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ESCALERA INTERIOR
Columna
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El espíritu del reciclaje

Almudena Grandes

Aquella tarde, cuando él llegó a casa, el presidente de la comunidad de vecinos estaba pegando en la puerta un cartel que anunciaba la instalación de un punto limpio en una plaza cercana a su casa.

Antes de terminar de leerlo, pensó en lo contenta que iba a ponerse su mujer, porque ella era, con mucho, la más sensible de los dos o, al menos, la que se había sensibilizado antes. Ahora ya, por no oírla, él se había acostumbrado a cerrar el grifo mientras se lavaba los dientes o se enjabonaba el cuerpo, a pasar las sobras de sopa por un colador para tirar por separado los fideos y el caldo, y a meter en una bolsa aparte las botellas de los tercios de cerveza que se bebía con sus amigos cuando tocaba ver el partido en su casa. También a encontrar un montón de pilas usadas en el primer cajón que se le ocurriera abrir. ¿Y qué quieres?, se defendía ella. Cuando voy a casa de mi madre se me olvida cogerlas, y aquí cerca no tenemos ningún contenedor…

"Este servicio no es sólo para usted, señora. Es para todos los vecinos del barrio"

-El domingo te vas a hartar de tirar material contaminante, cielo -al subir, le dio la noticia con un beso-. Ya puedes empezar con el registro…

Empezó enseguida y tardó un par de días en terminar, pero su trabajo fue tan fructífero que el sábado por la noche ningún cajón hacía ruido al abrirse, y dos bolsas grandes de papel, otra de plástico, durmieron en el vestíbulo. Dentro, había un poco de todo. Decenas de pilas, por supuesto, pero también ocho o nueve aerosoles variados, un exprimidor eléctrico que él ya no recordaba que hubiera existido alguna vez, un secador de pelo, una batidora de mano, dos agendas electrónicas averiadas, tres teléfonos móviles escacharrados, alguno incluso con la pantalla hecha añicos, y… En fin, un montón de cosas que él habría ido tirando alegremente a la basura durante los últimos seis o siete años, si no hubiera tenido la suerte de vivir con una mujer tan estupenda.

Por eso, el domingo, cuando ella le preguntó si la ayudaba a bajarlo todo al camión, hasta le hizo ilusión acompañarla.

Y por eso, aquel día estuvo a punto de perderse, de liarse a puñetazos, por primera vez desde que salió del instituto, con el empleado municipal que les recibió, sonrisa de oreja a oreja, ante un camión flamante, pintado en colores claros y, como no podía ser de otra manera, limpio limpísimo.

-Buenos días -su mujer le devolvió la sonrisa-. No sabe cómo me alegro de que hayan venido por aquí, porque fíjese todo lo que le traigo.

-¡Ah!, pero… -y bastó que ella abriera la bolsa, mostrando su contenido, para que él empezara a negar con la cabeza-. No, no, no, esto no es así, señora. Yo no puedo cogerle todo eso.

-¿Qué? -y él también pensó que no había oído bien. Pero si todo coincide con los logotipos que tiene pintados ahí, ¿ve?

-Ya, claro, pero para todo existen unos límites en esta vida, ¿sabe? Yo puedo quedarme con dos aerosoles, un pequeño electrodoméstico, un teléfono móvil y un dispositivo electrónico por vecino. Las pilas sí, porque…

-Pero… Perdóneme, es que no le entiendo. Si todo esto es contaminante, y usted se dedica a eliminar residuos contaminantes…

-Sí, pero este servicio no es sólo para usted, señora. Es para todos los vecinos de este barrio.

-Ya, pero el camión es enorme y lo que traigo cabe en tres bolsas, ¿no lo ve? No me diga que los contenedores se han llenado ya, son sólo las doce y media, y…

-Es que no se trata de eso. Las normas son iguales para todos.

-¿Y si no viene gente suficiente para llenar el camión?

-¡Ah! En ese caso, tendré que llevármelo vacío.

-¿Y qué hago yo con todo esto?

-Pues guardarlo otra vez en su casa, hasta que vengamos la próxima vez. Y así, poco a poco…

-Ya -él se asombró de que a ella todavía le quedara paciencia-. ¿Y cuándo fue la última vez que vinieron ustedes por aquí?

-Pues no se lo sabría decir. Yo creo que ésta es la primera. Pero no se enfade conmigo, señora -y volvió a sonreír-. Parece que no entiende usted el espíritu del reciclaje.

En ese momento, él se paró a pensar qué preferiría ella, decidió que cualquier cosa antes que una pelea, y decidió tomar la iniciativa.

-Ella no entiende ese espíritu, no -intervino-, pero yo sí. Yo lo entiendo perfectamente, porque para eso pagamos impuestos municipales, ¿no? Así que coja usted lo que quiera, que ya me ocupo yo de lo demás.

-No se quejarán -les dijo al final-, que les he cogido tres aerosoles, en vez de dos. Lo han visto, ¿no?

-Claro -él asintió con la cabeza-. Adiós. Muchas gracias.

Ella le miró como si no entendiera nada, pero echó a andar tras él. Y cuando le vio tirar las bolsas sin más, en el primer contenedor de cascotes que encontraron junto a la acera, le besó en la mejilla, y sonrió. P

(Ésta es la historia, real y verdadera, de cómo la responsabilidad cívica de mi amiga Ángeles Aguilera se estrelló, hace unos meses, contra los reglamentos municipales ante la fachada del Museo Reina Sofía de Madrid)

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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