Contra el contagio universal
Es sabido que en una situación de miedo, susto, angustia, tristeza, odio, abatimiento o cualquier otra cosa desagradable que se les pueda ocurrir, caben dos actitudes principales, grosso modo. Una es someterse al contagio, muy difícil de resistir y que a lo largo de la historia ha llevado a naciones a la locura, el pánico o la agresividad colectivas y por tanto a las mayores atrocidades. No son pocas las guerras y persecuciones, los exterminios que han empezado así, por contagio. A veces la infección se origina en unos cuantos individuos nada más, que inexplicablemente, sin embargo, suelen tener influencia y poder. De éstos se valen para extenderla a una inmensa parte de la población, que no sólo no se opone al esparcimiento de la enfermedad, sino que la abraza con entusiasmo, tentada por el precipicio y por la cómoda simplificación. La otra actitud consiste en sobreponerse al miedo, el susto, la angustia y demás, precisamente por ver al vecino poseído y atenazado por ellos. Sirva un ejemplo inocuo: los que lo pasamos mal en los aviones tememos y deseamos a la vez que en el asiento contiguo nos toque un pasajero aún más aterrorizado, incapaz de disimular su aprensión. Uno de esos hombres o mujeres que se santiguan antes del despegue, más por superstición que por devoción; que clavan las garras en los brazos de la butaca y desde el primer instante nos transmiten su tensión; que pasan nerviosamente las páginas de un diario, un libro o una pantalla sin lograr leer una línea; que se sobresaltan al menor ruido nuevo y escrutan las expresiones de las azafatas en busca de indicios de anomalía o de normalidad. Puede que su palpable pánico nos contagie y aumente nuestra natural inquietud, y que acabemos el vuelo con la ropa tan arrugada y tan despeluchados como nuestro vecino o vecina: las medias con carreras, la corbata torcida y desanudada, la falda en el ombligo, el pelo como si hubiéramos viajado en un descapotable a toda velocidad. Pero también cabe que, al ver a alguien más despavorido que nosotros, nuestro temor amaine por contraste; que su comportamiento nos parezca tan desmesurado que reaccionemos distanciándonos de él, haciendo acopio de serenidad y sobriedad. Ante un semejante más triste que nosotros, podemos dejarnos arrastrar por su pena y sumarnos a ella multiplicándola, o bien sentirnos impelidos a mitigársela y tratar de alegrarlo. Lo mismo con los demás sentimientos o sensaciones que he enumerado al principio.
Nunca he sido muy optimista, creo, pero en los últimos tiempos me sorprendo al verme animando a la gente"
Nunca he sido muy optimista, creo, pero en los últimos tiempos me sorprendo al verme animando a la mayoría de las personas con las que hablo. El panorama es tan oscuro que el contagio general resulta casi inevitable. La queja y la preocupación continuadas, el pesimismo insistente, la subida abusiva de los precios de todo junto a la bajada de los salarios, la huida de los jóvenes, el paro que aumenta a insoportable ritmo desde que nos gobierna Rajoy, los despropósitos de sus ministros lunáticos, las insidiosas amenazas de Mas (cuya política es tan idéntica a la del PP que no se entiende por qué quiere separarse ahora; será que se siente incómodo como los gemelos univitelinos), todo ello es sumamente contagioso, se hace arduo sustraerse a sus efluvios nocivos y no seré yo quien culpe a nadie de hundirse en la desolación. Pero es tanta la que nos rodea que, aunque sólo sea por cansancio y por preservar un poco el espíritu, de pronto uno se encuentra, quizá en contra de su proclividad, alentando a familiares, amigos, conocidos; al peluquero, a la farmacéutica, al librero, a la pastelera, al jubilado, al colega y a todo dios. Los ve tan mohínos o angustiados que, sin mucha base ni argumentos, se descubre diciéndoles una y otra vez aquello de Cervantes: “Paciencia y barajar”, que ya vendrán cartas mejores. O bien: “Ningún Gobierno es eterno, y el actual tiene ya el tiempo contado, tan mal lo está haciendo y tanto se está enajenando a los ciudadanos a fuerza de ir contra ellos y nunca a su favor. Aunque el PSOE esté para el arrastre, serán los votantes quienes lo obligarán a ponerse en pie; y si no, a otro partido, tanto dará. La gente querrá deshacerse a toda costa de estos caballos de Atila. Si ya está hasta el gorro al cabo de un año, imagínese dentro de tres más de destrozos y humillación”.
Cada vez que oigo a alguien decir que, pese a todo, le va bien en lo que sea, lejos de mirarlo con desconfianza o inquina, como hacen muchos, me dan ganas de estamparle un par de besos de gratitud. (Siempre que no sea banquero, claro.) Qué alivio escuchar eso en medio de la jeremiada nacional. El contagio es tan abrumador que casi se juzga mal –como a un irresponsable o a un desaprensivo– a quien se atreve a confesar que aún se salva de la quema; que no puede evitar no desesperarse; que, a pesar de las perspectivas, piensa que en peores circunstancias nos hemos visto (lo sabemos los que vivimos bajo el franquismo) y que de ellas nos sacaron o conseguimos salir. Para mi estupefacción, me estoy convirtiendo en uno de esos irresponsables o desaprensivos. Hablo de mi vida privada, no de las columnas que escribo aquí, que cada semana salen como salen, y a veces ni siquiera me explico que salgan. Me disculpo ante los agoreros o descorazonados, a los que no faltan motivos para serlo o estarlo. Pero mi agradecimiento, mi admiración y mi afecto se dirigen ahora hacia los valientes simpáticos que no se dejan contagiar.
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