Pasaporte al pasado con implicaciones al presente
No hace falta a estas alturas glosar las posibilidades que abre la capacidad de descifrar la información densísimamente empaquetada en la molécula de ADN. Como muy bien saben desde los guionistas de series de televisión a los abogados defensores, en el ADN están escritas las relaciones de parentesco; la propensión a padecer enfermedades; la afición por los deportes de riesgo; la potencialidad para desarrollar habilidades por los estímulos adecuados)... La criminalística, las compañías de seguros, la medicina... la revolución del ADN afecta a infinidad de sectores. La aseguradora australiana Nib ofrece a 5.000 de sus clientes pruebas genéticas a mitad de precio, con las podrán cuidar más su salud.
La investigación histórica no iba a ser distinta. El ADN ha confirmado que Thomas Jefferson, el primer presidente de Estados Unidos, tuvo siete hijos con su esclava Sally Hemmings. También ha investigado las huellas dejadas por el virus de la gripe que causó la terrible epidemia de 1918. Ha desvelado que no hubo cruce genético entre neandertales y cromañones. Y está ayudando a aclarar qué población decidió emigrar de África hace decenas de miles de años para acabar dando lugar a los humanos del planeta.
Ahora bien, la posibilidad de leer el ADN de un organismo -vivo o muerto- no es una panacea. La molécula es frágil y resiste mal el paso del tiempo; ante una muestra de tejido antigua los investigadores sudan para sacar algo en claro. Luego está el fantasma de la contaminación. Hasta los laboratorios más prestigiosos han tenido algún susto, incluso después de publicar su trabajo en revistas científicas, cuando han constatado que el ADN al que tan laboriosamente habían 'hecho hablar' había contado una historia, sí, pero de alguien que dejó sin querer su firma genética en la probeta. Así, los investigadores de ADN antiguo han fijado un límite teórico en 100.000 años, más allá del cual asumen que el resultado es poco fiables.
No hay duda sobre los trabajos de Tutankamón. Pero si el ADN se consolida como fuente en la investigación, los arqueólogos tendrán que enfrentarse a tantas caras de la moneda como el resto de expertos.
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