La fuerza de la gravedad
¿Qué tiene esta fotografía de especial? Es una mujer sólida, tridimensional y contundente. No hay levedad alguna, todo es tierra, raíces, todo es cuerpo, hundiéndose en su propio peso.


Qué pasa, sin pasar nada, aquí, joder? ¿Y por qué, si no pasa nada, pasa tanto? ¿Por qué, si pasa tanto, no eres capaz de verlo? Has vuelto en los últimos días a esta foto diez, quince, veinte veces, la has cogido entre tus manos desprevenida, advertida, a media luz, la has observado de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de arriba abajo, del revés (¡y qué revés, por cierto, tiene!). Pero ella sigue muda, la cabrona, no porque no diga nada, que no para de hablar, pero en qué idioma, a qué instancia de ti, con qué intenciones. Algunos días te has perdido en los detalles: el ojal que se abre en la tela del albornoz, bajo la mano izquierda del cuerpo de la mujer, la misma mano que sujeta un cenicero; el botón que al otro lado de la prenda, a la misma altura, aparece de perfil. Qué alejados el botón del ojal, qué alejado también el cigarrillo de la boca ausente.
Ya está, te dices, regresando de súbito al conjunto: lo que te desazona de este cuerpo bidimensional, impreso en un papel ligero, es la sensación de pesadez infinita que transmite, como si fuera un regalo para la fuerza de la gravedad. Si saliera en la foto el humo del cigarrillo, caería hacia abajo. Por eso la mujer resulta tan sólida, tan tridimensional, tan contundente. Si trasladaras su cuerpo a la imaginación, se precipitaría también a lo más hondo de ella y no habría ya forma de moverlo de ahí. No hay levedad alguna en esta imagen, no hay vuelo, todo es tierra, raíces, todo es cuerpo, un cuerpo hundiéndose en sí mismo por su propio peso. Y tú lo ves hundirse como un ahogado.
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