Aborto y gais: las paradojas chilenas
Chile es el mejor país de la región, el más próspero, el que tiene una clase media más asentada. ¿Por qué entonces continúa siendo tan retrógrado en algunos aspectos?
Chile parece contradecir una de las máximas que, desde los tiempos de la Ilustración, creemos casi a pies juntillas: que el progreso material trae siempre aparejado el progreso moral; o que cuando se tiene la barriga llena y se va a la escuela, dicho con otras palabras, se gana en tolerancia y en civismo. Las sociedades más permisivas y liberales han sido aquellas en las que el nivel de vida medio era más alto. Las nórdicas al frente de las europeas, las europeas al frente de las occidentales y las occidentales al frente del mundo entero. Las conquistas en libertad sexual, en derechos civiles y en igualdad de la mujer han fermentado siempre en países prósperos.
Chile ocupaba en 2012 el puesto 37 del mundo en el índice de desarrollo humano (IDH), un indicador creado por la ONU para medir el bienestar de los países que se calcula tomando en consideración la riqueza económica (el PIB per capita), la esperanza de vida de los ciudadanos y su nivel de acceso a la educación. No es infalible, pero valora parámetros que no son sólo monetaristas y tiene en cuenta la igualdad social.
En ese mismo índice, Argentina ocupaba el puesto 42, Uruguay el 48, México el 56, Venezuela el 66, Perú el 72, Brasil el 80, Colombia el 85 y Bolivia el 100. Es decir, Chile es el mejor país de la región, el más próspero, el que tiene una clase media más asentada. ¿Por qué entonces continúa siendo tan retrógrado en algunos aspectos? ¿Por qué está en la retaguardia mundial en la defensa de algunos derechos civiles que son en nuestro tiempo un símbolo de progreso y de normalidad? Hay dos ejemplos paradigmáticos de esta extravagancia: el aborto y el matrimonio igualitario.
La legislación sobre el aborto en Chile es una de las más restrictivas del planeta. Se prohibió en 1989, en los estertores del pinochetismo, y no está permitido ni siquiera por razones terapéuticas. En 2013, el Estado obligó a ser madre a los 12 años a Belén, una niña que había sido reiteradamente violada por su propio padre. Gilda Luongo, feminista histórica, es una de las escasas personas que defienden con vehemencia el aborto libre, y se pregunta “cómo es posible que ello ocurra en un Estado que pertenece a la OCDE, que dice manejarse entre los estándares económicos exitosos en el concierto internacional, […] un Estado gobernado, por segunda vez, por una mujer”.
Los homosexuales pueden casarse en Argentina, en Brasil, en Uruguay y en México. Hay leyes de unión civil en Colombia y en Ecuador. En Chile, en cambio, no existe ninguna legislación que ampare la convivencia de dos personas del mismo sexo. E incluso hasta 2011, con el asesinato del joven gay Daniel Zamudio, no se dictó una ley que castigara la homofobia.
En uno y otro caso, el Gobierno de Bachelet propone sólo reformas de mínimos: una ley de aborto terapéutico, ya presentada para la discusión, y una de uniones civiles (Acuerdo de Vida en Pareja) que se arrastra desde la presidencia de Piñera. Y aun así, nada garantiza que la sociedad chilena, recubierta todavía por algunos óxidos morales del pinochetismo, vaya a aceptarlas sin combate.
Pablo Simonetti, escritor y presidente de la Fundación Iguales, asegura que “no hay nadie en este momento en Chile que no se dé cuenta de que la Iglesia no tiene sotana suficiente para regularle la vida sexual a nadie”. Pero esa sotana, tan alargada como el perímetro del país, es la única explicación que existe para entender estas paradojas chilenas.
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