Cristina García Rodero: “No creo en Dios, solo en el azar cabrón”
Se acostumbró a mirar de niña y no ha dejado de hacerlo. Recorre el mundo con su cámara, dispuesta a encontrar ese instante de vida que surge de una fiesta o de los cristales rotos de una historia. El dolor no le asusta. Le asusta que exista. Pero sigue retratando sus preguntas.
Esta mujer es una mirada. Estos ojos parece que van a volar. Ella misma está sentada al borde del asiento, como decía Patricia Highsmith que había que disponerse a crear. Y no se está quieta Cristina García Rodero, no se posa, y son esos ojos los que van más allá de lo que dice, como si estuviera fuera de aquí mientras habla.
Acaba de venir y ya se va. Como los grandes viajeros, como Paul Bowles, por ejemplo, al lado de la puerta de salida la espera una maleta. Así que cuando regresa (de Brasil, de Haití, de África, de la India, de Cáceres o de un barrio sin nombre) ya está dispuesta a irse. Ante la imagen que encuentra se transforma, de ahí procede esa mirada detenida y profunda desde la que te ve como si estuviera también mirando la sombra de lo que ya ha visto. En la memoria de su retina están la miseria y el dolor, la belleza y el misterio. Esa visión múltiple ha hecho que esta mirada sea más grande, como el universo que ahora está en sus libros y en lo que dice. Fiestas y martirio, dolor y paisaje.
La mirada de Cristina Rodero es ella misma. Su excursión universal por lo popular, lo mágico y lo extraordinario son el testimonio escalofriante o sutil de esta contemplación rabiosamente humana. Ella dice: “Quiero que lo real sea mágico”. Lo real es la gente, y lo mágico es el alma. Los ha juntado en fotografías sencillas y memorables.
Busca el segundo, el instante en el que la realidad ya es para siempre. Con esa filosofía ha recorrido millones de momentos y gestos. Un salto, un niño dormido, la luz de una vela, la vida en blanco y negro, la ilusión y la miseria, las procesiones y el fuego, la pirotecnia en la que se quema la vida. Todo lo que es humano permanece. “Entre el cielo y la tierra, lo que busco son unidades sacadas de reportajes que luego conforman una historia con mil historias, con un sentido, que buscan hablar de una sola cosa”. Lo que hace recuerda al buen cine. Vittorio de Sica, por ejemplo, su Ladrón de bicicletas, o las viejas fotografías de los pioneros estadounidenses. La vida en un instante, el segundo en el que la vida pasa de ser existencia o pasado. En ese momento justo dispara Cristina García Rodero, y el resultado es el tacto que verifica su ojo cuando el clic no es de su mano, sino de su alma. “Es que la fotografía y el cine”, dice Cristina, “cuentan lo mismo aunque el cine exige grandes presupuestos”. Para su película bastan sus ojos y la cámara. “Un fotógrafo solo necesita un utensilio que capte lo que con su mirada quiere contar. Está solo ante el peligro, no tiene ninguna ayuda”. En este caso es esta mujer que me ve, sentada al borde de la silla, hablando como si temiera despertar a las mariposas. Un utensilio, los ojos y el alma.
La casa es un orden, como si ella ya se hubiera ido. La espontaneidad, dice, es su razón de ser como artista, pero para llegar a hacer arte del instante hay que prepararse mucho, educar la mirada, editar mientras miras. Mirar y cortar. “Si no construyes bien una historia, esta se cae, te puede confundir, o te aburre. Tienes que seguir el chispazo, ¡eso lo quiero hacer!, y luego ha de ir creciendo la idea”. La idea surge como un fuego, pero luego has de detenerte, solo el trabajo convierte en importante una idea e impide que esta resulte una ocurrencia. De modo que eso que parece que ella ha retratado de pronto –y así es, fue de pronto– tiene una elaboración minuciosa, como si antes de disparar hubiera estado analizando los ojos o los gestos de un país o de un barrio. “Cuando llego a un sitio me compro todos los libros que hay sobre el lugar, estudio qué han hecho los fotógrafos locales, los escritores de la zona, cómo lo han visto los extranjeros. Soy una esponja, tienes que ir con los poros de la piel muy abiertos para dejarte conquistar, para intuir por dónde puedes ir, porque seguramente desde tu idea inicial pueden nacer otros caminos”.
“La idea surge como un fuego. Luego has de detenerte para impedir que se quede en ocurrencia”
Ir y volver. Fotografiar no es tan solo tocar, es ir adentro. “Me pasó en Haití. Fui y volví, siempre estoy volviendo. Tú no retratas ese drama y ya ese drama pasó. Vive contigo. Contigo viven las fotografías porque vive la realidad, persiste”. Por ejemplo, Haití. “Vuelvo. En ese contacto con la gente aprendes a tratarla, a saber quién eres para ellos, qué son ellos para ti, qué sensaciones te producen; aprendes a estar muy atenta. El reportaje es tener los cinco sentidos, es la rapidez mental y la rapidez física”.
–¿Qué impresión se llevó de Haití?
–Que es un país muy desgraciado con muchísima fuerza, de gente que quiere que sus hijos estudien, que tengan conocimientos, gente que se sacrifica mucho por ellos, quieren que tengan un futuro. Y es un país al que yo veo sin futuro.
Nació en Puertollano, seis hermanos, de chica se distraía con una mosca. Ahora es intensa como una roca; con ese acento ha pronunciado su angustia sobre Haití. Le dijeron: “Si vienes, vas a sufrir, Cristina”. Fue. Acaba de volver. El dolor no le asusta. Le asusta que exista. Pero ella siente que lo tiene que contar. “Si no cuento qué veo, ¿qué hago? Nada. He decidido libremente lo que quiero hacer. Y quiero que quede una obra, que la gente sepa qué vi”.
La naturaleza de su trabajo no está en el estudio, ni en la puerta de la casa. Así que ha de viajar constantemente. “Esta es una tiranía, como el tiempo, porque las sensaciones que busco suceden en determinadas épocas del año, en un día, en unas horas, y he de estar allí”. Como quien quiere retratar la lengua de las mariposas. “Y no puedes ir el día que te apetezca, sino el día que es, en la estación que es y estés como estés. O esperar otro año, pero nada se repite, y tus circunstancias cambian también. Todo eso te obliga a estar con la maleta casi hecha, yo no la guardo nunca, duerme en un rinconcito de mi habitación, preparada para salir en algún momento.
–¿Y es una maleta grande?
–Es una bolsa muy grande, sí. Todo el mundo me lo dice. Pero voy comprando libros y otras cosas por el camino. El equipaje de un fotógrafo requiere materiales.
El misterio de estos ojos es que están llenos de preguntas. Los ha paseado por este país, buscaba sus misterios, su dolor, sus cristales rotos. ¿Cómo lo ha visto, cómo lo ve? “Mi generación no sufrió lo que sufrieron nuestros padres en la guerra. Sin embargo, sí hemos visto crecer una España casi de posguerra, muy empobrecida. Se levantó y se ha caído otra vez. Hubo grandes conquistas sociales, las mujeres han vencido el dominio del macho para todo. Y mira, ahora, España se empobreció de nuevo”. ¿Y qué ha pasado? “Probablemente, que nos hemos acostumbrado a la corrupción. Y en esa inconsciencia hemos pasado de un Estado del bienestar magnífico a la hecatombe. Como si empujaras una ficha de un dominó y cayeran muchas a continuación”.
“El efecto dominó”, dice, “lo ha destruido todo y hay que volver a construir con una base más sólida. Es como si hubiera pasado un terremoto por este país, no de siete minutos, de siete años. Nos va a costar veinte para llegar al punto en el que estuvimos”.
Le gustaba, de chica, mirar la vida cotidiana, “las mujeres salir al atardecer, con sus sillas, a comentar”. Viendo esa vida, trayendo a sus hermanos de la escuela, se acostumbró a mirar. Fue una niñez feliz, jugaba en la calle, en las plazas. “La gente más pobre edificaba las casas en las laderas de los cerros, y cuando llovía se inundaban las calles. Pero el recuerdo es ese, jugar en ellas”. La madre era maestra, el padre vendía joyas. La casa estaba llena de gatos y de risa, los niños jugando, “eso es lo que tiene una familia numerosa”. La huerta, la hierba, el río en Despeñaperros, cazar ranas, coger espárragos. “Empezamos a veranear en Torremolinos y recuerdo cómo se paseaba un guardia a pleno sol, con un gorro como de explorador africano, que ponía multas a las que iban en biquini y a los que se besaban en la playa. Esa imagen la tengo aquí. Y la de la salida del colegio, en Puertollano, los niños corriendo en bandada, al tiempo que los mineros tiznados salían de la mina”.
Habla como si hiciera fotos. De chica quiso ser bailarina, pintora. La fotografía fue algo mágico. “¡Ojalá me hubieran enseñado a bailar, qué pena, es un placer que he perdido… Al final, lo que intentas es hacer cosas que te causen placer, con las que crezcas como persona”. En ese proceso de búsqueda se encontró con la fiesta y también halló el dolor, y ambos son la materia principal de su trabajo. “Pero en la fiesta también hay momentos duros, porque hay una parte religiosa, porque echas de menos a los ausentes, porque también hay soledad aunque haya mucha gente alrededor. Realmente, fotografiar una fiesta es fotografiar la vida”. ¿Y el dolor, Cristina? “Es algo que te encuentras demasiado a menudo. Produce compasión y respeto. Es lo que más trabajo cuesta retratar y es lo que nos hace iguales y frágiles”.
Las fotos que más la conmovieron la tenían a ella, mirando, en medio de la familia numerosa. Luego, como aquel personaje de Hemingway, “conoció la angustia y el dolor, pero no estuvo triste una mañana”. Ahora tampoco sabe para qué sirven el reloj, el dinero y el tiempo; sale de casa, de estampida, si tiene una idea o una corazonada, y está acostumbrada ya a saber que detrás de una risa hay una aventura, o un dolor. Le pregunto qué hay ahora entre el cielo y la tierra, en este mundo en el que ella ha retratado fiesta y dolor. “No creo en Dios, solo en el azar cabrón”. De chica le daba miedo hasta la sombra de un perchero. En esos ojos asombrados de la mujer que viaja y retrata está, me parece, esa niña buscando qué hay detrás de esa sombra.
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