María Inés Rodríguez: “El arte necesita mediadores”
Vivió su juventud en Colombia. A finales de los ochenta, Europa le brindó la “impresionante” oportunidad de caminar sin miedo por la calle y de entregarse por completo a su trabajo Experta en videoarte, tras pasar por París, León y México DF, es la actual directora del Museo de Arte Contemporáneo de Burdeos (CAPC) Siente la cultura francesa como propia y ve con buenos ojos que exporten conocimiento a través de franquicias como la del Pompidou de Málaga
Si antes eran los artistas, ahora son los comisarios y directores de museo los que dan la vuelta al mundo con la ligereza de los deportistas de élite. María Inés Rodríguez (1968) vivió su infancia y juventud en Colombia y, tras acabar su formación como artista en la Universidad de Bogotá, emigró a Europa. Trabajó como comisaria en tres instituciones diferentes, en París, León y México DF. En octubre de 2014 fue nombrada directora del Museo de Arte Contemporáneo de Burdeos (CAPC). Hoy vive la cultura francesa como algo propio. Explica que entre las muchas oportunidades que le dio Europa, la más grata e impresionante fue la de “poder caminar por la calle sola, sin miedo, o concentrarte en tu trabajo sin pensar que en cualquier momento una bomba te puede matar”.
Usted empezó en el mundo del arte como artista y hoy dirige un museo. ¿Su trayectoria es consecuencia de la frustración como creadora o existe una lógica interna? Diría que mi recorrido es bastante convencional. Para mi mamá, que era maestra, la pintura, el dibujo y la danza eran muy importantes. Fuimos una familia muy viajera e independiente. Ella y mi papá, que era marinero, nos llevaron a mis dos hermanos y a mí por toda Colombia. Hoy estoy haciendo, a otra escala, lo que también hicieron mis padres, con esa idea de poder ser libre, parecido a los intelectuales de la Edad Media que viajaban por Europa y se instalaban en un lugar y después en otro. Para mí nunca ha sido un problema estar en un sitio y dejar de estarlo; al contrario, lo he entendido siempre como una posibilidad de enriquecimiento, personal e intelectual.
Aparte de su madre, ¿qué influencias tuvo? Tras acabar la Universidad en Bogotá viajé a Suiza para hacer un posgrado, y después a París, gracias a una beca. Allí tuve la oportunidad de asistir a las clases del fotógrafo y escultor Christian Boltanski. Empecé a trabajar en el campo del comisariado, organizando exposiciones con compañeros de clase o artistas cercanos. Otra gran influencia fue la comisaria Beatriz González, fue ella quien me hizo pensar en el museo como un lugar de conocimiento.
Hablamos de finales de los ochenta y los noventa, en plena efervescencia del mercado del arte y con el boom del neoexpresionismo y la transvanguardia italiana. Pero a usted no le interesaba la pintura. Así es, a mí me interesaba el vídeo. Era un medio que difícilmente se encontraba en las galerías, y sí eventualmente en los museos. Éramos unos apasionados de los festivales de vídeo, de los pocos que había, porque ahora están en todas partes. Desde Ginebra viajábamos en un pequeño utilitario, a Bonn, a Lucerna, en busca de lo último que se cocía. Logré hacer mi primer festival de vídeo con trabajos de Latinoamérica, donde había grandes artistas, en especial chilenos. Pasaba como en Francia, allí los videoartistas empezaban a tener una posición crítica con respecto a la televisión. Utilizaban cámaras portátiles, muy ligeras. Era un trabajo muy militante, permitía mostrar historias muy poéticas y también políticas. Se hacían cosas poco frecuentes, por ejemplo, sentarse frente a la cámara y romper a llorar.
¿Qué le llevó a interesarse por la cultura europea? Nunca he buscado lo que está más lejos, al contrario. Aprendí francés porque, curiosamente, me pareció más fácil que el inglés. Colombia es bastante francófona y cuando uno estudia arte piensa que todo es en francés, aunque no sea verdad, pero en esa época creía que los textos importantes estaban en francés, Derrida, Lacan… Francia era la gran referencia, aunque muchos amigos de mi generación estaban más enfocados hacia Nueva York y Londres. Pero había algo, en el idioma, que nos separaba.
Las mujeres, si queremos un lugar, tenemos que ir y ocuparlo”
Abandonó Colombia en unos años difíciles, con el conflicto bipolar Estado-guerrilla. Colombia ha vivido momentos muy duros y dolorosos. Para mi generación, los años ochenta fueron probablemente los más tristes y difíciles de afrontar. Había muchos atentados y una situación de guerra real. Tenías cuatro cuerpos armados: el Ejército del Gobierno, los paramilitares, que eran de extrema derecha; la guerrilla, de extrema izquierda, y los narcotraficantes, que tienen su propia ley. Hay una película, Rodrigo D: No futuro, de Víctor Gaviria, que habla de toda esa generación de Medellín que no sabe a dónde ir y por qué emprender algo si no hay nada más allá. Otro trabajo importante es El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez (Premio Alfaguara de 2011). Mi generación, la de 1968, está muy bien representada en ese libro. Es el comienzo del boom de la droga y de la guerrilla que se convierte en una narcoguerrilla y todo se mezcla y, al final, son unos narcos contra otros narcos, no hay ningún discurso político detrás.
Un polvorín. Así es. Me fui de Colombia probablemente en el peor momento, era la época de Pablo Escobar… Mataron a mucha gente, recuerdo aquel avión que explotó en pleno vuelo. Daba miedo salir a la calle. Pero también había gente que a pesar de la guerra consiguió sacar adelante proyectos en que la cultura era básica, como Antanas Mockus, el que fue alcalde de Bogotá. Logró transformar la ciudad y la mentalidad de mucha gente del país. Tomé la decisión de irme a una ciudad radicalmente diferente como Ginebra. Y allí descubrí la experiencia impresionante de caminar sola y de tener, por fin, la posibilidad de concentrarte en tu trabajo y no estar pensando que algo te puede pasar. En Europa se nos olvida esto, algo tan maravilloso que hay que conservar y por lo que hay que luchar. Todavía en Colombia hay mucha gente que defiende la guerra y que no se da cuenta de que estamos en un momento clave en el que solo podemos dialogar para que el país continúe creciendo.
¿Cómo fue el salto de comisaria independiente a pasar a formar parte de un museo? Pasé mucho tiempo como comisaria independiente. Y es curioso que gracias a Arco (Feria Internacional de Arte Contemporáneo de Madrid) conocí Latinoamérica, porque en esta feria había muy buenos profesionales. El editor y comisario canario Antonio Zaya me presentó a gente muy interesante, él tenía una red de artistas y curadores del Caribe que yo no conocía y que acabaron siendo mis grandes amigos. Mi primer trabajo institucional fue en 2006 en el Jeu de Paume, en París, con Marta Gili, dentro de un programa para jóvenes artistas y comisarios. Fue la primera experiencia real en la que tuve que trabajar con los artistas y a la vez negociar con la institución.
Y de una gran capital como París a León. Agustín Pérez Rubio, entonces director del Musac, me invitó a trabajar con él como comisaria jefe. Nos entendimos muy bien y logramos construir un programa en el que el feminismo fue muy importante, hicimos un archivo de los artistas de Castilla y León y una colección de libros de arte y arquitectura increíble. Eran unos momentos de gran crisis económica en España, sufrimos mucho los recortes de presupuesto. Recuerdo que Agustín y yo hablábamos de cómo en Latinoamérica los presupuestos eran mucho más pequeños, pero había una vitalidad de los artistas que no encontrábamos en España.
María Inés Rodríguez
Nació en Bogotá, en 1968. Tuvo una infancia y una juventud nómada. Estudió en la Universidad de Bellas Artes de Los Andes, en Bogotá. Viajó a Europa. Hizo su primer posgrado en Ginebra (Suiza), después en París. En la Escuela Superior de Bellas Artes de la capital francesa fue alumna del taller del artista Christian Boltanski. Como comisaria, su especialidad es el videoarte. Desde 2014 dirige el Museo de Arte Contemporáneo de Burdeos, después de ganar un concurso internacional. Está soltera y no tiene hijos. Y aunque afirma que no ha tenido que renunciar a nada para llegar a dirigir una institución, reconoce que hay otras “pequeñas guerras” que hay que ir ganando en un mundo tan masculino.
Y después de casi tres años en España, ¿por qué decidió regresar a Latinoamérica? Me propusieron ir a trabajar a DF, al Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC). Fue una oferta tentadora porque era pasar de una ciudad de 140.000 habitantes a otra de 20 millones. Al mismo tiempo era mi regreso a un continente que había dejado hacía 20 años y también estaba la curiosidad de lo que significaba trabajar allí hoy. Y el reto de dirigirte a nuevas audiencias, personas que probablemente nunca habían pisado un museo, y poder desarrollar proyectos en el ámbito académico. Uno de los grandes problemas de México es la educación. Uno de los proyectos más gratificantes fue la creación de una escuela de mediación. El arte necesita mediadores.
¿Fue una experiencia difícil? Sí, fueron proyectos duros, criticados por muchas personas que no aceptaban o no entendían que en un museo en lugar de cuadros había personas haciendo cosas. Es decir, no se trata de decir yo hago esto, sino de mostrar cómo lo hago, cuál es mi método de trabajo. Después de dos años y medio decidí volver a Europa, a Berlín, con Juan Gaitán (entonces mi marido), y también viajé por el sureste asiático. En Camboya conocí a artistas y comisarios excepcionales que tienen unas historias relacionadas con la guerra que muy poca gente conoce. Ves cómo en países que están tan lejos hubo esos manotazos de colonización y cómo la geopolítica maneja la vida de tantas personas de manera violenta. Para ellos el arte es una estrategia de supervivencia que les permite entender lo que está sucediendo.
Aprendió de otras guerras. Sí, fue un viaje iniciático. En Camboya me impresionó mucho ver cómo jóvenes que no habían podido ir a la escuela, que vivieron en el bosque para que no los mataran los jemeres rojos, lograron crear un lenguaje plástico absolutamente maravilloso. Ves a alguien que está en un campo de refugiados, que no se mueve más allá de cinco metros cuadrados y de repente aparece una maestra francesa que le habla de Marcel Duchamp y ese chaval que tiene 15 años dice: “Yo quiero ser artista como Duchamp”. Respeto mucho el coraje de personas que a pesar del miedo toman esa decisión.
Hoy vive y trabaja en una ciudad tan apacible y deliciosa como Burdeos. Sí, me siento en mi casa y quiero que mi casa funcione bien. Aquí en el CAPC soy directora, así que he tenido que aprender nuevos códigos, y más en una institución que tiene un pasado y una colección tan importante. Burdeos es una ciudad que se ha transformado en los últimos 10 años con un proyecto urbanístico muy específico. Que el museo se pueda inscribir dentro de ese proceso de cambio es como decir que el arte también está presente en la construcción de una ciudad.
¿Sigue siendo difícil para las mujeres acceder a los puestos de dirección de las grandes instituciones? Las cosas no han cambiado tanto y creo que nos toca a las mujeres buscar el espacio y abrirnos el territorio. Si queremos un lugar, tenemos que ir y ocuparlo. Las cifras de mujeres en puestos de dirección de museos son realmente vergonzosas.
¿Tuvo que dejar algo atrás? Yo no he dejado nada, y si me han dejado… (sonrisa agridulce), pero eso es un problema mío… Una vez, durante la feria de Arco, me preguntaron si Colombia estaba de moda. Y contesté que no, porque las modas, como los amores, pasan y se olvidan.
El arte se ha convertido en un espectáculo muy rentable, incluso en Francia, donde la cultura pasa por ser sagrada. En las ferias de arte se mueve muchísimo dinero, y allí es importante el espectáculo y la comercialización. Por otra parte, están las bienales, que son casi un equivalente a las ferias con menos presupuesto, pero es donde se encuentran los artistas que van luego a las ferias. Un tercer escenario son los museos e instituciones que están sufriendo las consecuencias de la crisis económica mundial. Es ahí donde empieza a cambiar su estatuto. Los museos públicos sufren de los recortes y se ven obligados a realizar estrategias comerciales que muchas veces no saben ejecutar. Estamos en un momento político muy importante para analizar qué rol queremos para nuestras instituciones y qué hacer para que continúen funcionando de manera autónoma, cómo conseguir ser independientes intelectualmente, pero pidiéndole al sector privado que contribuya y al público que no se desentienda de su responsabilidad cultural.
El Pompidou ha abierto una franquicia en Málaga. ¡Exportamos franquicias! Desde mi punto de vista de francesa, diría que está muy bien que se exporte el conocimiento.
¿Son las nuevas colonizaciones? Pues sí, sería interesante preguntarle a los que reciben estas franquicias cómo las ven. Ahora tenemos el escenario de la cultura como un bien turístico. Las grandes ciudades, o mejor dicho las ciudades que pretenden ser grandes, se dan cuenta de que los museos pueden ser un instrumento para convertirse en lugares a los que todo el mundo quiere ir. No estoy en contra de las exposiciones que generan mucho público, a veces es muy importante atraer algo espectacular, que no tiene que ser necesariamente malo, pero sencillamente llama la atención. Y de esas personas que van a verlo quizás el 1% vuelva. Esto permite hacer otros proyectos que son más frágiles o difíciles.
El caso de Jeff Koons en el Pompidou de París. La pregunta es si podemos invitar a Jeff Koons a hacer una obra diferente, algo que no esperamos.
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