Los Beatles, Harrison Ford y el hombre que sólo amaba a las negras
El fin del concierto fue como la famosa escena de ‘El acorazado Potemkin’, pero sin cadáveres
Leyendo los innumerables textos que se han publicado últimamente sobre aquel famoso concierto de los Beatles en las Ventas de Madrid, con motivo del 50º aniversario del evento, me ha inundado el recuerdo de aquella noche. Yo tenía 14 años, estaba muy poco desarrollada y aún era una niña. Una niña, eso sí, perdidamente enamorada de Paul McCartney. No sé cómo conseguí permiso de mi padre para ir al concierto junto con mi hermano, que tenía 19 años y cargó el pobre conmigo, sin lugar a dudas muy mortificado por el hecho de tener que acudir al acontecimiento del siglo como niñera. Teníamos las localidades más baratas, arriba del todo, en la andanada, lejísimos del escenario. Fue todo tan emocionante como decepcionante. Estaban allí, eran ellos de verdad; pero sonaban horriblemente y apenas se les veía: no eran más que cuatro escarabajitos negros dando brincos allá abajo.
Esa injustificada carga policial fue mi primer contacto con la brutalidad del régimen
Cuando salimos de aquel concierto en realidad tan anodino, sucedió sin embargo algo para mí inolvidable. Junto con otros cientos de jóvenes entramos en el metro para volver a casa. Íbamos tranquilos, sin ningún alboroto. Pero tras bajar las escaleras y dar la vuelta al corredor que llevaba a los andenes, aparecieron dos apretadas filas de grises, los temibles guardias del franquismo, que, sin ningún aviso, cargaron ferozmente porra en mano. Todo el mundo dio media vuelta y emprendió una frenética huida, todo el mundo menos yo, que, de pura sorpresa, me quedé paralizara. Las líneas de guardias pasaron junto a mí aporreando a los fugitivos y sin tocarme, como un río que se abre en torno a una piedra: yo era claramente una niña y me ignoraron.
Cuando el tumulto se alejó, me volví estupefacta y contemplé la escalera vacía regada por los restos de la estampida: zapatos desparejos de mujer, algún bolso, gafas de sol, papeles. Era como la famosa escena de El acorazado Potemkin, pero sin cadáveres. Mi hermano también había salido corriendo, y con razón: llegó con un verdugón de porra atravesado en los lomos. Ahora no recuerdo cómo me fui a casa; sin duda sola, estaba acostumbrada, iba sola al colegio en metro todos los días. Lo que sí recuerdo es que esa injustificada carga policial fue mi primer contacto con la brutalidad del régimen. La primera vez que me indignó el franquismo.
Cuento esta anécdota y advierto que la he contado en muchas ocasiones. A lo largo del tiempo me han llamado numerosas veces de radios o diarios para repetir el rollo de las Ventas. Es curioso cómo la vida de una persona puede terminar reducida públicamente a tres o cuatro pequeñas pinceladas, a menudo las más banales. Por ejemplo, hace muchos años le hice una entrevista a Harrison Ford mientras rodaba el último Indiana Jones. La charla se realizó a retazos, mientras Ford iba rodando escenas, vestido con la camisa caqui de su personaje y regresando cada vez a mí con más rasguños, más magulladuras y más sangre en la cara (todo puro maquillaje, por supuesto).
La fama crece y arraiga en el imaginario colectivo de forma casual, incierta y a menudo mentirosa
Era el momento de máximo esplendor del actor y mi texto debió de caerle en gracia a la gente, porque a partir de aquella entrevista, una más entre las 2.000 que he hecho en mi vida, me convertí, sin yo quererlo, en una especie de experta en Harrison Ford, de modo que en los años posteriores me han preguntado un montón de veces en diversos medios sobre el actor, como si yo le conociera muchísimo, cuando apenas si compartí con él una hora de conversación. Es una de las famas más estrafalarias que he tenido: la de especialista harrisonfordiana. Así, con tan pocos mimbres, se tejen arbitrariamente las reputaciones.
La fama, en efecto, crece y arraiga en el imaginario colectivo de forma casual, incierta y a menudo mentirosa. Lo cual me recuerda un maravilloso, bárbaro y políticamente incorrecto cuento de Leónidas Andreiev, Un hombre original, en el cual un pobre chupatintas de una pequeña ciudad rusa declara un día que a él le gustan las mujeres negras. Es falso, le horripilan, pero esa afirmación por entonces extraordinaria le gana el respeto de sus jefes, el ascenso social y el amor de una muchacha maravillosa. Hasta que llega una negra a la ciudad y el hombre se ve obligado a renunciar a su verdadera amada y a casarse con ella. Destrozado, el tipo muere de pena a los dos años, pero, eso sí, en lo más alto de su fama. Cada vez que oigo trompeteos de prestigios (o de desprestigios) en esta sociedad tan estridente, me acuerdo de ese cuento y me pregunto si la cosa será verdaderamente para tanto.
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