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El camino de Damasco de Julio Cortázar

A sus 66 años, Julio Cortázar es uno de los maestros de la narrativa moderna

Rosa Montero
Julio Cortázar
Julio CortázarChema Conesa

Físicamente, su cuali­dad más distintiva es la rareza. Porque Ju­lio Cortázar posee un cuerpo filiforme, interminable, pro­visto de accidentados saledi­zos: esos brazos que revolotean en su camino tronco abajo; esas piernas, dignas de un arácnido, que nunca aca­ban de plegarse de tan largas. Los tobillos también tienen su enjundia, porque se empeñan en destacar, impúdicos, picudos, lamenta­bles, por debajo de un pantalón definitivamen­te corto. Cruza Cortázar el restaurante en donde hemos quedado con un desencuaderne acompasado, que debe ser lo que su cuerpo en­tiende por andar, y se desploma a cámara lenta en una silla rinconera, con el muro cubriendo sus espaldas. Al sentarse, dobla las piernas con la misma parsimonia con que se iza un puente levadizo, y las rodillas suben, suben, hasta ha­cerse omnipresentes. Una vez conquistado el asiento, Cortázar rebulle un instante, afinando su acomodo. Después abre sus ojos verdes, pestañea, sonríe complacido y ruge un poco.

—Ayer le vi en el cóctel que dio su edi­torial...

-¿si?

—La habitación estaba llena de gente ansio­sa de conocerle: sesenta personas con sesenta ideas preconcebidas de usted, con sesenta imá­genes de Cortázar distintas. Parecían leones esperando a un cristiano... Usted, que tiene apariencia y fama de tímido, ¿no se angustia con estas cosas?

Cuantitativamente, he escrito los mejores cuentos que jamás se han escrito en lengua castellana

—Pues no, mira: no es una paradoja ni una coquetería; lo que sucede es que me pongo en el lugar de muchos de los que se acercan y... Mu­chos de ellos son más tímidos que yo, y se acer­can con una gran angustia. Hay personas que me han visto fugazmente, incluso, en otro lu­gar, y dudan de que yo les reconozca, no se atreven a decir nada; en el fondo, creo que su­fren más que yo; de modo que la partida está pareja.

Cortázar tiene un ritmo vital ralentizado. Gesticula mucho, finge voces distintas, asoma el morro entre las barbas en imitaciones bufo­nescas, prolonga las vocales. Pero todo lo hace de forma tan pausada que sus ademanes adquieren tea­tralidad, una prosopopeya propia de narrador medieval en plaza pública, las dimensiones fa­bulosas del cuentero. Incluso su figura parece sacada de un cuento para niños: su rareza resul­ta familiar, y, a poco que te fijes, le recuerdas, le reconoces como el ogro de las leyendas infanti­les; un ogro, eso sí, sensible y bondadoso, ajeno a cualquier tipo de perfidias. Y, como para co­rroborar esa tendencia a la ogrería, el escritor sufre un frenillo peculiar, el célebre frenillo cortaziano, que le hace raspar las erres en soterra­da gárgara con una especie de pacífico, amisto­so rugidillo.

—Empecemos por un tema casi tópico en us­ted: la dualidad entre el político y el escritor, la dificultad que se evidencia en algunas de sus obras en unir lo literario con la finalidad polí­tica.

—Sí, sí; yo sé que la dificultad está en eso, en esa tentativa de lo que yo llamo convergencia entre el discurso político y el discurso literario, dándole a la palabra discurso valoración de es­critura. Desde luego, es difícil, porque el dis­curso político es el lenguaje destinado a la co­municación, es la prosa en su acepción más prosaica, mientras que la literatura es la utiliza­ción estética del lenguaje. Acercar esas dos ver­tientes y tratar de armonizarlas es un problema que no sólo me preocupa a mí, sino que está preocupando a muchísimos escritores, sobre todo, a los latinoamericanos.

—Pero quizá en usted se note más, parecería casi una obsesión. Quizá se salga de lo pura­mente literario y arranque de su propia histo­ria. Usted empezó escribiendo una literatura muy estetizante. En su primer libro, publicado bajo el seudónimo de Julio Denis, decía usted cosas como "Hoy el horizonte tenía un color mallarmé". Quizá el conflicto sea mayor en us­ted que en otros escritores que no hayan practi­cado nunca una literatura tan hiperindividualista.

—Sí, eso es cierto; pero esa etapa superestetizante la liquidé muy pronto, y cuando empecé a escribir cuentos eso se nota cada vez menos. El problema fundamental es que para mí lo fan­tástico es un elemento de elección, lo ha sido desde mi infancia, es mi coto de caza. Y lo fan­tástico exige un lenguaje en donde los elemen­tos no estetizantes, pero sí estéticos, estén utili­zados a su máxima potencia, porque tienes que extrañar, desconcertar, descolocar al lector. Por eso el proceso de unión es penoso y difícil. Si eres un animal literario como yo lo soy, por vocación y por naturaleza, es relativamente fá­cil entregarse a la escritura, y las dificultades están en ir subiendo, digamos, por el camino de la perfección literaria. Pero si descubres un día, de golpe, que tienes una responsabilidad extra- literaria, pero que la tienes, sobre todo, porque eres escritor, ahí empieza el drama. Porque, ¿cuál es la razón de que un artículo político mío sea muy comentado, muy reproducido, muy leí­do? No es porque yo tenga el menor talento po­lítico, que no lo tengo, sino porque, tras mu­chos años de escribir sólo literatura, tú lo sabes muy bien, tengo una gran cantidad de lectores. Entonces, mi responsabilidad como argentino y como latinoamericano frente a los problemas 12 pavorosos que tienen nuestros países es aprove­char ese acceso a miles de personas. Yo sé que hay pérdidas, lo sé muy bien; sé que si me dedi­cara sólo a literatura ese libro con el que estoy soñando quizá estuviera terminado ya. Pero como tengo la intención firme de escribirlo, no todo está perdido.

Yo era un pequeño burgués y consideraba que las manifestaciones populares eran una vulgaridad

—No quisiera parecer impertinente, pero creo notar en su respuesta una especie de deseo de justificación, de autoconvencimiento.

—Pero, claro, claro que tengo que conven­cerme y justificarme a mí mismo. Porque yo tengo todo lo que creo que caracteriza a un ser humano más o menos común, es decir, tengo debilidades, renuncias, caídas y cobardías. Tengo ese deseo de volver a mi casa literaria y decirles a los demás compañeros: bueno, ese trabajo de tipo ideológico o práctico háganlo ustedes, que es, en definitiva, lo que saben ha­cer,. y déjeme a mí en paz con mi literatura. Y estoy todo el tiempo luchando contra esos sen­timientos.

—Esto suena un poco a masoquismo judeo-cristiano. Quiero decir, que como escribir le pa­rece demasiado fácil, supone que debe ser algo malo.

—Escribir no es nada fácil.

—Pero le resulta más placentero que hacer política.

—Sin duda; sí, me complace más, me halaga más, es más hermoso, porque no se trata de un deber.

—A eso me refiero. Quizá por ese culposo sentimiento de responsabilidad que vivimos en nuestra cultura usted siente que lo placentero ha de ser más pecaminoso, y que lo otro, la de­dicación política, ha de ser mejor, puesto que es más dura.

No, no; esas son reflexiones como calvinistas, luteranas o algo por el estilo, tocan ya el dominio de lo moral. No, mira: yo trato de analizarme y autocriticarme de la manera más lúcida en ese terreno, porque es un terreno muy peligroso, en el que montones de gentes se fabrican buenas conciencias con excesiva facilidad. Y lo que sucede es que yo no podría escribir una novela ahora si, mientras lo estoy haciendo, abro el periódico y me encuen­tro con que está sucediendo una cosa en Chile, en Uruguay o en Argentina; una injusticia entre la cual yo puedo tener una intervención de algu­na eficacia, aunque sea una eficacia mínima, porque no me hago ilusiones respecto a los po­deres de la literatura y la palabra. Pero ¿tú sa­bes lo que significa para mí el hecho de que, des­pués de una ofensiva de telegramas, cartas, artículos, presiones sindicales, de todo, se con­siga que sea puesto en libertad un individuo que iba a ser ejecutado o que estaba siendo tortura­do? Esto justifica una vida. Si yo sigo, y se­guiré, en este terreno es un poco por la recom­pensa de tipo humano. Porque, bueno, después puedo escribir un cuento sin sentirme tan desdichado, sin sentirme con tan mala con­ciencia.

—Quizá esa mala conciencia aumente proporcionalmente respecto al éxito como escri­tor. Quiero decir, que usted me parece un hom­bre de moral estricta, casi diría escrupulosa, y quizá se sienta sobrepasado por su enorme éxi­to, por su consagración como escritor.

—Te voy a hablar muy claramente: me mo­lestan las sacralizaciones tipo Elvis Presley o Marilyn Monroe, porque creo que son absur­das en el campo de la literatura; creo que ahí entra en juego un fanatismo que no tiene nada que ver con lo literario. Pero, dicho eso, por otro lado no tengo ninguna falsa modestia. Yo sé muy bien que lo que llevo escrito se merece el prestigio que tiene, y no tengo ningún incon­veniente en decirlo. Y puedo añadir algo que pondrá verde a mucha gente, porque lo consi­derarán de un narcisismo y un egotismo mons­truoso: lo cierto es que, haciendo el balance de la literatura de la lengua española, y conside­rando el total de los cuentos que he escrito, que son muchos, más de setenta, pues, bueno, yo estoy seguro de que, en conjunto, cuantitativa­mente, he escrito los mejores cuentos que ja­más se han escrito en lengua española. Ahora imagínate la cara que va a poner la gente si pu­blicas eso...

—Y lo voy a publicar, claro.

—Me importa un bledo, porque es verdad, y porque además agrego a eso lo siguiente, y tam­bién lo vas a publicar, porque si no me enojo contigo: que, cualitativamente, conozco cuen­tos individuales que, en mi opinión, son mejo­res que cualquiera de los míos. O sea, que eso de la sacralización y la fama, cuando consiste sólo en las tonterías y los oropeles, me disgustan; pero tengo, sin embargo, una conciencia muy clara de lo que he hecho y sé muy bien lo que significó; en el panorama de la literatura latinoamericana, la aparición de Rayuelo. Yo sería un imbécil o tendría una falsa modestia repugnante si no dijese esto.

Transcritas, sus respuestas parecen más agresivas de lo que en realidad son. Porque Cortázar muestra cierta tendencia al refunfuñe; pero es el suyo un malhumor afable, juguetón, como utilizado a propósito para no desmerecer en el catálogo de ogros. Protesta constante­mente por la duración de la entrevista; devora con fruición escalopines; se apoya de tanto en tanto, con la mirada, en la presencia de Carol, su compañera —rubia, inteligente, joven—, que está sentada frente a él; habla, gruñe, son­ríe, gargariza sus erres atrancadas, intenta pa­recer terrible y ofrece, sin embargo, una imagen de ingenuidad indescriptible.

—Usted se exilió a Francia hace muchos años. Dejó su país, quemó las naves, se marchó sin un duro a París. ¿Por qué?

—Yo me fui de la Argentina no tanto por el hecho de que hubiera cosas que me molestaban de Argentina, que las había, sino porque Fran­cia representaba para mí, en esos momentos, un polo de atracción enorme. Yo tenía ya más de treinta años, y había agotado, en la medida de mis posibilidades, el panorama que me podía ofrecer la cultura nacional que me rodeaba. Siendo completamente apolítico, como lo era en aquella época, no tenía ningún contacto his­tórico con la realidad de Argentina, sino un contacto estético. Y tenía el convencimiento de que Francia no me iba a empobrecer como ar­gentino, sino al contrario, que me iba a dar una nueva órbita, nuevos aires. Y creo, sin jactan­cia, que eso es lo que sucedió, o sea, que yo creo que me volví todavía más argentino estando en París, porque allí descubrí algo que los argentinos, en gene­ral, no saben, y fue el hecho de ser latinoame­ricano.

—Dice usted que había cosas que le molesta­ban de Argentina cuando se fue...

—Sí. En aquel entonces, y aun sin tener una participación política, el movimiento peronista me molestó profundamente. Yo me sentía muy antagonista hacia él, por razones estéticas. En este sentido, he hecho una autocrítica cruel de mí mismo, y no tengo ningún inconveniente en volver a repetirla. Yo era un joven pequeño burgués europeizante, a quien le molestó pro­fundamente esa ola del peronismo de la época, que consideraba de una profunda vulgaridad —y dice profunda con tal énfasis que se adivina la hondura de su pasada repugnancia— y qué invadió Buenos Aires cuando la gente del inte­rior, llamada por el levantamiento de masas que hizo Perón, se volcó en la ciudad. Porque aparecieron los que nosotros llamábamos cabecitas negras, es decir, toda la gente de piel oscu­ra. Hay un cuento mío, incluso, de aquella época, que como cuento me gusta mucho, en donde hago una descripción muy peyorativa de la gente del campo, cosa que jamás haría hoy, porque he aprendido a conocerles y a estar cer­ca de ellos en su drama actual. De modo que, si a estas razones de hostilidad que te cuento unes el deseo de ir a Europa por lo que ella po­día ofrecerme, comprenderás que el irse fue muy fácil: fue simplemente vender lo que tenía, que era muy poco, y saltar al barco.

—Lo curioso es que de ese salto, provocado en parte por hostilidad a los cabecitas negras, fue pasando, poco a poco, a posiciones ideoló­gicas contrarias.

—No fue tan poco a poco. Yo te diría, aun­que parezca una cosa literaria y un poco narcisista, que, a mi manera, a mi pobrecita manera, tuve mi camino de Damasco. No me acuerdo muy bien de lo que pasó en ese camino, creo que Saulo se cayó del caballo y se convirtió en Pablo, ¿no? Bueno, yo también me caí del caballo y eso sucedió con la revolución cu­bana.

—Cuando usted fue a Cuba en 1961.

—Exacto. Yo había seguido a través de los periódicos la lucha cubana, desde 1959, a tra­vés de los periódicos, y había algo ahí que me parecía diferente. Después de ocho o nueve años de vida en París, evidentemente, yo había ido madurando sin darme cuenta de ello, por­que el melocotón no sabe que madura, y el hombre, tampoco. Y, de golpe, se produce la revolución cubana, y a mí me atrajo, y busqué la mañera de ir, de conseguir entrar, que no era fácil, y, de golpe, eso fue: ahí me caí del caballo. Porque? por ejemplo, las manifestaciones pero­nistas en Buenos Aires me producían espanto; yo me encerraba en casa y escuchaba una sona­ta de Mozart mientras afuera gritaban: "¡Pe­rón, Perón, Evita, Evita!". Bueno, pues de gol­pe, en La Habana, asistí a una inmensa manifestación —y cuando dice inmensa está claro que quiere decir inmensa—, donde Fidel hacía un discurso, y allí me sentí profundamen­te feliz, en aquella especie de comunión. Y me dije: hombre, lo de Buenos Aires me causaba espanto, esa congregación de gentes del pue­blo, y aquí me siento identificado. A partir de ahí, la autocrítica continuó de forma encarni­zada.

Enciende deleitosamente el postre de su puro y hace su broma número 117 sobre la ex­cesiva duración de la entrevista.

—Otro tema tópico con respecto a usted es su aspecto físico; tiene usted 66 años, y, sin embargo, parece poseedor de la eterna ju­ventud, como si hubiese hecho un pacto con lo fantástico, ese terreno que usted conoce tan bien.

—Te digo una cosa francamente: esta me pa­rece una pregunta que está muy por debajo de la calidad de las demás.

—No es una pregunta, es una introducción —disimulo, reculando ante su arrebato ogril, que suena por vez primera verdaderamente en­rabietado—. No se trata sólo de su aspecto, Sino también de esa especie de ingenuidad vital que parece usted tener. Me han dicho que es fácil verle pasear por París, a su edad, cogido de la mano de su mujer, como un novio adoles­cente. No es un gesto normal.

—¿Crees que es anormal?

—Me refiero a que no está dentro de la nor­ma, es decir, que no es común, por desgracia. Pienso que los hombres y, sobre todo, en cultu­ras muy machistas, como la rioplatense, de la que usted procede, están educados en la repre­sión de sus emociones.

—Sí, sí, tienes razón, y comprendo que te pa­rezca extraordinario; a mí no me lo parece en absoluto, sino que me parece consecuente con una actitud anti machista que creo que se nota en la segunda mitad de lo que he escrito, por­que en la primera fui bastante machista.

—Eso iba a preguntarle. Porque, por ejem­plo, en Rayuela...

—Sí, sí; yo tenía todas las adherencias argentinas, que son inconscientes, como todo este tipo de adherencias: uno es machista sin saber que lo es. En Rayuela yo califiqué a los lectores pasivos de lectores hembras, lo cual me ha vali­do una lluvia de palos en mis últimos viajes por América Latina. Hace mucho que dejé de pen­sar así, pero en aquella época caí en la trampa, como siguen cayendo hoy tantos machistas. Ahora que las mujeres hablan de liberarse, yo, personalmente, creo que, en mi plano, estoy quizá también liberado.

—Yo no me atrevería a decir de mí misma que estoy liberada.

—Bueno, no, yo tampoco; además, Carol me llama machista cada dos días, muy amablemente, cuando me pesca gestos y reacciones... Pero creo que, en lo fundamental, sí he cam­biado.

—Es curioso: en su obra, la mujer es un obje­to que usted rodea de ternura y admiración, pero que no tiene entidad propia, es sólo un punto de referencia. Ahora, en cambio, ha es­crito un cuento protagonizado por una mu­jer, en Queremos tanto a Glenda, su último libro.

—Sí, yo creo que ahora soy menos tierno con la mujer, pero más justo. Ese cuento al que te refieres está escrito deliberadamente así. Y escribir como mujer es muy difícil.

—Quizá me equivoque, pero yo he observa­do que, cuanto más objetualiza un hombre a la mujer, más dependencia tiene de ella, mayor in­capacidad de vivir solo. Usted ha sido siempre un hombre acompañado, ha pasado de una pa­reja a otra sin vacíos... ¿No le sucederá algo de esto?

—Yo pienso que sí, porque antes de irme a Europa, en Argentina, yo vivía solo, muy solo, pero me sentía muy lejos de ser feliz. Aunque yo no atribuía esta infelicidad a la soledad, sino a otros motivos. Pero cuando llegué a París, al principio, la soledad era muy dura, muy pesa­da. Y allí comprendí que la soledad no era na­tural para mí, y entonces la relación de pareja se hizo casi necesariamente. Pero nunca me planifiqué la vida en ese sentido, ya sabes, lo del jovencito que tiene ya trazado su plan de vida: a los veintidós años me caso; a los veinti­trés; el primer niño; luego, la carrera en el ban­co, y todo lo demás. No; eso me produce un espanto incalculable.

—Dice usted que no planifíca el futuro, pero quizá intente, de una manera vaga, escaparse de un futuro desagradable. Por ejemplo, usted quizá procura poner los medios para no vivir una vejez en solitario.

—Mira: hace veinte años yo podría haberme planteado el problema del futuro en términos amenazantes, y nunca lo hice. Me instalé re­sueltamente en el presente, porque me parece que éste es tan rico, tan inagotable, que poner­se a pensar en el futuro es una especie de mas­turbación mental. Y si en esa época no me pre­ocupé, imagínate ahora, cuando mi futuro está muy limitado, muy disminuido, porque yo ya soy un viejo... ¿Qué sentido tiene el futuro para mí? Bueno, eso de viejo es una coquetería, por­que yo me siento extremadamente joven y con la intención de vivir lo más posible, siempre instalado en el presente. Porque el futuro sólo lo veo a un nivel político, es decir, pienso en el futuro de América Latina, y ahí me incluyo como ideal, como deseo.

Sólo el sentido del humor, cauto y socarrón, tamiza su aparente inocencia, ese optimismo crédulo, quizá un poco iluminado, de humanis­ta atormentado en pos de una salvación de la que duda. "Ese futuro como ideal político", le comento, "viene posiblemente de la necesidad de trascendencia: unos se escapan de la idea de la muerte proyectándose en la literatura; otros, en un colectivo revolucionario..."

—En todo caso, hay una cosa que no me preocupa en el futuro, y es la noción de la su­pervivencia literaria, el prestigio, la fama, lo que yo seré dentro de veinte años... Con la ace­leración histórica que estamos viviendo, ningu­no de nosotros será nada dentro de veinte años. Además, ¿se hablará entonces de litera­tura, con el avance vertiginoso de los medios audiovisuales, con las nuevas técnicas? Yo me pregunto cuál será el destino del libro; dudo que sea algo más que un inmenso archivo de microfilmes para los historiadores... Y anda tú a leer Rayuela en microfilme. ¿A quién le va a importar?

Y sonríe, cansado, descomunal, con su cara de ogro plácido y decente.

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