Incertidumbre en los convenios
Contra la retórica de que la norma serviría para crear empleo, se ha destruido a mansalva, al aplicarse en etapa de recesión, sin mantener, por lo demás, el poder adquisitivo salarial
Un año después de dictada, apenas nadie discute que una reforma laboral integral era necesaria. Pero no necesariamente al coste de unos daños colaterales tan severos como los que ha producido, y aún producirá, la reforma Báñez, por sus desequilibrios, improvisaciones e inconcreciones. Contra la retórica de que la norma serviría para crear empleo, se ha destruido a mansalva, al aplicarse en etapa de recesión, sin mantener, por lo demás, el poder adquisitivo salarial. Contrariamente a la clarificación jurídica que se enarbolaba como pretensión profunda de la misma, la reforma ha incrementado la litigiosidad y el recurso a los tribunales.
En vez de dispensar mayor seguridad jurídica, ha aumentado la incertidumbre, como se comprueba ahora con ocasión de la finalización de la prórroga de un solo año a los convenios, que antes renovaban automáticamente su vigencia.
Que esa prórroga automática era disparatada lo demuestra la duración casi eterna, durante décadas, de algunos convenios, con el consiguiente encorsetamiento y declive de la adaptabilidad de las condiciones pactadas a una realidad que es cambiante por naturaleza. Pero al mismo tiempo es innegable que ese mecanismo suponía también, en general, una suerte de protección a la parte negociadora que se supone más débil, los trabajadores. De modo que la actual ruptura de la vigencia de los convenios viene a sumarse, en un panorama de altísimo desempleo que fragiliza la fuerza negociadora de la fuerza de trabajo, a la ya comprobada reducción salarial, en detrimento de una de las partes.
La reforma Báñez dejó un agujero negro sobre lo que ocurriría tras el final de la ultraactividad, que así se conoce a la prórroga automática de los convenios por la que estos extendían en la práctica sus efectos más allá de los límites temporales pactados. Podía haberlo hecho y no lo hizo, más que por un periodo de un año. Pero el mundo del derecho no tolera el vacío, que siempre se rellena, de alguna forma, no necesariamente la mejor.
Los agentes sociales han tenido que salir a la palestra para minimizar los riesgos de esa situación de incertidumbre, y han pactado la aceleración de la negociación de los convenios. Al igual que alumbraron un pacto de rentas poco antes de lanzarse la reforma Báñez, ignorado por esta. Habrá que reconocer que la responsabilidad de patronal y sindicatos compensa acertadamente la imprevisión gubernamental.
Por culpa de esta última, es probable que se desencadene un duro pulso entre dos alternativas jurídicas. La de quienes sostienen que el abrupto final de los convenios debe ser apenas rellenado mediante las cláusulas minimalistas del Estatuto de los Trabajadores, lo que previsiblemente reducirá su protección. Y la de quienes consideran que el carácter colectivo de los convenios no puede deslindarse de la afectación individual de todos aquellos que se acogen a ellos, y, por tanto, su protección se entiende salvada para ellos.
Parece lógico colegir que este pulso acabará siendo dirimido ante los tribunales, incrementando adicionalmente la creciente litigiosidad. Y todo eso sucede, para mayor paradoja, cuando la competitividad de la economía española, medida en costes laborales unitarios, ha sido restablecida y reconducida a umbrales europeos.
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