El purgatorio
La desacralización de la imagen, aunada a la masificación de los teléfonos con cámara, ha convertido cualquier espacio público en un coto de fotógrafos espontáneos
El hombre primitivo pensaba que si alguien le hacía una fotografía le robaba el alma. Sentía un respeto supersticioso por las imágenes: él era él, pero también su imagen, y quien le hacía una fotografía le robaba un pedazo de sí mismo. Me pregunto cómo se sentiría aquel hombre en este mundo donde cualquiera podría robarle el alma con el teléfono que lleva en el bolsillo. La desacralización de la imagen, aunada a la masificación de los teléfonos con cámara, ha convertido cualquier espacio público en un coto de fotógrafos espontáneos. Ya no puede uno perder la compostura, ni hurgarse la nariz, ni relajarse hasta que aflore la sonrisa idiota, sin la zozobra de que alguien haya disparado su Samsung e inmortalizado el momento.
La suma de teléfonos con cámara en un restaurante no solo son el ojo que todo lo ve, también son el archivo que todo lo guarda. Un archivo que, visto por aquel hombre primitivo, sería un calabozo lleno de almas. Haría uno bien si cada noche borrara las imágenes de las personas para liberar a las almas de su prisión. El selfie, desde la perspectiva de nuestro hombre primitivo, adquiere un nuevo significado: el del acto por medio del cual una persona se roba el alma a sí misma, como quien se roba su propia billetera. Aunque es verdad que el rizo todavía podría rizarse, si este individuo se hace el selfie mientras se roba a sí mismo. La nanotecnología ha logrado reducir una biblioteca de miles de libros al tamaño de una tableta, y una discoteca de miles de discos al tamaño de un artefacto de la talla de un mechero. También ha logrado que millones de personas, al tener tantas almas prisioneras en la memoria del teléfono, lleven un purgatorio portátil en el bolsillo.
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