, pero a cambio vio en el rostro de su empleada una ligera decepción. Se había mandado ya hacer el vestido para el velorio. Este, con sus largos llantos, sus visitas de parientes de provincia, sus interminables ceremonias de saludos y lamentaciones, quedaba pospuesto quién sabe hasta cuándo.
6. Para mi madre, Haití se acabó en enero de 2010. Los huracanes, los golpes de Estado, los casos de corrupción no habían logrado aún mermar su ánimo. Después del terremoto, la acompañé entre las ruinas del centro a ver la escuela República de Chile, a la que ella había ayudado a mejorar durante los años en que fue la esposa del embajador.
Orgullosa, caminó hacia la fachada roja del edificio, que era el único que quedaba en pie en toda la plaza. Su marido le advirtió de que volviera al jeep. Un grupo de desplazados se acercó entre las ruinas a mirar desorbitados a esa mujer blanca caminar como si nada entre las tribus sin casas. Envueltos en polvo y cenizas, pensaban que el mundo se había acabado. Asustada quedó mi madre al ver esas sombras indistinguibles de la noche sin faroles, iluminada apenas por los focos de los helicópteros que patrullaban como podían las ruinas sin fin.
El protocolo y la formalidad son siempre para los haitianos
un asunto de vida o muerte
En la siguiente réplica, la escuela República de Chile cayó con el resto de la plaza. Esa misma tarde nos anunciaron que habían encontrado el cadáver de la esposa del general Toro, el encargado de las tropas chilenas en Haití. Yacía bajo el techo del hotel Montana, el más lujoso del país. A su gimnasio fue a hacer ejercicio durante la mañana del terremoto. Reconocieron su cuerpo, convertido en un gran hematoma, por un brazalete de oro en su muñeca.
7. Las últimas imágenes que tengo de Haití son justamente las de ese cielo perfectamente calmado, esas nubes gruesas, ese horizonte perfecto de tarjeta postal sobre las camas de una clínica improvisada en el patio del que había sido antes el hospital. Un grupo entusiasta de estudiantes de medicina cubanos y chilenos cercenaban felices brazos y piernas de los heridos desnudos que no tenían fuerzas ni para quejarse.
A veces, sin embargo, Haití vuelve a mí en sueños. Veo la mañana en los cerros llenos de pájaros. Veo la entrada metálica del mercado donde se internaba Olide, la cocinera de la casa, a buscar frutas, verduras y carnes para la semana. Veo el gótico hotel Oloffson de noche, con su dueño, Richard A. Morse, aprontándose a tocar con su grupo, RAM, de música vudú. Veo la luz sobre los niños de la plaza de Pétion Ville. Veo el blanco de la catedral con los feligreses en traje de domingo bajando las escaleras. Veo las sillas de playa de caoba del hotel Montana alrededor de la piscina donde distintos cooperantes y misioneros disfrutan como millonarios el final de la tarde. Escucho el sonido festivo de los bocinazos con que los chóferes haitianos se saludan. Veo la falta de apuro, de angustia, una cierta ligereza que no se puede explicar a nadie que no haya pasado por ahí.
En Haití la lluvia, el sol, las elecciones, incluso la solidaridad internacional pueden ser un desastre. En Haití no parece haber esperanza, y es lo único que hay a raudales. La sensación que cualquier voluntario de alguna agencia internacional siente es que todo eso sin solución podría solucionarse tan simplemente si la sonrisa de la gente, si esa fuerza para no morir, si esa dignidad de esclavos libertos que consiguieron líderes honestos y organizados, si toda esa energía se pusiera a trabajar en la dirección correcta.
Haití podría salvarse de la miseria de tantas maneras distintas… Llega el huracán, el terremoto, el golpe de Estado que se abraza al carnaval. De catástrofe en catástrofe, quizás uno sospeche al final que no es lo que quiere. Por cierto, quisiera poder desalojar los campamentos que tras el terremoto de 2010 alojan a 3.000 haitianos sin agua corriente, luz y con más alimentos de los que pueden conseguir con la mendicidad y la prostitución de sus hijas. Quisiera recuperar las selvas quemadas del norte y que los carnavales del sur no terminaran en masacre. Pero ¿quisiera dejar Haití la miseria por la pobreza? En el camino a Pétion Ville, hombres de todas las edades venden serpientes, flores, demonios y dioses hechos de restos de latones. Sean Penn, el actor de Hollywood que se trasladó a vivir algunos meses al campamento en el antiguo club de golf de Pétion Ville, llama a Haití un país de artista en estado puro donde el 90% de los habitantes tiene algún tipo de instinto creativo. Es quizás lo que no comprenden la mayoría de las organizaciones humanitarias, la mayoría de los predicadores, la mayoría de las agencias de cooperación, la mayor parte de los cascos azules que tratan de salvar a esa mitad de isla de sí misma. Enfrentados al desprecio y el olvido, condenados por querer ser libres, asaltados por la contradicción de su origen, hay en casi todos los haitianos que conozco un artista.
Un artista del hambre, como diría Kafka en el cuento donde escenifica a un campeón mundial de ayuno que al final revela cuál ha sido su secreto: no come para ganar ninguna apuesta, ni para demostrar nada a nadie. No come porque no ha encontrado un alimento que lo satisfaga.
elpaissemanal@elpais.es
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