Los pobres apestan
Cuando las condiciones son muy duras para todos, el animal que somos colabora para salvar al animal vecino
Los pobres apestan. En ocasiones se trata de un hedor literal, de un tufillo a alerón y pie mal enjuagado, porque algunos son tan marginales que ni casa tienen, o que, de tenerla, carecen de agua caliente e incluso de agua corriente, por no mencionar que tampoco andan muy sobrados de mudas. Pero no me refiero a una peste real, sino a la metafórica. Al desasosiego, desagrado y hartazgo que a menudo provocan en quienes no son pobres. Fastidia y desanima vivir más o menos bien cuando alrededor hay gente pasando apuros.
La crisis, la larga y oscura crisis que hemos atravesado, fomentó la empatía. Las sociedades pobres son siempre más solidarias; es un reflejo de supervivencia, una estrategia de resistencia de la especie. Cuando las condiciones son muy duras para todos, el animal que somos colabora para salvar al animal vecino, porque al hacerlo sabe que contará con la misma ayuda cuando lo necesite. De modo que, en lo más álgido de la crisis, cuando sus sucias ondas nos pasaban muy cerca, cuando la marea llegaba hasta nuestros sobrinos, nuestros primos, nuestros amigos, cuando todos conocíamos a algún despedido, si es que no se había producido la baja en nuestra propia casa, todos o casi todos teníamos en cuenta el dolor social de este país.
Pero ahora la gente no hace más que repetir que la crisis se ha acabado; o, al menos, que estamos saliendo de ella a toda prisa. Es cierto que el dinero parece moverse. En mi barrio se abren locales nuevos cada mes, los hoteles se llenan en vacaciones, los restaurantes están de bote en bote. Por no mencionar el impactante, espeluznante hecho de que se ha vuelto a disparar el sector del ladrillo: ya hay nuevas empresas lanzadas a la fiebre constructora y, según los expertos, en este año las transacciones inmobiliarias moverán unos 10.500 millones de euros, una cifra mayor que la que manejó el sector en 2007, el mejor año antes de que estallara la burbuja. Cómo demonios consideran posible salir de la crisis repitiendo los mismos errores que nos hundieron en ella es un enigma que merece la pena pensarse con cuidado, pero lo dejaré para otro artículo.
El caso es que el dinero se mueve y la gente está harta de la crisis. Pero uno de cada cinco ciudadanos sigue en la miseria y el desamparo social
El caso es que el dinero se mueve y la gente está harta de la crisis. Es decir, están hartos cuatro de cada cinco españoles, cifra que engloba a los ricos, los menos ricos, los acomodados y los que van tirando. Pero uno de cada cinco ciudadanos sigue en la miseria y el desamparo social. Repito: uno de cada cinco. Es una proporción muy alta. Justamente se llamaba así la campaña que lanzó Ayuda en Acción hace medio año: 1 de cada 5. Hicieron unos breves y estupendos documentales con historias reales de familias necesitadas y los presentaron el 17 de septiembre en un acto público en Madrid. Entre los participantes de la mesa redonda estaba Gonzalo Fanjul, un investigador y activista contra la pobreza de prestigio internacional. Y recuerdo que me llamó poderosamente la atención algo que dijo: antes de la crisis, explicó Fanjul, el número de pobres en España era casi el mismo que después. Es decir, nuestra supuesta riqueza en los años de las vacas gordas siempre fue frágil, mal distribuida y volátil. La única diferencia era que aquellos pobres tenían más ayudas sociales (luego los Ayuntamientos y comunidades se endeudaron y ya no contaron ni con eso) y que además descendieron medio escalón en su precarísimo equilibrio: se terminaron los trabajos eventuales y las chapuzas. Eso marcó la diferencia entre la pobreza y la miseria. Entre familias con los euros contados y familias que no podían ni mandar a los niños a clase porque les habían crecido los pies y ya no tenían zapatos para calzarlos.
Mejor dicho: que ya no tienen zapatos para calzarlos. Hablemos en presente, porque esas familias desamparadas aún existen. Por pura casualidad, porque se me ocurrió meterme en la plataforma solidaria Teaming hará un par de años, sigo teniendo contacto constante con una veintena de esas familias. Es una relación que me ha dado mucho, porque me ha impedido ignorar su presencia, me ha impedido olvidar que eso existe. Todos tenemos la tendencia a creer que nuestro pequeño mundo es el mundo entero; todos solemos medir la realidad por la vara de lo poquito que conocemos. Y, sobre todo, intentamos no ver lo que nos duele, lo que nos incomoda. Esto es algo muy humano; es un rasgo incluso positivo para nuestro equilibrio psicológico, una buena defensa de nuestra mente. Lástima que, en este caso, tenga el coste de volver a hundir a los más desfavorecidos en el limbo de la inexistencia. Ahora que estamos empezando a recuperar la confianza y a ponernos contentos, seguir emperrado en mencionar a los pobres es cosa incómoda y que apesta. Allá van los desheredados, camino de la más completa oscuridad social. Donde estuvieron siempre, por otra parte.
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