De qué hablamos cuando hablamos de educación
El debate se vicia en torno a los conciertos, la religión o la lengua vehicular. Pero podríamos estar hablando del nivel en Ciencias, Matemáticas o comprensión lectora. Y de dinero
Una costumbre muy española es elaborar efímeras leyes educativas. Está a punto de terminar su trámite la ley Celaá, o mejor dicho la Ley Orgánica de Modificación de la LOE. Será la octava reforma educativa en democracia, después de las de 1980, 1985, 1990, 1995, 2002 (no llegó a aplicarse), 2006 y 2013 (la LOMCE, o ley Wert). La inestabilidad es en sí un lastre para el sistema: no llega a asentarse un modelo cuando llega otro.
El último intento serio de lograr un pacto de Estado para la educación, del que saliera una ley duradera, lo hizo Ángel Gabilondo como ministro del ramo con Zapatero. Estuvo cerca de lograrlo, incluyendo a los partidos y a la comunidad educativa, pero el PP de Rajoy se apeó a última hora por motivos ajenos a lo que se debatía ahí; el principal, que veía cercana su victoria en 2011. Antes y después de eso, ningún Gobierno se ha resistido a dejar su impronta en el sistema.
Una y otra vez, el debate está viciado, se sitúa entre trincheras a las que separan cuestiones identitarias: la clase de religión, los conciertos, la moral o la formación cívica, la educación sexual, la inmersión lingüística, las aulas separadas por sexos. Asuntos que, sí, hay que legislar, pero que se llevan los titulares, centran las broncas políticas, sacan a gente a la calle. Lo prueba que Casado instruya ahora a las autonomías del PP a adelantar la matriculación para sortear el supuesto ataque a la concertada. El foco sigue lejos de lo que más debería preocuparnos.
Podríamos estar hablando de que los alumnos españoles de 4º de la ESO tienen un conocimiento deficiente en Ciencias y en Matemáticas. Lo ha revelado el informe TIMSS: en ambas materias la brecha con los demás países avanzados se agranda. Podríamos estar hablando de la comprensión lectora de los estudiantes de 15 años: en el último informe PISA, los resultados de todas las comunidades empeoraron. Podríamos estar hablando de la insoportable tasa de abandono escolar temprano: un 17% frente al 10% de media en Europa.
Podríamos estar hablando de métodos pedagógicos que aúnen conocimiento y competencias, de formar para el mercado laboral y para la vida ciudadana; del dominio de lenguas —las españolas y las extranjeras—, de innovación, de la FP. Podríamos estar hablando de cómo se selecciona, incentiva y retribuye al profesorado para atraer al mejor talento a la enseñanza. Y podríamos estar hablando, es obvio, de dinero: de cuánto se invierte, que no gasta, en educación; de asegurar una financiación estable, y de cómo se emplea con eficiencia para obtener los mejores resultados en calidad y en equidad.
Hay peculiaridades españolas que explican las controversias en este terreno: el peso histórico de la Iglesia católica en las escuelas, un reducto que resiste la secularización; la polarización en torno a cuestiones de género y sexualidad que resurge con debates disparatados como el del mal llamado pin parental. Y, muy en particular, se pagan las dificultades para el consenso político en todos los órdenes, agravadas por la fragmentación del Parlamento, el bibloquismo y el electoralismo perpetuo, como prueba el bloqueo de toda institución que requiera mayorías cualificadas.
En lo que debería importarnos más, la ley Celaá supone avances sobre la ley Wert, impuesta por el rodillo de una mayoría absoluta y en un contexto de recortes. Siendo mejor que la anterior, corre el riesgo de durar tan poco como ella en cuanto se dé la vuelta a la tortilla, algún día ocurrirá. El problema de fondo es de país: es cuánto nos interesa la educación en aquello que no sirve a la trifulca partidista.
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