Yoyó
Me imagino a las mujeres que han sido madres en estos últimos siete años intentando recordar cuántas veces comieron atún durante el embarazo. Yo misma soy adicta a este pescado, así que he debido de empapuzarme de mercurio mientras creía estar alimentándome de una manera sanísima. O, al menos, eso proclaman las últimas alarmas dentro del alarmismo habitual en el que vivimos. Un alarmismo, por cierto, voluble y fluctuante: quizá dentro de siete años algún estudio sostenga que el atún mercurial es beneficioso y, además, anticanceroso (palabra mágica).
Desde luego los altos niveles de mercurio evidencian el basurero en que estamos convirtiendo este planeta: respiramos y comemos porquerías. Pero, aparte de esa verdad innegable, hay un efecto yoyó muy sospechoso en todas estas proclamas sobre la salud. Ya saben, hace 30 años se dijo que el aceite de oliva era un veneno y hoy es la panacea. Por no hablar de la terapia hormonal para la menopausia; en los noventa era considerada lo más guay y se administraba frenéticamente a todas las mujeres; después, en 2002, dejó de recetarse cuando unos estudios demostraron que era malísima, y ahora, hace un par de meses, ¡oh, sorpresa!, otros estudios han vuelto a probar que es estupenda. ¿Y por qué será que, debajo de este mareante yoyó, me parece intuir manejos ocultos de las industrias farmacéuticas y partidas de estrógenos que hay que colocar? Encargar trabajos científicos que procuren demostrar lo que a ti te interesa es una práctica común: por ejemplo, a las compañías tabaqueras les convenía argumentar que la nicotina ayuda a combatir el alzhéimer. Y luego poderosos equipos de comunicación difunden el dato como si fuera puro e imparcial, aprovechando la obsesión por la salud que la gente tiene. Pues bien, déjenme decirles una mala noticia: al final, nos morimos.
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