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Navegar al desvío
Columna
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Sopa de aleta de tiburón

En la síntesis de la codicia no importa la mercancía. El ‘tiburón’ humano puede comerciar con aletas o con metralletas

Manuel Rivas

¿De qué vive esa gente? –preguntó Rui Araujo.

Y le respondieron:

–¡Vive del hambre!

Cuando tuvo lugar esta conversación, Araujo, un periodista portugués, estaba en un pesquero dedicado a la caza de tiburón. No hablo de pesca deportiva para pirados, al estilo de la que narró Hunter S. Thompson en La gran caza del tiburón, que junto con Miedo y asco en Las Vegas fueron dos históricos cross a la mandíbula del periodismo conformista. La caza de la que hablamos ahora es, en realidad, una masacre industrial. Una caza masiva, sin límite, en la que la pieza codiciada es la aleta del escualo. En muchos casos se les amputan los miembros y se arroja a los moribundos al mar. Se calcula que unos cien millones son sacrificados al año en los océanos, y varias de sus especies están al borde de la extinción. Todo por la sopa de aleta de tiburón.

Somos lo que recordamos. Somos lo que olvidamos. Y somos lo que comemos

Lo que hoy está ocurriendo en el mar se asemeja a las grandes matanzas de bisontes en el norte de América en el siglo XIX. La caza se intensificó, como producción industrial de muerte, aprovechando el transporte por ferrocarril, y cuando se puso de moda como exquisitez, en las grandes urbes del este, la lengua de bisonte. El famoso capullo Búfalo Bill se jactaba de haber liquidado a 3.000 bisontes en un solo día. En las praderas se amontonaban los huesos hasta formar montañas. Según un censo de 1889, quedaban 541 animales en Estados Unidos y Canadá. En el parque nacional de Yellowstone resistían 20 bisontes. Cuando están en un tris de desaparecer, se crea, en 1905, la Sociedad Americana del Bisonte. Y respecto del actual proceso de aniquilación de los escualos, ha sido Barack Obama uno de los pocos mandatarios que han impulsado iniciativas, la Ley de Conservación de Tiburones, con la prohibición, entre otras medidas, del comercio y venta de las aletas.

Sopa de aleta de tiburón. Estofado de lengua de bisonte. Esas delicatessen son también parte de la historia criminal sobre el planeta. Al igual que ocurre con el lobo y el miedo, en la simbología humana el tiburón es la representación más inquietante del depredador. Pero el lenguaje, con su resorte irónico, hace que los depredadores más temibles sean esos humanos que hemos dado en llamar tiburones. Son tiburones humanos los que se lucran con el negocio de las aletas de tiburón. En la síntesis de velocidad y codicia no importa la mercancía. El tiburón humano puede comerciar con aletas o con metralletas.

Somos lo que recordamos. Somos lo que olvidamos. Y somos lo que comemos. Y ahora que se multiplican los programas de gastronomía en las televisiones, también podríamos añadir: somos lo que vemos cocinar. La cocina, en todos los sentidos, es buena para pensar. Por ejemplo, y a propósito de esos programas, tan sugestivos y populares, llama la atención que apenas participen mujeres, como concursantes o jueces, sabiendo como sabemos que son las mujeres las que cocinan en el 90% de los hogares. El “somos lo que comemos” es una idea del filósofo Ludwig Feuerbach: “Si se quiere mejorar la vida del pueblo, en vez de discursos contra los pecados, denle mejores alimentos. El hombre es lo que come”. Y lo que no come, Ludwig.

Lo que hoy está ocurriendo en el mar se asemeja a las grandes matanzas de bisontes en el norte de América en el siglo XIX

Todas las grandes depredaciones han sido ajenas a la necesidad de satisfacer el hambre. Al contrario, la matanza de bisontes fue al principio un arma de guerra para quitarles a las tribus indígenas un medio de vida. Los indios no mataban el bisonte para comerle la lengua. La sopa de aleta de tiburón se degusta en restaurantes de Taiwán o Japón, y por gente que seguramente nunca acertaría a entender el significado de la frase haitiana: “Comerse las propias encías”.

Ese era el sentido del diálogo que reproduce Rui Araujo. Él está en un barco para narrar lo que ocurre en una de las rutas de la caza industrial del tiburón. Tienen que hacer una escala imprevista a la altura de un pequeño poblado en la costa extrema de Cabo Verde. Esas familias practican la pesca artesanal, pero hay largas temporadas que no pueden salir al mar.

–¿Y de qué vive esa gente?

–¡Vive del hambre!

Sería muy interesante que en MasterChef o cualquiera de esos programas de gastronomía, tan sabrosos y trepidantes, participase alguna vez una de esas personas que cocinan el hambre, con recetas del hambre, como aquella nana a la cebolla.

elpaissemanal@elpais.es

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