Herramientas contra la inflación
El control de precios o la imposición de subidas máximas a estos no suelen dar los resultados esperados
Hace 50 años las economías occidentales experimentaron una situación excepcional no incluida en los manuales de economía de entonces: la estanflación. La combinación de crecimiento lento o recesión junto con inflación era un escenario improbable desde que J.M. Keynes puso patas para arriba a la teoría económica después de la Gran Depresión.
Para lidiar con el nuevo problema, durante buena parte de los 70 se intentó de todo, particularmente controles de precios y salarios, subvenciones a los combustibles o políticas expansivas. Como sabemos hoy, buena parte de estos intentos no respondieron a las expectativas. La comprobación de que la caja de herramientas disponible entonces no era tan útil como antaño obligó a revisar paradigmas y modelos de actuación.
La primera gran lección cayó del lado de los bancos centrales. El efecto Volcker nos contaba que, ante todo, la inflación de los setenta era en buena parte consecuencia de la desconfianza en las instituciones, en este caso económicas y, entre ellas, aquellas que gestionaban tanto la política fiscal como sobre todo la monetaria. La restauración de la confianza vino de la forma más dura, con intensas subidas de tipos y una recesión corta, pero profunda. En segundo lugar, y a partir de esta primera lección, aprendimos que ser tibios ante una inflación elevada y permanente lo único que lograba era trasladar las decisiones dolorosas al futuro. En temas de inflación, procrastinar tiene un coste creciente.
Sin embargo, la mayor lección vino del uso de aquellas herramientas que se aplicaron para controlar precios e inflación. Como he adelantado, el control de precios, la imposición de subidas máximas a estos, o cualquier otro intento de invalidar a la fuerza las presiones de los mercados ante una situación de aumentos generalizados de costes no suelen dar los resultados esperados. Históricamente, los controles de precios en entornos de inflación elevada han provocado escasez y, por ello, la aparición de mercados negros donde los mismos productos se negociaban a precios aún mayores. Para evitar acaparamiento, cuando se controlan de forma generalizada los precios se suele exigir el control en las compras (cartillas de racionamiento). También han provocado pérdida de tejido productivo al limitar legalmente el ajuste de los márgenes ante subidas de costes. Y finalmente tiene un efecto redistributivo pernicioso al permitir el traslado de rentas a favor de quienes pueden acaparar.
Esta lección no ha impedido que aún hoy haya quienes soliciten este tipo de medidas. Más aún, está posibilidad ha llegado desde uno de los rincones del ejecutivo. Sin embargo, y a pesar de esto, tales herramientas han sido poco utilizadas, con la excepción quizás del límite al crecimiento de los alquileres, y cuyo efecto sobre el mercado estaría por analizar.
Esto no quiere decir que no haya opciones de actuación más allá de la subida de tipos. Las hay y alguna se ha aplicado. Es el caso, por ejemplo, de la excepción ibérica. Entendiendo que, en un inicio, el aporte principal a la inflación provenía de los mercados energéticos, en particular el gas y a través de su traslado al mercado eléctrico, cortar este cordón umbilical podría reducir la contaminación que provocaba un hecho fortuito (como la subida de los precios del gas) sobre la evolución de los precios de la luz y con ello de la inflación general. Y es que la excepción ibérica no se corresponde con un control de precios, sino con la reducción de un excedente extraordinario que estaba sobre-remunerado a las tecnologías inframarginales del mercado eléctrico. Es por ello por lo que las consecuencias en el mercado del tope al gas no pueden aparejarse a las de un mero control de precios.
Sin embargo, otras medidas cuya utilidad es muy discutida han seguido usándose. Por ejemplo, la reducción de impuestos, cuyo efecto es parcial y limitado, o descuentos a carburantes, y que podríamos catalogar como desaconsejable. Dicho todo esto, y aunque la lucha contra la inflación en este último año no ha sido, por lo tanto, ajena al uso de herramientas “no aconsejables”, es necesario destacar que la política es el arte de lo posible y, a veces, priman otras prioridades en su ejecución.
Por ejemplo, el descuento al combustible entró en vigor en muy pocos días con el evidente objetivo de desactivar una huelga que amenazaba con desabastecer a un país entero en medio de un aumento intenso de precios. ¿Había entonces otra opción? En aquel preciso instante, pocas ¿Deben considerarse, para ciertas medidas, otras funciones coste-beneficio más allá de las dictadas por la eficiencia económica? Posiblemente. Buenas preguntas que merecen un debate sosegado sobre una lucha contra la inflación profundamente condicionada por el contexto social del cuál no puede ser ajena.
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