La mejor manera de ser eterno
Acaba de llegarme el e-mail de un lector al que con anterioridad no conocía. Es una carta formidable, escrita con humor y brevedad, muy ágil y elegante. Además me gusta, claro está, porque se las arregla para llenarme de generosas alabanzas en muy pocas líneas. La firma un tal Óscar Corbacho; es argentino, vive en Buenos Aires, y él mismo se presenta así: “Te digo que fui durante 30 años creativo publicitario, que tengo siete libros de poemas con algunas distinciones y uno de cuentos y que este año publicaré un volumen de sonetos en colaboración con otro poeta”. Pero lo que me ha llamado la atención y de lo que quiero hablar es del principio de la carta. El mensaje comienza de este modo: “Tengo noventa años y acabo de leer La ridícula idea de no volver a verte, uno de esos libros que al terminar uno siente que es una persona diferente, que le ha pasado algo importante y que es para toda la vida”. Disculpen el bochornoso autobombo de copiar una frase tan elogiosa hacia un libro mío, pero es que no he podido resistir el maravilloso encanto de sus palabras: ¡Tiene noventa años! ¡Y dice que es una lectura que “le ha hecho diferente”! ¡Y que será “para toda la vida”! Incluso si hubiera sido un elogio dedicado al peor de mis enemigos literarios (aunque, la verdad, no sé si tengo alguno), no hubiera podido por menos que copiarlo aquí, como muestra de ese portento de vitalidad y de optimismo que es este hombre. Óscar Corbacho me ha iluminado el día.
No me sorprende que, a los noventa años, sea tan moderno en su lenguaje, tan rápido en su expresión. O bueno, sí, quizá me sorprenda un poco, porque todos arrastramos tremendos prejuicios ante la gente mayor. Ahora bien, como yo ya voy siendo también bastante añosa, ya he alcanzado una edad que, en mis primeras novelas, publicadas hace más de treinta años, me parecía decrépita, y que hoy percibo de otro modo. Quiero decir que mis primeros libros están llenos de sesentones marchitos y a punto de palmarla, pero ahora que ya he cruzado el cabo de los sesenta me siento estrepitosamente joven todavía. Ya lo decía Oscar Wilde: “Lo peor de cumplir años no es envejecer, sino que no se envejece”. O sea: uno no envejece nunca por dentro, uno se sigue viendo igual de confuso y trémulo y vital que a los catorce, mientras se va alejando cada vez más de la realidad de su propio cuerpo. Total, que, como yo sigo sintiéndome igual a los sesenta, comprendo muy bien que a los noventa pueda pasar lo mismo. Pero lo más genial de la frase de Corbacho es esa alegría de vivir, esa capacidad para “cambiar”, ese entusiasmo con el que se proyecta “para el resto de su vida” como si fuera un futuro inacabable. Dan ganas de aplaudir.
La inmortalidad verdadera es la del aquí y el ahora, la de la plenitud anímica y la fuerza vital"
Ya me había pasado antes algo parecido con mi madre. En 2004, cuando la boda de Felipe y Letizia, se confeccionó un abanico conmemorativo de los esponsales. Era en verdad muy feo, con las varillas de tosco plástico y una tela rosada, si mal no recuerdo, con la fecha y alguna leyenda conmemorativa. Mi madre, que a la sazón tenía 83 años, se empeñó en que le consiguiera uno. “Pero mamá, es horrible…”, intenté disuadirla. “No importa, hija; es uno de esos recuerdos que luego, con el paso de los años, te gusta tener”, contestó tan tranquila. Y a mí me hizo mucha gracia y me pareció que se creía eterna. Hoy, casi una década más tarde (tiempo suficiente para que el abanico haya adquirido un valor rememorativo), mi madre ha cumplido ya 92 años y sigue estupenda. Sin duda es inmortal.
Y lo es porque la verdadera inmortalidad es la del aquí y el ahora, la de la plenitud anímica y la fuerza vital, la de la capacidad de habitar el presente como un amplio horizonte interminable. “Mi día equivale a tu año”, cantaba Lou Reed. Es esa tranquila intensidad la que aspiro alcanzar. Y desde luego no es cosa de la edad, o no solo: hay jóvenes que son viejos a los veinte años y viejos capaces de reinventarse cada día. Como Óscar. En todo ello interviene sin duda la salud, cierta energía básica que viene inscrita en nuestro organismo, haber tenido la suerte de tener en el cuerpo una sopa química lo suficientemente favorable. La ciega alegría de las células. Pero además está la disposición, la voluntad de seguir, la decisión de asumir una actitud u otra. Ya se sabe que, tras haber sido condenado a muerte, Sócrates se pasó la última noche de su vida aprendiendo a tocar una complicada melodía con su flauta. Sus amigos, que estaban desolados, le preguntaron para qué perdía el tiempo en eso. “¿Para qué va a ser?”, contestó: “¡Para aprenderla antes de morir!”. No se me ocurre una manera mejor de ser eterno.
Twitter: @BrunaHusky
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