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EL PULSO
Columna
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Los nuevos monumentos

Las estatuas nos dicen a quién hay que admirar, cuáles son los modelos. Ahora en Buenos Aires, se imponen los monumentos de cómicos.

Martín Caparrós

El monumento es un sillón marrón posado en plena acera en la esquina tan porteña de Uruguay y Corrientes; al fondo, el Obelisco. El sillón es de metal pero simula cuero; sobre el sillón, tranquilos, con las piernas cruzadas, con dos de esas sonrisas que aquí dirían cachadoras, dos cincuentones en trajes de otra moda charlan, se entretienen. El que está sentado a la derecha se llamaba, cuando vivía, Javier Portales y era un cómico menor; el de la izquierda se llamaba, en ese mismo trance, Alberto Olmedo –y tuvo y tiene fama.

Alberto Olmedo nació en Rosario en 1933 y murió en Mar del Plata en 1988, cuando se cayó o se tiró del balcón de su piso. Su muerte levemente grotesca terminó de confirmarlo como un héroe argentino; antes, había empezado su carrera con un personaje que todos los chicos argentinos de su tiempo conocían y coreaban: el Capitán Piluso. Cuando pasó a divertir a adultos impuso una exclamación –¡rucucu!– que pronunciaba mientras acercaba su mano abierta al ojo de la cámara. Dicen que la improvisó para ganar una apuesta: que un técnico lo había desafiado a meterse una raya de cocaína en plena transmisión y el cómico inventó esa maniobra de distracción y ocultamiento para poder hacerlo. No solo por eso se hizo popular: tenía un humor chispeante, cribado de malos entendidos, que pasaba por encima de cualquier libreto, y lo ejerció en todo tipo de pantallas, siempre rodeado de glúteos con señoras. Cuando se murió empezaron a entronizarlo como una de las mayores expresiones de la cultura popular –porque alguien imaginó que la cultura popular era la cultura que se hace popular y en Argentina le creyeron– y tres años atrás le dedicaron su monumento en Buenos Aires.

Allí, Olmedo y Portales –sus personajes, Álvarez y Borges– representan sonrientes, silenciosos, sus diálogos siempre muy cargados. El sillón parece cómodo y deja entre ambos un espacio, donde se sientan los paseantes: se hacen la consabida foto, se vuelven parte de la historia. Detrás, involuntario, un cartel dice que Fulano es un peronista de Perón y Evita –como si reportarse a dos cadáveres antiguos fuera un mérito. Cincuenta metros más allá, más tosca, otra estatua es un barbero obeso con su brocha en la mano y, a su lado, su viejo sillón de barbería: otro cómico, Jorge Porcel, gran compinche de Olmedo. La estatua siguiente incluye un escritorio, dos teléfonos y un señor de flequillo y habano sentado detrás: un humorista político que supo llamarse Tato Bores.

Hay cambios que se hacen con el tiempo: pocas cosas parecen tan inmutables como una estatua en una plaza. Con los años, las décadas, esas estatuas nos dicen, de a poco, en un susurro, a quién hay que admirar, cuáles son los modelos. Durante los cinco últimos siglos las estatuas nos mostraron señores a caballo, santas mártires, cabezas coronadas: la Iglesia y el Estado se hacían con todo el bronce. En las últimas décadas, en Asia, en África, nuevos países estatuan hombres nuevos: son abogados, gremialistas, doctores vestidos de doctores, maestros, tenientes coroneles, gente que peleó denodada por alguna independencia pero nunca se preparó para volverse monumento. Ahora, en Buenos Aires, son los cómicos. Alguien puede creer que están diciendo algo.

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