La anarquía impone su ley
El caos se adueña de Haití ante la falta de una autoridad que ataje el desorden - La ayuda internacional sigue siendo una anécdota
Cualquier cifra de muertos es falsa. Para que el número de víctimas del terremoto de Haití se acercara algo a la realidad harían falta dos cosas. La primera es que alguien los hubiera contado, supiera cuánta gente estaba comprando a las cinco de la tarde del martes en el supermercado Caribe o cuántos niños de hasta cinco años durmiendo la siesta o jugando en la guardería Le Petit Prince. Pero nadie lo sabe. Tampoco nadie ha contado cuántos cadáveres han sido quemados ya en las esquinas o cuántos continúan abandonados en medio de las calles. La segunda cuestión necesaria es que aquí, en este país antes llamado Haití, hubiese algún tipo de autoridad, municipal o estatal, que tras el seísmo se hubiese hecho cargo de la situación. Pero Haití ya no existe. Su capital sólo es un inmenso cementerio en ruinas por el que pasean sin saber hacia dónde millones de personas convertidas en vagabundos.
Ya han pasado cuatro días y nadie sabe quién manda en Haití
Una riada de mujeres y hombres deambulan en silencio por las calles
"El país ha desaparecido, Haití ya no existe", dice un funcionario
Se empiezan a escuchar tiros en el centro de Puerto Príncipe
Ivania y sus dos hijas forman parte de ese ejército silencioso. Al pasar por la puerta de la morgue privada La vida eterna se tapan la nariz con sus camisetas. Seis cadáveres sin siquiera cubrir se agolpan en el garaje sin rejas de la funeraria. Uno más está tirado en plena acera. Después de cuatro días al raso, tal vez sea mejor no describir su estado ni el olor que desprenden.
Dicen los vecinos con naturalidad que los cuerpos están ahí porque ya dentro no caben más. Ivette se santigua y relata: "Esta ropa que llevo puesta y estas dos hijas que me acompañan son todo lo que tengo. De mis otros cinco hijos no he vuelto a saber desde el día del terremoto". Cuando se le pregunta adónde se dirige, Ivania responde lo que todos: "No sé. A intentar buscar algo de comida. Hace días que no he probado nada".
Todo el mundo habla del número probable de muertos, del último niño rescatado milagrosamente por un bombero europeo que sale sonriente en los telediarios o de la inminente llegada de Hillary Clinton y de sus 10.000 soldados. Pero nadie habla de esa riada interminable de mujeres y hombres silenciosos que deambulan como sonámbulos por una ciudad que, mal que bien, era la suya. Sabían a dónde dirigirse cuando tenían un problema de tráfico, o de salud, o cuando querían comprar un medicamento o un pantalón para sus hijos. Ya nada de eso es posible. El terremoto se llevó hasta el último resquicio de vida cotidiana. Lo hizo en menos de un minuto, pero con una eficacia mayor que muchos meses de bombardeo.
Tampoco están las autoridades. Ninguna. La última imagen del presidente René Préval es la de un hombre que balbuceaba ante las cámaras, sin corbata y con los pantalones sucios, que había tenido que abrirse paso entre cadáveres, eso dijo, y que esa noche, la primera tras el terremoto, no sabía dónde iba a dormir. Pero ya han pasado cuatro días con sus noches y nadie sabe a ciencia cierta dónde está Preval ni quién manda en Haití. Tal vez no se sabe porque ya no manda nadie. O porque, como dice Bernard, un funcionario haitiano que acompañó ayer al reportero en su recorrido por Puerto Príncipe, "el país ha desaparecido, Haití ya no existe".
Sólo existen cadáveres y gente que anda, y niños rotos que lloran toda la noche junto a la tapia del hotel, fundiéndose su dolor con el sueño, con las imágenes repetidas de los cadáveres sin sepultura. Lo que queda de Haití se resume en los carteles improvisados que, en francés y en inglés, van apareciendo en las calles. Dicen: "Necesitamos ayuda". Pero nadie parece leerlos, porque cuatro días después del terremoto la ayuda internacional sigue siendo una anécdota, gestos de buena voluntad descoordinados, sobrepasados, impotentes. Son dos bomberos franceses llegados de Niza que solos y sudorosos introducen una y otra vez sus cuerpos por el esqueleto de un edificio que ya ha arrojado 20 cadáveres. Son unas enfermeras belgas que hacen lo que pueden ante una avalancha de gente que implora un calmante para sus hijos. La misma avalancha que se agolpa ante la puerta de una base militar controlada por la ONU cercana al aeropuerto. Son personas enfermas y heridas que quieren acceder al hospital de campaña instalado allí. Una mujer con muletas, otra con la cabeza vendada, una tercera apoyada en otra más joven, probablemente su hija. El guarda de la puerta va a dejarles entrar, pero un soldado de la ONU llega entonces, se interpone entre la veintena de heridos y el guarda y grita:
-No deje entrar más heridos.
El del fusil obedece y cierra la puerta. Luego, como si su actitud necesitara de una explicación, el soldado de la ONU dice: "Es que ya no hay más medicamentos". Hasta ayer al menos, la ayuda internacional sólo era buena voluntad y poco más. Su imagen más gráfica es la de un camión lleno de bomberos de Los Ángeles con sus trajes azules impolutos y sus cascos amarillos relucientes varados en medio de un caos de tráfico, de gente que quiere huir del infierno en autobuses atestados. De un infierno que, ayer, empezó a perder la calma. Se escucharon tiros en el centro de la ciudad. En una calle que antes era comercial y ahora es el decorado imposible de una película de dolor y miedo.
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