Ética y legitimidad política
Rajoy debería ofrecer un pacto a los partidos o convocar un referéndum sobre sus cambios de programa
La política tiene algunos códigos propios pero también está sujeta a unas reglas fijadas por la propia sociedad y que responden a pautas y parámetros sociales ineludibles. Si estos no se observaran, el alejamiento (más allá de la desafectación) de los gobernantes respecto sus ciudadanos corre riesgos de quebrar las instituciones de convivencia. El gran padre de la sociología política, Max Weber, utilizaba conceptos muy precisos (me referiré a dos) que mantienen gran actualidad como elementos orientadores de la actuación de los dirigentes. Sin embargo, la casta política que padecemos en nuestro país no solo ignora y desprecia al sociólogo alemán sino que hace lo propio respecto el pueblo al que gobierna.
Hay dos ejes de gran calado en su doctrina: ética de la convicción-ética de la responsabilidad y, por otra parte, legitimidad de origen-legitimidad de ejercicio. Analicemos la situación actual bajo el prisma de estas categorías.
Cuando comenzó la crisis, quienes ahora son Gobierno se centraron en criminalizar insistentemente al anterior presidente de todos los males. Era el único culpable. Al tiempo, ellos representaban la confianza, la encarnación de un estilo de gobernar diferente donde la responsabilidad y la eficacia era presidida por una ética de convicciones: los valores y medidas en que decían creer. Aseguraban saber lo que tenían que hacer y anunciaban que su mera presencia en el gobierno iba a arreglar por sí misma los problemas. Aparecían revestidos hasta de gran superioridad moral y de capacidad. Sus promesas fueron abundantes, claras y rotundas. Obtuvieron gran respaldo de la ciudadanía y se vieron llenos de gran poder, igual que en las Comunidades Autónomas y decidieron ejercerlo de modo excluyente de cualquier idea o propuesta proveniente de cualquier otro grupo político español. Ellos solos tenían las soluciones aunque sí que eran más que permeables, obedientes, a quienes aseguraban eran sus amigos en Europa y que nos iban a ayudar. ¡Menuda ayuda (al cuello)!
Pero ese cambio, en apenas siete meses, ha ahondado una crisis mucho más pavorosa con resultados económicos que están arrojando al país en una sima, extendiendo la depresión colectiva y el sufrimiento a millones de españoles. Para abordar la situación, el nuevo Gobierno no solo olvidó algunas promesas sino que, además de insistir cansinamente en la herencia, enterró en bloque todas las soluciones y compromisos que ofrecieron hace meses e incluso semanas en una catarata de incumplimientos.
Para justificarlo, se apela a la responsabilidad, afirmando que no hay libertad para hacer otra cosa ante la gravedad de la situación. Pero ello no responde a un ejercicio verdaderamente responsable de la gobernabilidad sino a un aferrarse al poder, sin hacer ninguna pedagogía sino puro dramatismo, sin trasladar ningún sentimiento ni compasión ante decisiones muy duras para los de siempre. Es dudoso que hubiese entonces ética de convicciones, ni tampoco ahora ética de responsabilidad.
La afirmación más corrosiva para la credibilidad política que en 35 años de democracia he escuchado ha sido al actual presidente cuando con frialdad expresó en una reciente entrevista “Haré cualquier cosa que sea necesaria, aunque no me guste y aunque haya dicho que no la iba a hacer” (7 de mayo de 2012, Onda Cero). ¡Yo necesito creer en los dirigentes! Puedo perdonarles si se equivocan pero no si me engañan, y menos aún si es deliberadamente.
Los otros conceptos weberianos son la legitimidad de origen y de ejercicio. Ciertamente, el actual Gobierno tiene la primera. Su elección democrática en noviembre fue muy clara. Pero la democracia no es solo un acto que se ejercita cada cuatro años con la emisión del voto ni habilita para todo en cuatro años. Es una dinámica y una exigencia constante para hacer efectivos, dentro de los principios básicos, sus compromisos ante los ciudadanos.
También el programa de Gobierno tiene un especial valor. En Derecho Constitucional unánimemente se considera que en la sesión parlamentaria de investidura, el voto es para el candidato pero no como una habilitación ilimitada sino en función del programa que presenta ante la Cámara de modo que la legitimación para gobernar es para que ejecute ese programa. Es usual que se incumplan promesas ¿pero todas?
Siete meses después, el alejamiento real del programa electoral previo a las elecciones es inmenso, como lo es sobre el programa de Gobierno en base al cual el Congreso le invistió como presidente. De todo aquello, nada, absolutamente nada queda. La legitimidad de origen no es un cheque en blanco, tiene que revelarse como una continuidad para que se mantengan al menos las bases para que con mayor o menor intensidad o acierto, exista legitimidad de ejercicio. Cuando esta quiebra, algo debe suceder y el Gobierno, sobre todo cuando la ciudadanía se solivianta, debe reflexionar muy profundamente.
En la primera mayoría absoluta, en 1982, una promesa estrella de Felipe González fue sacarnos de la OTAN. En el poder modificó de criterio pero tuvo el arrojo de reconocerlo y convocar un referéndum donde defendió y justificó su cambio, pidiendo el respaldo de los ciudadanos. Esto podría hacer el actual presidente de Gobierno o, al menos, llamar a un pacto nacional a los demás partidos. Esta última solución, justificada por la emergencia, engarzaría con el espíritu constitucional de consenso que hace años hemos perdido. Dignidad, coraje, humildad y sinceridad son conceptos infrecuentes en política. Quedan las dudas sobre si tenían ética de las convicciones o la tienen de la responsabilidad y si su legitimación de origen ha quebrado ante los ciudadanos en su forma de ejercer el poder.
Jesús López-Medel es abogado del Estado y fue diputado del PP.
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