Incertidumbre y política monetaria
El desenlace apunta a que las restricciones de los bancos centrales se extenderán durante buena parte de 2024
La administración del tratamiento de restricción monetaria para frenar las presiones inflacionistas comienza a mostrar resultados y, como consecuencia, la economía del mundo se debilita. A pesar de que en el primer semestre la actividad global se comportó mejor de lo previsto, las perspectivas ahora son de una economía que pierde dinamismo, y en la que no es posible desestimar aún los riesgos de una desaceleración generalizada de la demanda y recesiones en algunas de las principales economías. Por otra parte, si bien es cierto que la inflación ha comenzado a ceder, el principal determinante ha sido una moderación en el ritmo de crecimiento en los precios de las materias primas y la energía, en tanto que la inflación subyacente muestra signos de persistencia, anclada en la fortaleza del sector servicios y en un consumo contenido financiado con los ahorros generados durante la pandemia. Ello augura potenciales efectos de segunda ronda vía demandas salariales y, por ende, una mayor dificultad para seguir avanzando en el control de la inflación.
Así, el desenlace apunta a que será inevitable que la restricción monetaria se extienda a buena parte de 2024. Además, este complejo panorama tiene lugar en medio de riesgos latentes —muchos de ellos con la capacidad de afectar repentinamente a la actividad económica y a la inflación— derivados de las tensiones geopolíticas que, como el alter ego del fantasma marxista, recorren el mundo como un espectro. Se trata de riesgos que pululan no solo en los entretelones de la “normalización” de la guerra en Ucrania, sino también en los del reposicionamiento estratégico de las potencias grandes y medias, lo que quizá conforma el entorno de mayor incertidumbre desde el final de la Guerra Fría.
El mantra nos invita a repetir que la tormenta pasará; que la economía volverá a un crecimiento sostenido y con baja inflación que sustente el aumento de la riqueza material y, con este, mayores niveles de bienestar. La incógnita, sin embargo, radica en cuáles serán las herramientas que lo harán posible. En su día, Keynes postuló que la incertidumbre es un elemento crucial para las decisiones económicas. Las expectativas sobre el futuro desempeñan un papel esencial en la forma en que los individuos y empresas toman decisiones de gasto, inversión y empleo. Cuando estas se encuentran oscurecidas por la incertidumbre, infectan de pesimismo la “preferencia por la liquidez” reduciendo el gasto de las personas, y apagan la vitalidad de los “espíritus animales” constriñendo la iniciativa de los empresarios. Como medicina en contra de la toxicidad de la incertidumbre, Keynes abogó por el estímulo de la demanda agregada a partir de políticas fiscales y monetarias activas; las primeras, impulsando el gasto público y, las segundas, mediante tipos de interés lo suficientemente bajos como para no superar el parámetro de la eficacia marginal del capital y estimular así a la inversión.
Contraponiéndose a esa visión está, entre otras, la de las expectativas racionales de Robert Lucas, que plantea que las políticas de estímulo (fiscales o monetarias) no sostenibles en el largo plazo harán que los agentes económicos no ajusten su conducta conforme a lo que dichas medidas persiguen y, en consecuencia, no afectarán de manera permanente el nivel de actividad. Así que cualquier intento de emplearlas para reducir el desempleo a corto plazo terminará siendo contraproducente, ya que, como respuesta, los agentes económicos anularán sus efectos con su comportamiento. En el largo plazo, solo las políticas económicas más estructurales, creíbles y que se perciban como capaces de tener efectos duraderos, modifican positivamente las expectativas racionales y permiten que la economía consiga un nuevo equilibrio en el largo plazo.
Desafortunadamente, el actual entorno resulta un enrevesado reto intelectual para ambos polos paradigmáticos. Por una parte, está el hecho de que las políticas estructurales postuladas por Lucas como vía para alcanzar un nuevo equilibrio en el largo plazo se enfrentan a la inmovilidad que, en ese terreno, parece haber introducido el derrotero de las democracias liberales. Además de que los populismos han aprendido cómo hacer uso de las herramientas de la democracia para hacerse con el poder y limitar con ello la viabilidad de políticas económicas de largo aliento, estas resultan difíciles de implementar con gobernanzas (populistas o no) más preocupadas por las siguientes elecciones que por lo que pueda ocurrir en las décadas por venir.
Pero tampoco Keynes podría dormir tranquilo en estos días. La política fiscal, la herramienta por antonomasia para estimular la demanda agregada, se halla sin espacio en la mayor parte de las economías, y difícilmente podrá ser un factor que induzca dinamismo a la actividad en el futuro inmediato. La deuda pública del mundo es prácticamente equivalente al PIB global, con el promedio de la OCDE por encima del 120%. Y la situación en los mercados emergentes no es mejor, con gobiernos en muchas de las principales economías llevando a cuestas niveles de endeudamiento por encima de su capacidad real para sostenerlos.
Al final, de uno y otro lado, solo queda la que parece ser la única arma a mano para tratar de reanimar la actividad económica del mundo: la política monetaria. Esa a la que los keynesianos incluyeron como plato de segunda mesa en el menú de herramientas para el crecimiento, y que los economistas de las expectativas racionales consideran neutral a largo plazo. Con todo, en un rasgo de pragmatismo, no queda sino aceptar que la perspectiva más promisoria en estos momentos pareciera ser esa, la de esperar a que el ciclo monetario avance y cumpla su cometido: elevar tipos de interés hasta niveles positivos en términos reales, contraer el consumo y la inversión, reducir la velocidad de aumento de los precios, alcanzar una tasa terminal y, a partir de ese punto, iniciar la lenta retirada de la restricción monetaria para comenzar a estimular a la economía otra vez, dando forma a la vieja paradoja en la que el veneno se convierte en su propio antídoto.
¿Será acaso que la política monetaria posee la esquiva habilidad de cambiar su forma para acometer con éxito retos tan diversos? ¿O, por el contrario, será inevitable que la economía extienda su atonía, en tanto el resto de las herramientas de la política económica encuentran el espacio necesario para convertirse en las palancas que impulsen un nuevo periodo de prosperidad? Es difícil preverlo y será solo el futuro el que nos lo revele. Por desgracia, este, igual que Proteo, el viejo pastor de focas de Poseidón, es por naturaleza un ente evasivo y cambiante, capaz de transfigurarse para evitar revelar la verdad a quienes la buscan.
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