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el pulso
Columna
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El universo es chino

Hace unos meses me mudé al barrio de Comillas, en Carabanchel, y en él he encontrado un universo paralelo

Una dependienta asiática.
Una dependienta asiática. L. Grove (Getty)

Detrás del mostrador del chino de la esquina de mi casa, tres niños juegan apiñados alrededor de una tablet, parloteando en cerradísimo madrileño. Tienen diez, siete y cinco años. La pequeña se llama Shin Ji, una hermosura que parece salida de una película de Zhang Yimou y prefiere que la llames por su nombre occidental, Natalia. Después del cole, ellos se convierten en los intérpretes de sus padres, los que me entienden cuando estoy buscando un aguacate o un pote de dulce de leche. Y a los que miro con alivio, incluso con amor cuando la comunicación funciona, a cierta hora de la tarde, y te falta un ingrediente para la ensalada.

Me da por pensar que en esta esquina de Madrid está el Aleph chino

Hace unos meses me mudé al barrio de Comillas, en Carabanchel, y en él he encontrado un universo paralelo en el que los chinos ya no solo ostentan el monopolio de las tiendas de “alimentación” –hay dos por calle en varias manzanas a la redonda–, los Todo a Cien –que adquieren en este contexto dimensiones de centro comercial–, las peluquerías con final feliz o la manicura decorativa, sino que han acaparado casi todo el sector servicios.

La dependienta del (otro) chino escucha un mantra budista que me suele sacar de quicio cuando tengo resaca y me toma un buen rato encontrar el Aquarius libre de azúcar. También ve siempre la misma telenovela china, pero su especialidad son los productos latinos. Los encargados del (tercer) chino de mi calle también venden productos latinos. Bueno, en realidad todos los chinos del barrio saben más de insumos para la gastronomía peruana que cualquier español. Saben lo que es el “locoto” (rocoto, un pimiento muy picante que comemos en Perú), el “ají amalillo” o la pulpa de “malacuyá” o el “choclo” (maíz peruano). También me ofrecen, apenas me ven, el queso latino para hacer la papa a la huancaína, que viene embolsado con etiquetas de las banderas de los países de allá abajo. Yo pido la banderita peruana.

Una vez unos gamberros robaron en el Dia (chino). Los dueños, unos señores chinos enfundados en sus uniformes rojos de la cadena de supermercados low cost, los encerraron, pero los ladronzuelos lograron escapar mientras los chinos les perseguían con lo que parecían sables de Kill Bill pero que luego pude comprobar eran palos. Hubo patadas voladoras, como en las películas chinas.

Hace poco la dueña (china) de la “panadería gallega” de mi barrio dejó de vender “talta de Santiago” pero aún vende empanadas de bacalao. Los sastres (chinos), que tienen su taller unos metros más allá, me hicieron unas cortinas y no un vestido de comunión, de milagro, porque solo hablan chino. El sastre está convencido –como muchos de mis vecinos– de que mi hija es china y adoptada. Por ella rompen la coraza de oriental inexcrutable y le hacen carantoñas. He explicado tantas veces que no es ni lo uno ni lo otro, que últimamente cada vez que me preguntan: “¿Niña china, eh?”, les digo que sí, mientras mi hija –que me arrastra cada semana por un arroz tres delicias al restaurante Felicidades– pone los ojos en blanco. La expansión del imperio chino es imparable y alcanza a tu propia familia.

La expansión del imperio chino es imparable y alcanza a tu propia familia

El ferretero (chino) de la calle de Baleares suele enfadarse cuando preguntamos por una pieza de fontanería de la que ninguno conoce el nombre en castellano. Puede ponerse realmente impaciente, sobre todo cuando vuelves por la misma pieza dos veces porque la perdiste y te acusa de estar tirando el dinero. “Tú tienes mucha plata, ¿no?”, te recrimina iracundo cuando logras que te venda algo. Filosofía china anticrisis.

Me da por pensar que en esta esquina de Madrid está el Aleph chino. Hay 185.000 chinos viviendo en España y todos parecen vivir en mi barrio. A veces con el viento caen de los tendederos a mi patio las ropas de los que viven en el piso de arriba, como recordándonos que aún pueden llover cosas del cielo o al menos ser muy, muy baratas.

elpaissemanal@elpais.es

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