El parque temático
Cada vez que nuestras fuerzas vivas desenfundan su artillería de palabras muertas referidas a la Transición, para apuntar hacia nuestras cabezas con objeto de reanimar la parte más ñoña de nuestro cerebro –la que atañe a los recuerdos complacientes–, desenfundo el María Moliner. Atentos: “Acción de cambiar o pasar de un estado, manera de ser o manera de hacer una cosa a otro”. Su primera definición se adapta a aquello que el Rey hizo tan bien con la ayuda de todos los españoles, como recientemente nos ha sido recordado en amistosas y reales charletas. Personalmente, de esta contribución al Diccionario de la inmortal doña María –a quien desde ahora, gracias a la obra teatral de Manuel Calzada, no puedo sino ver como a Vicky Peña–, lo que más me gusta es el ejemplo que pone seguidamente: “La transición del estado líquido al gaseoso”.
Ahora que nos encontramos en pleno estado sólido, anquilosadas las arterias del Estado o, mejor dicho, sangrado el Estado de su líquido y de sus gases y reducido a una dura carcasa que nos aprisiona en el infortunio, tiendo a seguir buscando definiciones en el segundo tomo de dicha obra: concretamente, definiciones que empiecen por transi. La que cae inmediatamente después es transido/a. Transido de angustia o de pena, dice, o de hambre, pero esto último “no es usual”. Espera y verás.
También podemos contemplar transigir, que es lo que venimos haciendo en masa: “Adaptarse, atemperarse, avenirse, blandearse, ceder (…) perder su DERECHO”. La gran Moliner, que sufrió la pérdida de los suyos a causa de la represión franquista, tenía en tanta consideración los derechos que nos avisaba destacándolos en mayúsculas.
Tanto loar la Transición para disimular que hemos vuelto al siglo XIX”
Hasta pasar al transir, que es el morir, nos encontramos con accidente de tránsito, lo cual conduce a la inevitable y evidente conclusión de que nosotros, los españoles, fácilmente podemos morir aplastados por un vehículo llamado Transición, que en su momento fue un último modelo, ligero, utilitario y aplaudido por propios y extraños, pero que, pilotado últimamente por personajes públicos que lo usan para amagar sus fechorías, se ha vuelto lento, pesado y peligroso.
Del estado líquido, sanguinario, de la dictadura, que no se quiere recordar, que incluso se desea enmendar –de ahí el mendaz Diccionario biográfico histórico español impulsado por Aznar, sobre el cual publica Mongolia un cumplido informe, en su número de enero–, al estado gaseoso, eufórico, del periodo de democracia y vacas gordas, y, de aquí, al vaciado de sentido y a la petrificación de los estamentos superiores, a la desafección de los ciudadanos por la política, a la división de la sociedad en castas, con muchos parias divididos según sus carencias y, al mando, un grupo de selectas e impunes sanguijuelas, pertenecientes o sometidas al estamento financiero.
Y la Transición, la más vaca de todas las vacas: la sagrada. Convertida en parque temático. Cada vez que alguno de nuestros próceres la necesita para algo, se sube al trenecillo, pita y arranca y se da una vuelta por los diferentes sectores, hasta terminar en el patio central, la Constitución, nuestro gran logro inamovible, la ternera todavía más sacra.
Lástima que los conductores del absurdo tren de juguete no se den la vuelta. Si lo hicieran, comprobarían que los pequeños vagones se encuentran vacíos. Que a fuerza de convertir el presente en mentira han logrado que desdeñemos algo que, sin duda, fue verdad: un consenso que nunca más se repitió, porque desde entonces cada uno ha estado tirando para lo suyo, sin importarle que, por el camino, cayera el bien más preciado de todos. La confianza.
Tanto loar la Transición, tanto pasárnosla por los morros, para disimular que, en la práctica, hemos vuelto al siglo XIX.
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