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el pulso
Columna
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El malo de la película

La imagen de Richard Kiel, que interpretó a Tiburón en dos películas de la saga James Bond, se quedó grabada profundamente en el público

Richard Kiel y Roger Moore en 'La espía que me amó' (1977).
Richard Kiel y Roger Moore en 'La espía que me amó' (1977).Album

Qué se recuerda más: lo que nos hizo alguna vez felices o lo que nos hizo desdichados? ¿Lo que nos divierte o lo que nos asusta? ¿Lo que nos permitió soñar o lo que no nos dejó dormir? Dentro de un cine, al menos cinco de cada diez veces la respuesta correcta es la b. Los malos de las películas, que en la teoría están ahí sobre todo para ser vencidos por el héroe, son los que en muchas ocasiones se llevan el gato al agua: al apagar la luz por las noches, se recuerda más a los zombis que a sus cazadores; los actores que interpretaron a Drácula, con Bela Lugosi y Christopher Lee a la cabeza, se hicieron más famosos que quienes los espantaban con sus crucifijos; lo que perdura de Frankenstein es Boris Karloff y cualquiera sabe que la niña de El Exorcista era Linda Blair, pero todo el mundo ha olvidado a Jason Miller, el cura. Y si cierras los ojos y piensas en El silencio de los corderos, no ves a la agente del FBI que encarna Jodie Foster, sino a Anthony Hopkins en su papel del antropófago. Por eso muchos se hicieron célebres por su capacidad de encarnar seres monstruosos, como Lon Chaney, sobre quien después de ser el fantasma de la ópera, un hombre-lobo o una momia y ganarse el alias de El Hombre de las Mil Caras, circulaba por Hollywood esta frase hecha: “Si un insecto se posa en tu plato, no lo mates: ¡podría ser Lon Chaney!”.

Que los malos de las películas dejan huella, o tal vez cicatriz, y que además son un buen negocio, lo demuestra el caso de Richard Kiel, que murió el 10 de septiembre en un hospital de Fresno, California, a los 75 años y tras caerse de un caballo. El actor, que medía 2,17, se hizo famoso hace casi cuarenta años por su papel de Tiburón, el gigante con dentadura de acero, en La espía que me amó y Moonraker, dos de las historias más celebradas de James Bond. Su imagen quedó grabada de forma tan profunda en el público, que los guionistas de la serie del espía 007 no sólo tuvieron que incluirlo en un segundo largometraje sino que decidieron hacerlo cambiar de bando, ponerse del lado de los defensores de la ley y darle una muerte noble. Hay que añadir que antes de eso no había hecho gran cosa en las pantallas, salir en El clan de los rompehuesos junto a Burt Reynolds era lo más notable; y después tampoco, porque su participación en El jinete pálido o El inspector Gadget no fue para tanto. Y sus colaboraciones en las series de televisión Lassie o Starsky & Hutch fueron modestas y esporádicas. Pero bastó su papel de coloso asesino en aquellos dos largometrajes de James Bond para que nunca haya sido ni vaya a ser olvidado, tal y como él reconoce en su autobiografía, Making it big in the movies, publicada en el año 2002, en la que cuenta que el dolor que le producía la terrorífica dentadura de Tiburón era tan insoportable, que sólo podía tenerla puesta unos minutos, por lo que todas sus secuencias tardaron una eternidad en rodarse.

Richard Kiel es una demostración de que nada nos mantiene más quietos en la butaca de un cine que los personajes que nos dan ganas de salir corriendo. Será que necesitamos el miedo para sobrevivir. Y que el único sistema de medida de un héroe es el tamaño de sus adversarios. Sin Tiburón, igual que sin Ernst Stavro Blofeld o el Dr. No o Goldfinger, James Bond habría sido mucho más pequeño. Sin lo mal que nos lo hacen pasar los villanos de las películas, lo pasaríamos mucho peor.

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