Adiós a la vida
Lo normal es que las personas mayores no se vean reflejadas en la gente de su edad, pero les contaré una excepción que viví el pasado 9 de noviembre, al conocer a Carlos Santos Velicia, un hombre de 66 años (dos más que yo) que había viajado hasta Madrid para quitarse la vida. Fue después de comer, al atravesar en su compañía la Puerta del Sol, en dirección al céntrico hotel en el que expiraría al día siguiente, cuando descubrí la existencia de una curiosa sincronía entre sus movimientos y los míos. No éramos solo un hombre y otro hombre, éramos dos individuos mayores, con tics característicos de individuos mayores, dos casi ancianos a los que cualquier espectador objetivo habría situado, en el mejor de los casos, en el último tercio de su vida.
"También he ido a edificios de Málaga que conozco, a mirar desde un octavo piso y decirme: si me tiro desde aquí..."
"¿Qué os parece si me pongo el pijama?", preguntó a los voluntarios de derecho a morir dignamente
La habitación del hotel, sin alcanzar la categoría de una suite, era grande y luminosa y estaba compuesta por dos espacios claramente diferenciados, uno para dormir y otro para estar. El primero disponía de una cama doble, con sus respectivas mesillas de noche, y el segundo, de un tresillo y una mesa baja, todo dispuesto, como es habitual, en torno al aparato de televisión. (...)
Una vez acomodados, Carlos en un extremo del sofá, yo en el sillón más próximo a ese extremo, las sacudidas especulares se acentuaron. Así, mientras él hablaba en un tono en el que me pareció detectar cierta euforia (¿la que precede al acto final?), reconocí en sus cejas el recorte torpe que yo aplico a las mías y descubrí en los orificios de su nariz y orejas los pelos sobrevivientes a las cacerías de que suelen ser víctimas, a partir de cierta edad, estas pilosidades. No fue todo: también vi en su mirada esa curiosa mezcla de desafío y desamparo que descubro en la mía cuando tropiezo con mi rostro en los espejos de los ascensores. (...)
Mientras escucho a Carlos, cuento el número de lámparas de la habitación, primero de izquierda a derecha y después de derecha a izquierda. Y debo obtener el mismo resultado; si no, sucederá una catástrofe. Se trata de un mecanismo antiguo, infantil, para combatir la angustia. Contar me libera. Por eso cuento también ahora los dedos de las manos de mi interlocutor, siempre en las dos direcciones. Y si se levanta para ir al baño, porque tiene incontinencia urinaria, cuento los pasos que da al ir y los que da al volver, y siento un gran alivio si su número coincide. Todo ello sin dejar de escucharle. Me está relatando ahora lo de la hernia discal, que apareció luego, y por la que tuvo que meterse en el quirófano.
-Fue tremendo -dice-, porque ya no podía ni saltar. Privaciones, privaciones y privaciones. La columna me daba dolores continuos. Hasta que me hicieron resonancias y apareció el bicho.
-¿Qué bicho?
-Un quiste radicular, no sabían desde cuándo estaba ahí, y es lo peor que hay, no se puede operar ni tocar porque te quedas paralítico, va al cerebro.
-¿Es ahí donde llegan las terminaciones nerviosas?
-Todo. Es el interior de la columna vertebral. Justamente está entre la S2 y la S3, cerca de los esfínteres de la orina y de los excrementos.
-¿Cuándo te lo descubren?
-Hace un año. Y me dicen que no hay solución, que no hay nada que hacer. Me lo han dicho tantas veces, tantos traumatólogos, hasta los tribunales que me dieron la minusvalía del 65% me lo dijeron: "Señor Santos, haga usted testamento vital porque le quedan meses, esto no tiene cura, no hay solución, no hay nada". ¿Qué haces? Pues me voy a EE UU, me compro una pistola y me pego un tiro, o me tiro por un puente... También he ido a edificios de Málaga que conozco, a mirar desde un octavo piso y a decirme: bueno, si me tiro desde aquí me mataré... Pero soy una persona pacífica. (...) Así que pensar en esas opciones me resultaba muy desagradable. Primero contacté con Exit, los australianos, y luego con Dignitas, que está en Suiza. Los de Suiza fueron los que me dieron la dirección de Derecho a Morir Dignamente de Barcelona, y estos, la de Madrid. Y aquí estoy. (...)
Carlos Santos se retira al cuarto de baño a tomarse la pastilla. Observo que la luz ha cambiado. El sol ya no da directamente en la ventana, como cuando llegamos al hotel (sobre las cuatro y media de la tarde), pero la habitación me sigue pareciendo alegre. Soy yo el que está sombrío, sobrecogido. Mientras espero su regreso, releo la carta que ha escrito para la Policía Local de Madrid, donde pide que notifiquen su defunción a la dueña de la pensión donde vive, en Málaga, a fin de que "como no tengo familia ni herederos, disponga de mis pertenencias, ropa, etcétera, como quiera". Tras la firma, añade una suerte de posdata rogando que retiren de la vía pública su coche "antes de que lo rompan o lo destrocen". Como se retrasa, repaso también la carta al juez, donde, tras resumir sus padecimientos y detallar el futuro terrible que le espera a medida que avance la enfermedad (descontrol absoluto de esfínteres, dolores intensísimos, parálisis y muerte), afirma que su voluntad de morir es fruto de sus valores y que nadie le ha inducido a adoptar esta decisión que toma de manera "libre, voluntariamente, sin que ninguna persona tenga que cooperar de forma necesaria, directa o indirectamente, para llevarla a cabo".
Mientras Carlos da detalles acerca de su libro, de su vida en Londres (donde vivió varios años) y de sus viajes a lo largo y ancho del planeta, comprendo que este hombre consiguió su sueño de ser extranjero, aunque pagando el duro precio del desarraigo, de la soledad, del aislamiento. Entonces se me escapa el primer bostezo, que es una señal de alarma. En las situaciones dramáticas, o que vivo como dramáticas, me da, además de por contar, por bostezar, como si me aburriera. Me defiendo así de los excesos de realidad, de la angustia, del pánico. (...) El bostezo significa que estoy jodido. Estás jodido, Juanjo, me digo, al tiempo de contar con los dedos las sílabas de "estás jodido, Juanjo" (siete, un heptasílabo), y tengo la tentación de preguntar a Santos por sus pequeños ritos contra la enfermedad, contra la mala suerte, contra la desgracia.
Por fortuna, él ha comenzado a hablar ya de la eutanasia, de su necesidad de dejar testimonio para ayudar a que se genere un debate público sobre la cuestión. En este tema, como en todos, se manifiesta de manera muy cerebral, incluyendo datos económicos y estadísticas sobre el suicidio que no me interesan demasiado. Me afectan más los aspectos emocionales, el hecho de que uno tenga que morir, cuando así lo ha decidido, de forma clandestina, en habitaciones de hoteles, en vez de hacerlo en la propia cama, o en la de un hospital, adecuadamente atendido por profesionales y rodeado de los suyos.
-Bueno, Carlos, te voy a dejar -digo en pleno ataque de fobia.
Y enseguida, para atenuar la brusquedad, añado:
-¿Te acuestas pronto? ¿Quieres tomar algo o es temprano para cenar?
-Hambre -dice él- no tengo nunca. Si luego tengo hambre, pido algo ligero; si no, me meto en la cama, que estoy cansado.
Me levanto, se levanta, nos miramos como dos personas mayores.
-¿Adónde vas? -pregunta.
-A Gran Vía, para tomar un taxi.
-¿Te veré mañana? -pregunta cuando nos liberamos del largo abrazo (la expresión "largo abrazo", calculo, tiene 11 letras, 5 vocales y 6 consonantes).
-No lo sé -miento, pues estoy seguro de que no tendré valor para acompañarle.
Mientras espero la llegada de un taxi, observo a Carlos Santos alejarse de espaldas con los movimientos característicos de un hombre de mi edad.
Al día siguiente, Carlos Santos se levantó, desayunó y salió a la calle para resolver en una sucursal madrileña de su banco un par de asuntos burocráticos todavía pendientes. Al mediodía (sobre las 12.45) subió en compañía de un voluntario y una voluntaria de DMD a su habitación grande y luminosa.
-¿Qué os parece si me pongo el pijama? -preguntó a los voluntarios.
Antes de que le contestaran, se metió en el cuarto de baño, de donde salió al poco en pijama y con unas zapatillas (no se había quitado los calcetines). Dobló cuidadosamente la ropa de la que se acababa de desprender y la guardó en el armario. A continuación tomó el DNI y lo colocó en la mesa, sobre un pequeño conjunto de billetes bien doblados. Muy cerca, dejó la carta al juez y a la policía.
Luego sacó de su cartera el bote con las pastillas, que ya había pulverizado, y las introdujo en un vaso, echando a continuación una porción de un yogur de fresa que había comprado antes de subir. Revolvió bien con la cuchara hasta lograr una masa homogénea (lo que llevó su tiempo, por la cantidad), y el yogur de fresa se puso azul debido a la reacción química. Se tomó el "cóctel" a cucharadas, asegurando a los voluntarios que no estaba tan malo comparado con el aceite de ricino de su infancia. Se encontraba sentado en el sofá, quizá en el mismo extremo desde el que había hablado conmigo el día anterior. Abandonando las zapatillas en el suelo, colocó los pies (con calcetines) sobre el borde de la mesa baja y esperó los efectos del brebaje contándoles su vida a los voluntarios. Volvió a emocionarse, me dijeron, cuando recordó algunos pasajes de su desdichada infancia. A medida que pasaban los minutos, hablaba más despacio, pero sin perder en ningún momento la coherencia. Se quedó dormido sobre las 13.40, y media hora después, en medio del profundo sueño, dejó de respirar, sin estertores, sin sufrimiento, sin dolor, escapando así a un horizonte clínico espantoso. Los voluntarios de DMD abandonaron la habitación dejándolo todo tal y como estaba.
Al margen de la ley
Muerte digna. En España, la Ley General de Sanidad (1996) y la de Autonomía del Paciente (2002) permiten la sedación terminal y el derecho a negarse a recibir tratamientos, pero no la eutanasia, ni el suicidio asistido. Andalucía cuenta con una ley autonómica que aborda la "muerte digna" desde marzo de 2010.
Proyecto. Poco después de la publicación de este reportaje, el Gobierno aprobó un proyecto de ley para regular el "proceso final de la vida".
En el tintero. La borrasca económica dejó la propuesta olvidada en algún cajón del Congreso. No hay noticias, desde junio de 2011, para una regulación que apoya el 60% de los españoles, según el CIS.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.