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57º Festival de San Sebastián
Columna
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Un retorno gozoso y otro decepcionante

Carlos Boyero

Imagino que la actitud de hijo pródigo de Woody Allen en los últimos años poseía justificadas razones. Es probable que le resultara complicada la financiación de sus proyectos, o que le mosqueara el progresivo rechazo de su obra en Estados Unidos, o que su creatividad necesitara urgentemente cambiar de aires. En las cuatro películas que ha rodado en Inglaterra y en España al menos ha logrado que una de ellas le saliera perfecta, la sombría y apasionante Match point. A pesar de ello, sus ancestrales admiradores anhelábamos que retornara a casa, que nos volviera a contar excéntricas, tragicómicas, insólitas historias de Nueva York con su maravilloso y genuino lenguaje. La espera ha merecido la pena. Si la cosa funciona nos devuelve un cerebro, una imaginación y una comicidad en estado de gracia, sin sombra de esclerosis aunque su poseedor vaya a cumplir 74 años.

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Allen, con desbordante sentido de la lógica, copia lo mejor de sí mismo. En esta pandilla de amigos que se reúne en bares para contar historias, protagonizadas por la pintoresca, sarcástica y nihilista personalidad del fracasado suicida e impenitente gruñón Boris Yellnikoff percibes el eco de Broadway Danny Rose. También ves la huella de Hannah y sus hermanas en los hilarantes cruces sentimentales y en su vitalista desenlace, o la siempre provisional historia de amor entre una cría inicialmente deslumbrada y un maniático y depresivo señor mayor que Allen ha descrito en tantas películas. Todo te suena a visto y oído, pero siempre agradecerás el reencuentro con ese apasionante universo. Con la boca despiadada y la militante desesperación de un fulano al que le sienta muy bien enrollarse con una paleta naïf, con mentalidades ferozmente puritanas que descubren el encanto de la bigamia o la reprimida afinidad sexual con gente de su mismo sexo, con diálogos presididos por una sobrehumana agilidad mental y situaciones inmejorablemente surrealistas, con chistes tan atrevidos como razonados que demuestran que Dios era un decorador homosexual. Allen también ofrece a través de sus personajes una negrísima visión de la existencia a la que redime el carpe díem, la obligatoriedad de pillar al vuelo todas las cosas gratas que puede regalar la vida.

Resulta diáfano que Allen se identifica con las diatribas morales y la visión de las personas y las cosas del ácido misántropo Boris Yellnikov, pero ha decidido que su álter ego esté interpretado por Larry David, otro humorista judío con lengua venenosa. La elección es brillante. Larry David no tiene que hacer esfuerzos para ser un modelo de impertinencia y de provocación, arrogantemente desamparado, un fulano que disfruta manejando el látigo verbal consigo mismo y con los demás, la bestia negra del tópico y de todo lo que suene a establecido. Si la cosa funciona te mantiene permanentemente la sonrisa y te dosifica las carcajadas. Es puro ingenio, es imaginar lo que no se le ocurre a nadie, es una forma tan compleja como impagable de observar la vida, es puro Allen. Haciendo lo que más le gusta en el ambiente que ama.

Siempre me acerco al cine con la esperanza de disfrutarlo, pero hay casos en función de la amistad y la admiración que profeso hacia la persona que firma la película en los que daría cualquier cosa porque se cumplieran mis expectativas. Fernando Trueba, un acreditado narrador de ficciones, hace siete años que las abandonó, para volcar durante este tiempo su heterodoxo talento en los documentales y la producción musical. Ha retornado a ella con El baile de la Victoria, ambientada en Chile y basada en una novela de Antonio Skármeta que no he leído. Trueba habla de gente madura y joven, pero unidos umbilicalmente por las roturas internas con las que se ensaña la vida. En el caso de un ex presidiario por su vocación para destripar cajas fuertes y la factura que hay que pagar por ello si te trincan, por mantener códigos, por no delatar al amigo cuando las cosas se pusieron chungas y por la desolada certidumbre de que ha perdido definitivamente a su familia, a su motor vital, a su única esperanza. Uno de los personajes jóvenes ha sido machacado por dentro y por fuera por tan sólo pretender ser el guardián entre el centeno, por robar provisionalmente un caballo amado para zamparse una sandía bajo la luz de la luna. Al otro, el horror la dejó muda al ver de niña como los perros de Pinochet masacraban a sus padres. Privada de voz, intenta expresarse con los armoniosos y bailarines movimientos de su cuerpo. Estamos en el territorio de la intemperie tratada con afanes líricos, con seres y circunstancias que se prestan a despertarte la simpatía, la complicidad emocional, la piedad, la conmoción, el deseo de comprenderlos y de quererles, de anhelar que superen el desastre y les dejen encontrar su lugar en el mundo. A pesar de ese material argumental, yo no logro creerme casi nada en trama tan presuntamente emotiva. El jovencito ardoroso y tenaz, su incorruptible ilusión, su arriesgada inocencia, su sentido del humor, su incansable verborrea, me pone de los nervios. La volcánica e hipersensible danzarina también me suena a irreal, incluido el esplendor de su romántico idilio a lomos de un caballo por las calles de Santiago, bajo copos de nieve o viendo por primera vez el mar. Sólo consigo meterme ligeramente en esta aventura supuestamente trágica cuando aparece Ricardo Darín, ese actor superdotado que clava siempre sus diálogos, sus gestos, sus miradas. La complicidad de este triángulo de perdedores honestos reivindicando su momento de gloria, afrontando un destino común y pretendiendo tener futuro, me parece impostada, literaria, nada veraz. Tampoco entiendo el recurso expresivo de inútiles flashbacks o una secuencia lamentable en la que las voces en off del marido y la esposa que se han reencontrado nos cuentan lo que está pasando en su cabeza. Intuyes lo que ha pretendido Trueba mezclando géneros y retratando sentimientos, pero lo que veo y escucho no me funciona, esa pretendida densidad emocional me deja como un témpano, sensación indeseable que también me ocurrió con El embrujo de Shanghai.

Y piensas que a un director que ha demostrado tantas veces talento y sabiduría contando historias con una cámara, en comedia y en drama, no se le puede haber secado la inspiración ni el lenguaje. Ojalá que sea mi sensibilidad como espectador la que está atrofiada.

El crítico de cine Carlos Boyero habla, desde el festival de cine de San Sebastián, de lipotimias en la sala y del regreso de Fernando TruebaVídeo: GREGORIO BELINCHÓN

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