Una extraordinaria montaña rusa

En la filmografía de Pedro Almodóvar hay, o puede haber, una serie de obras redondas, geniales. También puede haber obras irregulares, con altibajos. Depende del criterio del espectador, pero lo que no hay en su ya larga carrera -la próxima, La piel que habito, será su largometraje número 18- es autocomplacencia, repeticiones de género, guiado exclusivamente por el olor del dinero, un dejarse llevar por el gusto popular pese a ser el cineasta español que mejor ha reflejado, precisamente, el sentir popular.
Nada más sencillo para un realizador con productora propia que explotar al máximo un determinado género y estilo con el que triunfó plena y previamente. Las carteleras están llenas de secuelas, de títulos iguales con el añadido de una serie de dígitos consecutivos, y salvo muy honrosas excepciones (El Padrino y poco más), sólo se justifican desde el ansia de ordeñar la ubre hasta el agotamiento.
Almodóvar, y esto le honra, rechaza la reiteración y en cada uno de sus filmes da un pequeño o un gran salto al vacío. Desde aquellas iniciales comedias popis y transgresoras no ha dejado de sorprendernos con melodramas, historias terribles, negras, repuntes tragicómicos, semiautobiografías, relatos de la desesperanza o cantos al amour fou. La trayectoria profesional de Pedro Almodóvar es en realidad una extraordinaria montaña rusa de los sentimientos, tan extraordinaria como su propia vida: la de un joven humilde de Calzada de Calatrava, que es educado como becario en un internado religioso autoritario y cruel, que llega a la gran ciudad como auxiliar administrativo de la Telefónica y, años después, tiene dos oscars en su currículo y es el realizador español vivo más universal.
Ahora, una vez más, prepara con rigor y profesionalidad una nueva aventura cinematográfica: La piel que habito, un sorprendente descenso a los infiernos.
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