La América Latina de Chávez
El caudillo venezolano abrió un nuevo escenario en la región, en el que EEUU ha sido relegado, la comunidad iberoamericana promovida por España enfrenta dificultades y la OEA está dividida en dos bloques
Chávez está ya en el panteón de una América Latina que tiene particular debilidad por el martirologio, que lo encuentra como personaje perfecto, santificado por una muerte trágica en la plenitud de su vida y su poder, en medio de una escenografía de secretismo organizada por sus áulicos.
Llegó a la presidencia en 1999 en un contexto único y quizás irrepetible en la historia de Venezuela y de América Latina. En su país el sistema político había llegado a un grado de descrédito absoluto, con los dos partidos históricos, AD y COPEI, en total descomposición, fuertemente penetrados por la corrupción.
En la región, la ilusión modernizadora basada en democracias consolidadas e institucionalizadas al más puro estilo occidental, en matrimonio con un modelo económico neoliberal, comenzaba ya a hacer aguas. Los más pobres, que se habían ajustado los cinturones al límite, estaban hartos de promesas de largo aliento que no sentían ni en sus bolsillos ni en sus ollas. No era solo culpa del modelo; una profunda crisis económica sumió en esos años a buena parte de América Latina, forzada a medidas de ajuste, con un descontento social creciente que se asoció con el modelo neoliberal. A la vuelta de unos años (a partir de 2005), el incremento de los precios internacionales de materias primas inundó las cajas de los países sudamericanos.
A su vez, Estados Unidos y el mundo vivieron en 2001 un giro copernicano con la caída de las Torres. La respuesta belicista y radical de Bush hijo tuvo una consecuencia inmediata: la región salió del radar de los Estados Unidos. Comenzó el repliegue estadounidense y el fin de las políticas de ingerencia descarnada en la zona.
Igual que Castro en los sesenta, pero con más exito, apostó por exportar su modelo al continente
En ese contexto, al jurar la presidencia Chávez no engañó a nadie cuando dijo que lo hacía sobre una “moribunda Constitución”. Nueva Constitución, nueva lógica. Comenzó con el control total de los poderes del Estado. El perfil todavía indefinido de su ideología se fue decantando progresivamente hacia un populismo de tinte socialista “made in Cuba” bautizado como socialismo del siglo XXI, que tomó rumbo tras el torpe fiasco del golpe de Estado de 2002 y la radical huelga en la empresa petrolera estatal (PDVSA) en 2002-2003.
La receta fue muy concreta. Uso discrecional de los fondos del Estado, políticas de alto impacto social, énfasis en programas de salud y educación y formación de estructuras populares organizadas. Todo basado en el modelo cubano de misiones de médicos, maestros y grupos barriales de supervisión revolucionaria. Acciones contra la pobreza que dieron resultado. El pueblo llano encontró al redentor y al padre que, ¡por fin!, como cabeza del ogro filantrópico, se preocupaba por él, le daba voz y lo hacía sentir parte central y orgulloso de su propia historia. El Estado lo fue todo, pero fue una presencia salpicada de ineficiencia, corrupción y mal manejo económico, que convivió con las peores expresiones del capitalismo tradicional y con una endémica inseguridad ciudadana.
La polarización era inevitable. Las élites desplazadas, los grupos de poder que no pudieron insertarse en el nuevo esquema (una parte de ellas sí lo logró), una clase media que resentía el autoritarismo, se colocaron al otro lado de la vereda. Aquello de “todo con la revolución, nada fuera de ella” se aplicó a rajatabla. La lógica era de blancos y negros en un tablero de amigos y enemigos. Se construyó el discurso único y el partido único. El pluralismo fue parte del pasado. Una oposición huérfana de partidos, desorientada y sin discurso, se refugió en los medios y los medios fueron el blanco de un poder implacable. El adversario le quedó grande por muchos años. Tardó más de una década en darse cuenta de que solo la unidad permitirá vislumbrar una salida. Los demócratas de verdad fueron engullidos por el huracán.
Una Venezuela dividida
se enfrenta a una transición
que con el tiempo
puede ser dolorosa
Chávez no era un hombre cualquiera, era un mago de la palabra, cultivador de una retórica fascinante, de un carisma arrollador, capaz de creer y hacer creer en grandes causas. Hombre apasionado, provocó pasiones de amores incondicionales y odios definitivos. Tomó a Bolívar como modelo recurrente y obsesivo y se abrazó con el Libertador.
Igual que Castro en los sesenta, pero con más éxito, Chávez apostó fuerte por exportar su modelo al continente. Estaba convencido de que había llegado la hora del cambio. Los precios del petróleo lo acompañaron (rompieron la barrera de los 40 dólares por barril en 2004, superaron los 145 en 2008 y se mantuvieron en el rango de los 100 entre 2011 y 2012). Se dijo antiimperialista, antioligárquico y antineoliberal. Pintó los enemigos en la pared y llevó a su causa a varios líderes que se sumaron a su coro: Néstor Kirchner en 2003, Evo Morales y Manuel Zelaya en 2006, Rafael Correa y Daniel Ortega en 2007, Fernando Lugo en 2008. A la par, pero en una línea más moderada, ayudaron a girar la región a la izquierda Ricardo Lagos en 2000, Lula da Silva en 2003 (figura objetivamente más relevante que la del propio Chávez), Leonel Fernández en 2004, Tabaré Vázquez en 2005, Álvaro Colom en 2008 y Mauricio Funes en 2009. Así, en la primera década del siglo XXI, más del 60% de las naciones latinoamericanas habían abrazado políticas sociales sostenidas, aplicado bonos de impacto directo sobre los ciudadanos, marcado distancia de EE UU y sumado a la idea de una integración política más que económica. Todo esto se hizo —vivan las ironías— sin dejar de lado la herencia del execrado neoliberalismo: políticas macroeconómicas responsables (salvo, claro está, la dispendiosa Venezuela de Chávez), e inserción en la economía abierta del mundo globalizado.
¿Cuánto ha influido el chavismo en los actuales Gobiernos de la región? Mucho en algunos, poco o nada en otros. Para Cuba, la ayuda venezolana es el maná en tiempo de desesperanza, indispensable. Lo es también para Nicaragua. Lo fue en la primera fase del Gobierno boliviano de Morales. Hoy, sin embrago, tanto Bolivia como Ecuador tienen vuelo propio y su futuro, vinculado emocional e ideológicamente al caudillo desaparecido, no depende ni económica ni políticamente de Venezuela. Argentina sigue siempre su inescrutable rumbo. Para los más, el futuro sin Chávez (aunque con su ideología) es perfectamente posible; para los menos, es una incógnita dramática.
Chávez fue sin duda un impulsor ferviente de procesos integracionistas que se tradujeron en tres nuevas instancias. El primero fue la Alternativa Bolivariana de las Américas (ALBA, 2004), que cuenta con ocho miembros. Su objetivo era el salvataje de Cuba, la influencia geopolítica en el Caribe y el control de un bloque de países que ejerciera influencia en los organismos internacionales. Bajo la batuta de Lula, Chávez ayudó a impulsar la creación de la Comunidad Sudamericana de Naciones (2004), luego UNASUR (2008), un mecanismo claramente político que complementó además la idea brasileña de la sudamericanización de América Latina. El tercero culminó en 2011 en Caracas, con la creación de la Comunidad de Estados de Latinoamérica y el Caribe (CELAC). Es hoy un nuevo escenario en el que Estados Unidos, sin estar fuera de juego, ha sido apartado con firmeza; la comunidad iberoamericana promovida por España enfrenta dificultades y la OEA es una organización hipotecada a dos puntas.
En su momento de mayor gloria (2004-2008), el comandante quiso ir más lejos. Tras oler el azufre del beligerante Bush, abrió una desafiante relación con Irán, rompió relaciones con Israel, firmó acuerdos militares con Rusia y recibió con los brazos abiertos a la emergente China. Más recientemente defendió la tiranía de Gadafi y las masacres perpetradas por El Asad. Pero, eso sí, sin dejar de proveer un solo día un millón de barriles de crudo a EE UU.
Cuando la lluvia de oro, incienso y mirra deje de caer sobre el cadáver de Hugo Chávez, Venezuela dividida y encarnizada deberá resolver la era del poschavismo, con un Maduro que recibirá el voto póstumo, pero con una transición que con el tiempo puede ser dolorosa. América Latina, por su parte, seguirá un camino que ciertamente no es el mismo que antes de la llegada de este condottiero desmesurado y apasionado que quiso cambiar el mundo, y que quedará en la historia como una de las figuras más emblemáticas de este continente, en el que son posibles Remedios la Bella y un Patriarca en su otoño.
Carlos D. Mesa Gisbert es historiador y periodista y fue presidente de Bolivia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Archivado En
- Hugo Chávez
- Opinión
- Unasur
- ALBA TCP
- Celac
- Bolivia
- Tratados Libre Comercio
- Nicaragua
- Ecuador
- OEA
- Cuba
- Venezuela
- Libre comercio
- Relaciones comerciales
- Caribe
- Comercio internacional
- Tratados internacionales
- Centroamérica
- Estados Unidos
- Relaciones económicas
- Relaciones internacionales
- Norteamérica
- Latinoamérica
- Sudamérica
- Comercio