_
_
_
_
_
LIBROS

En la intimidad del harén

El castillo de Edo era el Versalles japonés. Un enorme complejo de construcciones de cerca de dos kilómetros de ancho y casi 13 de perímetro, que dominaba la gran ciudad de Edo, el Tokio de nuestros días. En él habitaba el sogún -el "generalísimo", el título de los personajes que mandaban en Japón en representación del emperador- y, con la ayuda de un ejército de funcionarios, gobernaba el país.

Pero, a diferencia de Versalles, nunca se veía a las mujeres mirando coquetas por encima de sus abanicos. Como en la Ciudad Prohibida de Pekín, y como en los serrallos de los sultanes otomanos, las mujeres del castillo de Edo vivían recluidas. A los visitantes se les permitía pasar sólo hasta el límite del omote, el palacio exterior, donde los burócratas trataban los asuntos de Estado. Más allá estaba el naka-oku o palacio medio, la residencia del sogún y de sus sirvientes personales. En el extremo opuesto se elevaba un sólido muro que atravesaba el complejo de edificios, con una única entrada. Sólo un hombre podía cruzarla: el sogún.

El o-oku, el "gran interior" o palacio de las mujeres, era mayor que el omote y el naka-oku juntos. Allí vivían alrededor de 3.000 mujeres, y todas, desde la más alta dama hasta la más humilde sirvienta, debían jurar que nunca iban a revelar sus secretos, ni siquiera a sus parientes más cercanos. Y la mayoría nunca lo hizo.

Los planos del palacio muestran que estaba dividido en tres secciones: el ala en la que la mujer del sogún tenía sus estancias, una zona de trabajo donde las damas funcionarias se encargaban de la administración cotidiana y -la parte más grande con diferencia- las habitaciones privadas de las mujeres y sus doncellas. En total había más de 400 habitaciones y pasillos. Sólo las damas de más alto rango y las que conseguían quedarse embarazadas de un hijo del sogún tenían aposentos propios. Las demás debían compartirlos.

El palacio era un mundo en sí mismo, con bosques y jardines, riachuelos y barcazas lacadas en rojo. Las damas se entretenían con concursos de escritura poética, ceremonias del té, adivinando olores y emparejando conchas. Representaban obras y mascaradas y organizaban banquetes bajo los cerezos en flor en primavera, o danzas en pleno verano, y recogían setas en otoño.

Como no había guardianes, las mujeres eran las responsables de proteger al sogún. Muchas de ellas eran expertas en el uso de la naginata -la lanza del largo mango-, una hoja larga y curva, tan afilada como una cuchilla, encajada en el extremo de un palo más largo que una espada. Con esta arma tenían la oportunidad de dar a un hombre un buen tajo en las piernas antes de que consiguiera acercarse. La mayoría de las mujeres aprendían a luchar desde la infancia, y se enorgullecían de su habilidad con las armas. Llevaban uniforme: una gruesa chaqueta de paño negra, unos tiesos pantalones negros de pinzas y una gorra negra de seda rodeada por una cinta blanca; y había una sala de entrenamientos en el palacio donde podían practicar.

Todas las mañanas, las concubinas dedicaban horas a su aseo, se preparaban para las tres visitas diarias del sogún. La primera tarea era afeitarse las cejas y repasar el tinte de los dientes. En esa época, las mujeres adultas se ennegrecían los dientes con una tintura a base de resina de zumaque, sake y hierro. Una mujer con los dientes sin pintar habría parecido tosca. A renglón seguido, una sirvienta pintaba el rostro de la dama con un maquillaje blanco. Le perfilaba los ojos en negro, aplicaba colorete en las mejillas y le retocaba los labios con pasta de cártamo rojo; a continuación perfumaba, untaba con aceites y cepillaba la melena larga y brillante, que recogía en un moño. Había diferentes estilos de peinado, que indicaban el rango, así como diferentes estilos de quimonos.

A medida que el reloj se acercaba a las diez de la mañana, y luego nuevamente a las dos y a las ocho de la tarde, una gran agitación y ajetreo se apoderaba del palacio. Las mujeres de más alto rango lo atravesaban entre frufrús hasta llegar al pabellón de la Campana Superior, que desembocaba en la doble puerta que separaba las residencias de los hombres de las de las mujeres. Cuando los tambores del castillo señalaban la hora en punto, unas monjas con la cabeza rasurada que ejercían de funcionarias hacían tintinear el manojo de campanas que pendían de la puerta. A continuación quitaban los candados, descorrían los cerrojos y abrían la puerta. Por ella sólo pasaba un hombre: el sogún. La razón de que allí no pudiera entrar ningún otro hombre era la de garantizar que cualquier niño que naciera fuera hijo del sogún, y no de ningún otro.

Mientras hacían una reverencia hasta el suelo, las palabras que cualquiera de las jóvenes esperaban oír eran: "¿Cómo se llama?". Éste era el código que indicaba que habían llamado la atención del sogún, y que éste quería pasar la noche con ellas.

Oficialmente, todas las concubinas procedían de familias nobles. Sólo a la nobleza se le permitía estar en presencia del sogún, pero en la práctica era muy frecuente que el mandatario echara el ojo a una muchacha encantadora entre las sirvientas de más bajo nivel o incluso en la calle.

Cuando el sogún se acostaba con una concubina, primero había que desnudar y registrar bien a la muchacha, para asegurarse de que no llevaba en su cuerpo o en su largo y esplendoroso cabello armas o notas. No se permitían las horquillas, y las peinetas tenían que ser examinadas para comprobar que no tuvieran un filo cortante. Si era la primera vez de la muchacha, una de las damas mayores verificaba que era virgen. Una vez que ella y el sogún estaban en la cama, dos damas se tumbaban despiertas a ambos lados de la alcoba, y dos más se quedaban escuchando tras unos biombos cercanos, para asegurarse de que la muchacha no realizaba petición alguna ni para sí ni para su familia.

Tanta formalidad resultaba sin duda igual de opresiva para el sogún que para su concubina. Los primeros sogunes solían pasarse mucho tiempo en el baño, donde sólo había una alegre chica de clase humilde que le restregaba la espalda. Son bastantes los niños que nacieron de estas ayudantes del baño. Con el tiempo se puso fin a estas prácticas, y desde entonces los sogunes tenían que bañarse en el palacio de los hombres.

Esposas y concubinas se retiraban de sus deberes maritales a los 30 años, y muchos niños morían, de modo que había una necesidad constante de nuevas concubinas. Hubo un sogún que destacó sobre todos los demás por sus dotes amatorias, Ienari tuvo a lo largo de su vida, entre 1773 y 1841, 53 hijos de 27 concubinas.

Salir a rezar era la única ocasión en la que se permitía a las mujeres abandonar el palacio. A lo largo de los años, muchas mujeres, irritadas por su castidad forzosa, encontraron el modo de sacar partido de ello. La tentación de apartarse de la norma era en ocasiones irresistible, a pesar de que los castigos eran muy severos. Los grandes baúles que se utilizaban para introducir quimonos y otros artículos en el palacio eran lo suficientemente largos como para esconder a un hombre, y en ocasiones lo hicieron. Actores de kabuki -muchos de los cuales ejercían además como prostitutas- se colaban a menudo en el interior del palacio, del mismo modo que las mujeres se las apañaban para salir. Pero la mejor ocasión era cuando las damas invitaban a sus doncellas a una obra en el teatro kabuki de regreso al palacio.

En 1714 se produjo un famoso incidente cuando Ejima, una de las mujeres más veteranas de palacio, llevó a sus doncellas al teatro. Allí recibió las atenciones de un apuesto actor de kabuki llamado Shingoro Ikushima. La leyenda cuenta que se reunieron una y otra vez, y que Ikushima incluso entró en el palacio de las mujeres escondido en un baúl. Cuando pillaron a Ejima, ella e Ikushima fueron enviados al exilio por separado. Ejima abandonó el palacio por Fujomon, la Puerta Sucia, una pequeña entrada lateral que se usaba sólo para los que morían en palacio o caían en desgracia. Ejima la atravesó descalza, con un sencillo sayo blanco. Su familia tuvo que rendir cuentas por su mal comportamiento y deshonra, y a su hermano se le condenó a muerte mediante el haraquiri.

En 1861, la princesa Kazu, la hermanastra del emperador, llegó al palacio de Edo para convertirse en la esposa del decimocuarto sogún. Ambos tenían 15 años y nunca se habían conocido. La relación de la princesa con el sogún adolescente fue complicada. No tuvo hijos, pero cuando el sogún partió para la guerra, le dio un regalo para asegurarse de que tuviera un heredero: una concubina.

Nadie podía imaginarse que el sogún jamás regresaría. Al poco tiempo de su partida, en 1868, el castillo se rindió, el palacio fue clausurado y a las mujeres las pusieron de patitas en la calle. Así fue como la muchacha que Kazu entregó a su marido se convirtió en la última concubina de los sogunes.

La novela 'La última concubina', de Lesley Downer, está publicada por Seix Barral.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_