Un abuso arrogante
Hace muchos años, porque estas disputas vienen de lejos, participé en una discusión en el País Vasco sobre si las corridas de toros eran admisibles o rechazables. Se manejaron primero los habituales argumentos: el placer de la crueldad, la tortura de animales indefensos, etcétera... Uno de los adversarios de la fiesta, identificado con posturas de nacionalismo radical, denunció además que se trataba de una imposición española y de la España de la pandereta y el folclore agitanado, por más señas, ajena al terruño vasco. Apunté que al menos ese aspecto era discutible, porque el toreo a pié parece haber comenzado en Navarra, democratizando así la lidia a caballo propia de las regiones situadas más al sur. No estoy muy seguro de la fiabilidad histórica del dato, pero su efecto en el debate fue muy revelador: los oponentes más nacionalistas de la corrida, al suponerla de raigambre vasca, comenzaron a matizar su antagonismo y a encontrarle ciertos valores populares y antiaristocráticos nada desdeñables. Los aspectos más moralizantes del litigio pasaron a segundo plano.
Hay celebraciones simbólicas que pueden no compartirse, pero nadie puede descalificarlas sin más
A partir de entonces, soy algo escéptico respecto a la eficacia de los esfuerzos dialécticos que enfrentan a taurófilos y taurófobos, como el por otra parte muy interesante que tiene lugar ahora en el Parlamento catalán. Desde luego, soy contrario a la postura prohibicionista pero me cuesta identificarme con los planteamientos más telúricos que remiten la excelencia de la fiesta a la entraña ancestral de nuestro país o a una ilustre genealogía que se remonta a la Creta de Minos y Pasífae. También dudo del peso resolutorio de los elogios meramente estéticos, porque estoy acostumbrado a ver en otras demostraciones plásticas que lo que unos ponderan como expresión del más elevado interés artístico otros lo tienen por una mamarrachada que puede pintar cualquier niño de siete años. ¡Son tan variados los criterios del gusto y el disgusto!
Otros, en cambio, me parecen menos dudosos. Para empezar, no creo que la suerte del toro de lidia sea la más digna de compasión... al menos entre quienes comemos carne de vacas, cerdos o aves de corral y gastamos zapatos y bolsos de piel. Me parece que la vida de los toros y hasta su cuarto de hora final de batalla dolorosa sería envidiada por muchos de los animales que están a nuestro servicio... si pudieran conocerla. Puede que los toros o los caballos de carreras merezcan también una lágrima, pero como el resto de los seres vivos, especialmente nosotros y nuestros hijos. Y tampoco me parece aceptable determinar inapelablemente que el gozo que la corrida produce a los aficionados no sea más que una expresión de regodeo cruel y sanguinario. No es lo mismo disfrutar viendo luchar que disfrutar viendo sufrir: hay códigos de honor y celebraciones simbólicas que pueden no compartirse pero que nadie puede arrogarse la autoridad moral para descalificar sin más.
A fin de cuentas y lo más importante: se trata de una cuestión de libertad. La asistencia a las corridas de toros es voluntaria y el aprecio que merecen optativo para cada cual. Comprendo perfectamente que haya quienes sientan rechazo y disgusto ante ellas, como a los demás nos pasa ante tantos otros espectáculos, hábitos y demostraciones culturales. Pero que eso faculte a las autoridades de ningún sitio para decidir desde la prepotencia moral institucionalizada si son compatibles o no con nuestra ciudadanía resulta un abuso arrogante.
Prohibir un juego de indudable raigambre literaria y artística, codificado y estilizado rigurosamente a lo largo de siglos, del que disfrutan muchas personas y que garantiza una forma de vida y un tipo de desarrollo económico, ligado al paisaje y a la ganadería, exige algo más que un respetable pero no universalizable remilgo de ciertas sensibilidades. Salvo que lo que esté en juego sea otro tipo de consideraciones políticas, en las cuales prefiero no entrar.
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