Todo por la pasta
Uno de los espectáculos más hilarantes y más rocambolescos del vasto (y a veces basto) mundo de la cultura suele ser ése que consiste en la prolongación del ansia de la autoría aun después de haberla vendido consciente, mercantil y jugosamente al mejor postor. Las sabrosas sumas de dinero que los productores cinematográficos suelen apoquinar a los autores literarios a cambio del anhelado "sí, quiero" de estos últimos son, es un suponer, tanto el objeto de un trueque comercial como cualquier otro como el acuerdo implícito de "te lo cedo y tú me lo respetas".
Pero hete aquí que la historia del cine español y del cine en general está plagada de casos en los que ni unos se resignan ni los otros respetan. Porque más allá de los casos flagrantes de engañifa -como el archiconocido caso de los productores de Forrest Gump (Paramount), que demostraron que la película no había sido rentable en taquilla para no tener que pagar su parte de ganancias al autor de la novela, Winston Groom-, está la muy idiosincrática y cañí casuística ibérica. Todavía no se han apagado los ecos del proverbial cabreo de Antonio Gala cuando bramó contra la versión cinematográfica que de sus pasiones turcas había compuesto Vicente Aranda. Que si la chica no se tiene que suicidar al final, que si yo pienso que sí, que si no hay que meterle tanto culo a la cosa, que si sí, y en ese plan, que diría Umbral. ¿Y el jaleo legal entre Javier Marías y la familia Querejeta con motivo de la adaptación (El último viaje de Robert Rylands) de la novela Todas las almas, con victoria incluida del escritor en los juzgados?
A Juan Marsé no le gustaron ni las adaptaciones de su obra por parte de Vicente Aranda (Si te dicen que caí, La muchacha de las bragas de oro...) ni la que Fernando Trueba llevó a cabo de El embrujo de Shanghai. Unos escriben y, llegado el momento, venden. Otros compran y, llegado el momento, transforman o, en el peor de los casos, tergiversan. Todo por la pasta. También por el ego.
Babelia
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