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Jonathan Franzen, una cruzada contra Silicon Valley

El escritor vuelve a las librerías con ‘Pureza’, en el que alerta de las ilusiones que las grandes corporaciones de Internet venden en todo el mundo Visitamos a Franzen para hablar sobre invasiones masivas de nuestra intimidad, la vigencia de la ficción y por qué él nunca participará de la revolución de las redes sociales

Iker Seisdedos
El escritor estadounidense Jonathan Franzen.
El escritor estadounidense Jonathan Franzen.Carlos Chavarría

Jonathan Franzen, novelista al que acostumbran a colgar el mochuelo de gran escritor americano de nuestro tiempo y otros halagos envenenados, solía repartir sus días entre el espacioso apartamento de la parte alta de Manhattan y Santa Cruz, ciudad asomada al Pacífico entre las bahías de San Francisco y Monterrey donde el surf es una religión y la gente cultiva con mimo sus excentricidades. A este afortunado rincón llegó de la mano de su novia desde hace más de una década, Kathryn Chetkovich, escritora como él; la “chica californiana” que es una presencia discreta en Zona fría, fragmentarias memorias del autor de Libertad. La madre de ella está “muy mayor”, así que hace tres años la pareja se instaló con aire casi definitivo en una casa unifamiliar de una calle residencial en curva. Un lugar histéricamente tranquilo con vistas a un bosque en el que los eucaliptos ganaron la partida. Aquí, los vecinos dejan la puerta abierta y el escritor, hombre de manías, vive razonablemente apartado del mundo.

De esa “decisión, ni temporal, ni permanente”, tal y como la describió Franzen el pasado mes de agosto en una larga entrevista celebrada en el pulcro salón de la casa, nace su nueva y esperada obra: Pureza, que él llama su “novela de la Costa Oeste”.

Sus lectores, legión tras la publicación de su tercer libro, Las correcciones (2001), están acostumbrados a historias que transcurren en el Medio Oeste; escenario que en la literatura estadounidense ha servido –de Willa Cather a Sherwood Anderson, de Jeffrey Eugenides a Saul Bellow– como metáfora equidistante para atrapar el alma de un escurridizo país. Un terreno vasto, pero familiar. Franzen nació hace 56 años en Chicago y pasó su infancia y primera juventud en un suburbio de San Luis, capital de Misuri que protagonizó su primera y posmoderna novela, Ciudad veintisiete (1988). Con ella cosechó tan buenas críticas como irrelevantes cifras de ventas.

Las casi 700 páginas de Pureza, que edita Salamandra a mediados de octubre con la traducción de Enrique de Hériz, están por el contrario pobladas por okupas de Oakland, ­hippies esquivos que evitan hacer y responder preguntas, visionarios de Silicon Valley y otras especies que tal vez solo puedan darse en hábitats californianos. Franzen la define como una historia “contra las ilusiones de libertad que nos venden desde las grandes corporaciones de Internet”, pero en su redacción el escritor parece haberse fijado otros objetivos de índole más política que literaria, una agenda marcada por asuntos de la actualidad como la conservación del medio ambiente, el fin de la intimidad en el imperio de los teléfonos inteligentes o la lucha entre el periodismo tradicional y las nuevas reglas de juego de filtradores como Julian Assange o Edward Snowden.

Dicho de otro modo, si en Libertad y Las correcciones el escritor trató de intervenir en las agendas íntimas de lo contemporáneo, en el modo de vida de las sociedades occidentales, Pureza aspira a incidir en el debate público. La salida del libro en Reino Unido y Estados Unidos, empujada por una gigantesca atención mediática más propia de un estreno de Hollywood que de un acontecimiento libresco, probó la capacidad de su autor, fuera del alcance de la mayor parte de sus compañeros de profesión, de monopolizar las discusiones, aunque los vericuetos de estas se hayan mostrado, como se verá después, un tanto incontrolables para Franzen.

Purity, personaje con el que arranca la historia, es una recién licenciada ahogada por una deuda de 130.000 dólares contraída para pagarse la Universidad, práctica tan extendida entre los estudiantes en EE UU que la cosa ha alcanzado la categoría de debate nacional en una sociedad en la que la desigualdad avanza imparable. Todos la llaman Pip, como al protagonista de Grandes esperanzas, de Charles Dickens, con el que la chica, a la que le ha sido hurtada la identidad del padre, comparte poco más que un borroso pasado y un espinoso porvenir. Franzen resta a la decisión la carga del homenaje al novelista inglés (“vuelvo más sobre Austen o Dos­toievski que sobre Dickens”) y, por delegación, a la narrativa de corte clásico de la que se ha erigido defensor, sobre todo tras la publicación hace cinco años de Libertad, un novelón que aplicaba técnicas decimonónicas a ansiedades de nuestro siglo.

Toda esa monserga de la democracia digital es ofensiva y estúpida”

En su nueva obra ha jugado la baza de la construcción de personajes que tan bien le resultó en sus dos anteriores novelas, hogar (en Libertad) de Patty Berglund, siempre empeñada en hacerse de menos, y el lacónico rockero Richard Katz, o de la memorable y paranoica familia Lambert de Las correcciones. En una trama arabesca y deslocalizada para sus estándares (el lector viaja a Denver, Bolivia y el Berlín Oriental previo a la caída del muro), el escritor nos presenta, entre otros, a Andreas Wolf, disidente por casualidad en los últimos días de la RDA, un hombre obsesionado con las mujeres (o, mejor, con cierta idea de las mujeres) al que el mundo acabará convirtiendo en un filtrador de secretos que dirige a un ejército de voluntarios en The Sunlight Project; una versión “luminosa” de Wikileaks, cuyo fundador, Julian Assange, es despachado en el libro como “un megalomaniaco autista con perturbaciones sexuales”.

A Wolf se oponen en el debate entre las revelaciones masivas de datos sin filtrar y el periodismo tradicional, el cultivo paciente de las fuentes y la presencia sobre el terreno, la pareja formada por Tom Aberant, editor de una web de investigación a la vieja usanza que sostiene una donación filantrópica, y Leila Hedou, su mejor reportera. En boca de ella pone Franzen reflexiones sobre el oficio como esta: “La investigación periodística era un sucedáneo de la vida; dominar una materia solo para olvidarla; trabar amistad con otras personas solo para abandonarlas luego. Y sin embargo, como tantos sucedáneos placenteros, era altamente adictiva”.

La nómina la completan personajes como Annagret, que ejerce el proselitismo para Wolf, o el resentido profesor Charles Blenheim, literato que fue para la crítica el heredero de John Barth hasta que dejó de serlo. En cierto momento pronuncia una de las frases más aplaudidas por los primeros reseñistas de Pureza: “Hay muchos Jonathans. Una plaga de Jonathans literarios. Si solo leyeras el suplemento de libros de The New York Times, creerías que es el nombre masculino más común en Estados Unidos. Sinónimo de talento, grandeza. Ambición, vitalidad”. En giros como ese, que mezcla la autorreferencia irónica con la alusión a otros Jonathans de éxito, Safran Foer o Lethem, se apoya Franzen para considerar Pureza como una “comedia oscura”, que, dice, “no pretende ser graciosa todo el tiempo, pero aspira a ser hilarante por momentos”.

El padre del invento comparte más de una opinión con algunos de sus hijos. Cree, como Leila, que “Internet está matando el periodismo”. “Quienes dicen que no es necesario el oficio ejercido a la vieja usanza, esa cosa propia de dinosaurios, no son capaces de explicar cómo lograrán extraer sentido de una tonelada de cables diplomáticos sin la ayuda de profesionales”, explicará el escritor en la entrevista. “Y entonces te dicen: ‘Un grupo de voluntarios hará el trabajo’. ¡Voluntarios! ¡Nunca gente pagada! ¿Tienen esos voluntarios alguna experiencia en el tema que tratan los cables? ¿Llevan 20 años escribiendo sobre esos asuntos? ¡No! La prueba de ello es que las filtraciones de Wikileaks son irrelevantes desde que no las trabajan los grandes medios. Toda esa monserga de la democracia digital es ofensiva y estúpida y está logrando que sea cada vez más complicado que paguen a los reporteros por trabajar. La obscena riqueza de las grandes plataformas de Internet se sustenta en que los usuarios generen contenido gratis. ¿Por qué iban Google o Facebook a empezar a pagar? Les gusta que la gente regale su trabajo. ¿Creo que hay lugar para el periodismo de toda la vida? Desde luego. ¿Deberían pagar a la gente por ello? Sin duda. Si no tenemos un modelo que permita que los periodistas trabajen por un sueldo decente, la democracia se verá dañada. Y no estoy convencido de que los hackers sean tan indispensables”. 

Jonathan Franzen en su casa de Santa Cruz (California).
Jonathan Franzen en su casa de Santa Cruz (California).Carlos Chavarría

¿Tampoco si, como en el caso Snowden, ayudan a desenmascarar una masiva recogida de datos del espionaje estadounidense que viola el derecho a la intimidad? “En mi opinión, los secretos son buenos. Basta con ser consciente de que cuando escribes un correo electrónico alguien puede acabar leyéndolo. Creo que la preocupación sobre la vigilancia de los Gobiernos está tremendamente exagerada. Si tuviese algo que ocultar me lo tomaría, supongo, más en serio”.

Franzen también podría suscribir la larga reflexión que hacia el final de Pureza formula Wolf, el filtrador que vivió dos revoluciones, la comunista y la de Internet. Arranca con este paralelismo: “[En la RDA] podías cooperar con el sistema u oponerte a él, pero lo único que no podías hacer en ningún caso, tanto si disfrutabas de una vida agradable y protegida como si estabas en la cárcel, era no relacionarte con él. La respuesta a cualquier pregunta, importante o banal, era el socialismo. Si sustituías la palabra ‘socialismo’ por ‘redes’, tenías Internet”. Escuchada la lectura del párrafo, el escritor añadió en la entrevista de un modo típicamente suyo de hablar de sus personajes como si fueran personas reales: “Andreas se refiere a un sistema, el de las redes sociales, del que no es posible sustraerse. Si te sales, te conviertes automáticamente en un disidente. Además, los teléfonos inteligentes introducen el sistema en tu vida más íntima las 24 horas del día. La cosa empeora si eres un personaje público. Automáticamente desarrollas una personalidad online en cuya construcción estás obligado a participar. Si no lo haces, otros lo harán por ti, y te garantizo que el resultado no será precisamente halagador. Es un chantaje. O participas o serás castigado. En eso, el mundo actual se parece bastante a la vida en la RDA”.

Incluso sin tiempo para leer las críticas que contiene el libro al statu quo digital, la llegada de la novela a las librerías anglosajonas desató un chaparrón de opiniones encontradas en Twitter, red social en la que tienen cogida la medida al olímpico desprecio de Franzen por las nuevas formas de comunicación virtual. En una entrevista con este diario en 2012, con motivo de la publicación en español de su recopilación de ensayos Más afuera, el escritor sentenció que Twitter le parecía “sobrevalorado”, antes de cargar contra la brevedad del discurso tuitero como uno de los grandes males de la civilización occidental. Meses después, publicó en el rotativo londinense The Guardian un ensayo de 5.600 palabras con el provocador e inmodesto título de Lo que marcha mal en el mundo moderno en el que hacía sonar las trompetas del Apocalipsis sobre un “momento histórico saturado de medios y entregado a la tecnología”.

Aquellos temores suyos se hallan, obviamente, en el germen de Pureza.

También resultó determinante la escritura de The Kraus Project, un extraño artefacto literario compuesto por dos textos de Karl Kraus. El cáustico escritor y periodista vienés pasó a la gran historia de la literatura centroeuropea del sigo XX como editor durante 37 años de Die Fackel (La Antorcha), revista que llenó casi en solitario de fieras críticas a la degradación de la sociedad y la prensa austriacas (en español existe una formidable muestra de su ácido magisterio en un volumen seleccionado por Adan Kovacsics y publicado en Acantilado).

Sé que soy un objetivo fácil, un enemigo que es muy divertido odiar”

Los textos de The Kraus Project, que figuran en su versión original en alemán y en la traducción al inglés del propio Franzen, se completan con unas prolijas notas al pie en las que se mezclan comentarios histórico-literarios con recuerdos del “infeliz año pasado en Berlín en los ochenta”, cuando el autor de Libertad descubrió la obra de Kraus. A las diatribas antitecnológicas (que llegan a equiparar la renuncia a comprar un ordenador Apple con una decisión ética) siguen las confesiones autobiográficas –“No nací enfadado. (…) No conocí la ira hasta los 22 años”–. “Cuando escribía ese libro”, explica Franzen, “la propaganda mesiánica de Silicon Valley se hallaba en su máximo apogeo. Me di cuenta de que hace un siglo Kraus ya criticaba la espinosa relación entre comunicación de masas y tecnología y que sus advertencias siguen vigentes”. 

Resulta inevitable establecer paralelismos entre Kraus, El Gran Aborrecedor, y la tendencia de nuestro hombre a verse envuelto, voluntariamente o no, en desagradables polémicas. Cuando el escritor recibió a El País Semanal otra sofocante tarde de la larga sequía con la que los habitantes de California han aprendido a vivir, la novela aún no había visto la luz, aunque su autor estaba preparado. “Sé que soy un objetivo fácil, un enemigo al que es muy divertido odiar. Pero no puedo culpar a nadie por criticar sin tomarse la molestia de leerme. Supongo que hacerlo les arruinaría la diversión”, explicó Franzen, con esa pinta extrañamente juvenil de abnegado moralista. “No pienso entrar en Twitter, la gente constantemente me invita a hacerlo, dicen que debería meterme, defenderme. Pero odio el medio. La calidad del discurso tuiteado. Las redes sociales son como las especies invasoras, simplemente toman el control. Las puedes fumigar, pero no servirá de nada. Es como esa tierra que hay ahí fuera. Era un precioso humedal y ahora está tomada por el hinojo y la mostaza. Si no quitas con cuidado las especies invasoras, esparcirás las semillas y agravarás el problema”.

El espectro de comentarios que ha merecido la obra en EE UU y Reino Unido se ha movido entre las críticas abiertamente positivas y las que como poco celebran su sobrada destreza como novelista, pasando por el vituperio abiertamente hostil, por decirlo de un modo educado. “Pureza es una mierda irrelevante”, tituló Gawker, web-tabloide cuyo lema es: “Los cotilleos de hoy son las noticias de mañana”.

Más allá de las invectivas que invitan a pensar que el odio a Franzen debe de ser también un negocio rentable, hubo otra polémica recurrente que no quiso perderse el acontecimiento literario. Cuando, a raíz de la publicación de Libertad, el escritor se convirtió en el primero en ocupar en una década la portada del semanario Time (bajo el título de ‘Gran novelista americano’), se sucedieron las críticas entusiastas, también la de Michiko Kakutani, de The New York Times, y se inició un movimiento de escritoras encabezado por Jodi Picoult (en cuya cuenta de Twitter se presenta como “autora, madre y wonderwoman”) que se quejaban de la excesiva atención que el diario neoyorquino brindaba a los escritores blancos y, en especial, a Franzen. Las lecturas feministas de Pureza han afeado el retrato que se ofrece de las ansiedades de la mujer madura (Elaine Blair, Harper’s), así como los “tediosos estereotipos de los personajes femeninos: madres locas, mujeres de mediana edad atormentadas por el dilema de tener hijos o renunciar a la maternidad, esposas y novias que prefieren discutir incansablemente acerca de sus sentimientos antes que mantener relaciones sexuales” (Curtis Sittenfeld, The Guardian).

Durante la entrevista, Franzen recalcó en cuatro ocasiones que no lee nada de lo que escriben, bueno o malo, sobre él, advertencia que repitió cuando, transcurridas varias semanas de nuestro encuentro, le escribí por correo electrónico en busca de una respuesta a quienes lo pintan como a un misógino sin remedio. “Dado que no las he leído, no sé en qué se basan esas acusaciones. ¿En el hecho de que un personaje masculino que no soy yo se comporta de un modo misógino? ¿En que mis personajes femeninos son seres humanos que no siempre se conducen de un modo admirable? Sospecho que esas acusaciones provienen de alguien que no entiende lo que implica leer ficción”.

El salón de Jonathan Franzen en Santa Cruz (California).
El salón de Jonathan Franzen en Santa Cruz (California).Carlos Chavarría

También pedí a Franzen su reacción a un texto del traductor al español de Las correcciones, Ramón Buenaventura, que recogió sus recuerdos de aquel encargo en una serie aparecida en la Red entre finales de 2003 y principios de 2004. El Mundo entresacó en un artículo publicado en los días previos a la aparición en inglés de Pureza las partes en las que el también novelista y poeta detallaba las intervenciones de Franzen. “Hubo que perder el tiempo en necedades como convencer al autor de que en español no es error sintáctico colocar un adjetivo delante del nombre”, escribió Buenaventura. “Una amiga de habla hispana leyó el primer capítulo de la versión española de Las correcciones y señaló siete posibles errores”, recuerda Franzen. “La respuesta de mi entonces editor [Seix Barral] y de Buenaventura fue iracunda. El primero llegó a decir que yo, nativo inglés, no comprendía la variante americana del idioma. Esas siete preguntas fueron toda mi implicación en la traducción”. Requerido por este diario, Buenaventura manifestó su “nulo interés” en abundar en el asunto.

El tercer punto del correo electrónico de Franzen no fue la respuesta a ninguna pregunta, sino una puntualización a uno de los temas tratados en la entrevista. De nuevo, una agria controversia. El escritor publicó en abril un ensayo en The New Yorker en el que lamentaba que todos los esfuerzos de la lucha medioambiental se centrasen únicamente en el cambio climático y olvidasen el conservacionismo. “Tan solo propuse que una pequeña parte de ese valioso trabajo, ¿qué tal un 10%?, se enfocase en acciones como la preservación de la flora y la fauna o el paisaje. Algo que dé verdaderos resultados y no una guerra perdida como la del calentamiento del planeta. Nada de lo que hagamos podrá impedir ya que la temperatura global supere la barrera de lo realmente preocupante mucho antes de que acabe el siglo. Me contaron que la reacción en las redes fue extremadamente violenta, pero lo siento, no me interesan las acciones cuyos resultados tardan 100 años en notarse”.

A la pregunta de si ese punto de vista cortoplacista nacía de su condición de hombre sin descendencia, el escritor respondió con una vaga disertación que luego aterrizaría por correo electrónico: “Desde la perspectiva del cambio climático, lo peor que un individuo puede hacer por el planeta es reproducirse”.

Franzen es muy probablemente el aficionado a avistar pájaros más famoso del mundo, como volvió a demostrar al recitar desde el porche trasero de su casa todas las especies que frecuentan el lugar, una hondonada entre dos colinas que desemboca en el Pacífico. La preocupación por el medio ambiente es uno de los temas centrales de su obra. En su cocina, como en el cubículo en el que la protagonista de Pureza trabaja para una empresa de energía renovable, una inscripción reza bajo la escultura de hierro forjado de una cámara callejera de vigilancia: “Al menos la guerra contra el medio ambiente va bien”.

No pienso entrar en Twitter. Odio la calidad del discurso tuiteado”

La combativa ironía de la inscripción se ajusta al espíritu que se respira en las calles de Santa Cruz, que fue clave durante el movimiento hippy, una revolución que, si se atiende a la cantidad de colgados de todas las edades que pueblan sus aceras, es más un estado mental que una opción generacional. Cincuenta años después, sus habitantes se reafirman elección tras elección en su romance con el Partido Demócrata. Como demostración del compromiso con esa comunidad, Franzen escogió para la primera presentación pública de la novela más esperada de la rentrée anglosajona Bookshop Santa Cruz, una de esas formidables librerías independientes que, repartidas por ciudades de tamaño medio de todo el país, desmienten muchos de los tópicos que circulan sobre la pobreza intelectual del estadounidense medio. Uno de sus encargados, Patrick O’Connell, cuenta que el escritor es un habitual del establecimiento. “Es buen lector y un hombre cercano. Tiene amigos entre los empleados”.

La librería podría ser el punto de partida de uno de esos tours literarios que hacen realidad en las tres dimensiones los escenarios de una novela. La carretera que hay que tomar para llegar a Santa Cruz desde el aeropuerto de San Francisco deja a ambos lados topónimos familiares como Palo Alto, Cupertino o Mountain View, escenarios de la revolución digital contra la que se alerta en Pureza. La confluencia de ambos mundos no es, para Franzen, inocente: “Parte del problema con Silicon Valley es que incorporan algo de ese ethos hippy californiano. Y eso es precisamente lo que los diferencia de otras corporaciones consagradas a acumular dinero, que los vemos como tíos enrollados que solo quieren cambiar el mundo, como en los sesenta, cuando en realidad exhiben ideas libertarianistas de lo más reaccionario”.

La misma carretera que atraviesa el tecnológico valle comunica Santa Cruz con las montañas. Allí, en una cabaña en la pequeña localidad de Felton, cruce de caminos entre bosques de secuoyas como edificios de 20 plantas, rascadores pardos y otras aves paseiformes, vive y trabaja (de cajera de un supermercado orgánico) la misteriosa madre de la protagonista. Una visita al pueblo, con su iglesia ortodoxa, sus tiendas de té ecológico y sus salones de acupuntura sirvió para comprobar que, al menos en eso, la novela está basada en hechos reales.

Al principio de la relación, Franzen venía al pueblo de al lado, Boulder Creek, a ver a su novia, Kathy, más o menos en la época en la que ella publicó en la revista Granta un ensayo titulado Envidia sobre una escritora sin éxito que convive con un autor laureado. Más tarde llegaría la decisión de él de alquilar una oficina para escribir en el campus universitario de Santa Cruz, donde, cuenta la leyenda, Libertad se gestó en una habitación con las ventanas cegadas y sin acceso a Internet para esquivar distracciones. Y la leyenda, como buena leyenda, no es toda la verdad. “No es que estuviese durante nueve años encerrado en un cuarto oscuro escribiendo. Hubo cierta lucha, pero no tanta como para ser descrita como un bloqueo. Me molesta esa imagen de escritor bloqueado, porque implica que nuestro estado natural se asemeja a un grifo siempre abierto que mana a borbotones, salvo cuando se atasca”.

Detalle del salón de Jonathan Franzen en Santa Cruz, California.
Detalle del salón de Jonathan Franzen en Santa Cruz, California.Carlos Chavarría

Terminó Libertad en el año que siguió al suicidio de su amigo David Foster Wallace (1962-2008), autor de La broma infinita (1996), gran novela sobre la perplejidad contemporánea. Con su trágica desaparición se esfumó también la sana competencia que existía entre ambos. “Tras su muerte, solo quedó la rabia. Trabajar obsesivamente en Libertad me pareció la manera de mantenerlo vivo”.

En la semana previa a la entrevista se estrenó en EE UU, bendecida por la crítica, la película The End of the Tour (aún sin fecha de llegada a España). El filme se basa en Although of Course You End up Becoming Yourself, reportaje en forma de libro que narra los cinco días en los que el periodista David Lipsky acompañó a Foster Wallace en la parte final de un viaje para promocionar La broma infinita. El encargo de la revista Rolling Stone, que nunca publicó el texto, se tradujo en las 15 horas de entrevista que sirven de base al guion de la película. Karen Green, viuda de Foster Wallace, trató de impedir sin éxito la adaptación cinematográfica. “No leí el libro”, dice Franzen. “Y no, no pienso ver la película; no necesito ver a un actor disfrazado de David para saber cómo era mi amigo”.

En los cuatro años que han bastado a Franzen para completar Pureza, el autor ha publicado, además del libro sobre Kraus, un volumen de ensayos titulado Más afuera, como el reportaje en el que cuenta el viaje para esparcir las cenizas de Foster Wallace a la isla chilena Alejandro Selkirk, donde Daniel Defoe situó Robinson Crusoe. También han sido los años de la infructuosa incursión televisiva de un admirador de la nueva narrativa de las series (su favorita es Breaking Bad y cree que The Wire naufraga en un exceso de ambición). La cadena de cable HBO compró los derechos para adaptar Las correcciones, pero no pasaron del episodio piloto. La experiencia le dejó “muy mal sabor de boca”, explica.

Luego, cuando el sol empiece a aflojar y la conversación toque a su fin, Franzen llevará la charla a su terreno: la vigencia de la ficción literaria: “Las novelas son fuentes de experiencias. Cuando la gente dice que no le sirve la ficción, interpreto que prefieren mantener las emociones a distancia. Las audiencias para las que significo algo envejecerán conmigo y entonces habrá que ver si la gente seguirá necesitando novelas. Algún día, por fallos en la educación o porque la destrucción total de la tecnología haya culminado su trabajo, probablemente deje de interesar la ficción”, añade antes de despedirse y cerrar la puerta que separa su casa de la realidad de ahí fuera. Ese lugar lleno de teléfonos conectados, redes inalámbricas y cambiantes estatus de Facebook que hace algún tiempo conocemos como el mundo real.

Pureza (Salamandra) llega a las librerías el 15 de octubre.

elpaissemanal@elpais.es

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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