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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Un poco de memoria histórica

Javier Marías

La editorial Páginas de Espuma acaba de publicar, en un solo volumen y sin las fotografías que ilustraban la edición original en tres tomos, las memorias que mi padre, Julián Marías, publicó hace veinte años bajo el título Una vida presente. En ellas, a lo largo de unas pocas páginas y con mucha sobriedad, relata cómo al término de la Guerra Civil, sufrió delación por parte de un antiguo amigo y cómo el 15 de mayo de 1939, día de San Isidro, "a primera hora de la tarde, dos policías llamaron a mi casa, preguntaron por mí, me explicaron que había una denuncia, y me llevaron consigo a un gran edificio de la calle de la Florida … Tras una breve filiación, me depositaron en un enorme sótano, con pequeñas ventanas por las que entraba muy escasa luz. Había bajado el telón. El intermedio de la libertad había terminado". A estas alturas se hace necesario recordar que la Guerra había acabado tan sólo mes y medio antes. Durante toda mi infancia y adolescencia, al menos, era el 1 de abril "el Día de la Victoria", que el régimen franquista celebraba por todo lo alto, con desfiles de las Fuerzas Armadas por la Castellana.

En otros artículos me he referido a ese episodio de la vida de mi padre y a lo que vino después: varios meses de cárcel; acusaciones falsas (él había sido soldado de la República y había permanecido junto a Julián Besteiro hasta el final de la Guerra, como asimismo explica en sus memorias; había escrito en el Abc republicano de Madrid y había hecho emisiones de radio; pero no más); un pseudojuicio amañado del que tuvo la suerte de salir bien librado por una serie de azares y por la decencia de algunas personas del bando vencedor; las represalias que padeció cuando quedó libre y que no duraron meses, sino largos años. También he tomado prestado este episodio en mi más reciente novela y se lo he atribuido al personaje llamado Juan Deza, padre del narrador, en muchos aspectos -pero sobre todo en lo relativo a esta historia- verdadero trasunto del mío. En esa novela -insisto en que es eso y no una "autoficción" ni nada similar: no basta para calificar así una obra el mero hecho de que contenga elementos procedentes de la realidad, pues, ¿qué novela carece de ellos?-, los dos firmantes de la denuncia contra Juan Deza tienen nombre, son "los nombres de la traición", y esos nombres ficticios -pues están en una ficción- casi coinciden con los de la vida real, lo cual fue lo único que a mi padre no le gustó, porque él siempre los había callado públicamente. "Pero yo no soy tú", recuerdo que le dije, "soy yo ahora quien cuenta la historia, a mi manera y además en una novela, en la que tú no apareces, o, mejor dicho, apareces sólo como inspiración".

En Una vida presente, él se limitó a escribir lo que sigue: "… Me habían llegado noticias indirectas, procedentes de la zona 'nacional', de que un amigo y compañero de Instituto y Universidad, de cuyo nombre no quiero acordarme, estaba dedicado a una campaña de denuncia contra mí. Era tan incomprensible como peligroso. Por diversos caminos me fui dando cuenta del alcance de la empresa. Había movilizado a un profesor de reconocido fanatismo para que firmase una denuncia que tendría más valor que la suya; buscó 'testigos de cargo' para sustentarla … No me avenía a abandonar España; le tenía demasiado apego, y solamente un peligro mortal y casi seguro me hubiese movido a ello; recordaba la frase de Danton: 'No se puede uno llevar a la patria en las suelas de los zapatos'. Aunque no me hacía grandes ilusiones sobre mí mismo, pensaba que si los que tienen capacidad de expresión abandonan a su pueblo, es muy difícil que no decaiga, que pueda levantarse".

Hace tres domingos, este diario publicaba un largo reportaje de Jacinto Antón titulado "Himmler buscó la raza aria en España" y subtitulado "Nazis y arqueólogos franquistas colaboraron para justificar sus abominables teorías", en el que se daba cuenta de las investigaciones del historiador Francisco Gracia sobre "las estrechas y profundas relaciones entre la arqueología española y la Deutsches Ahnenerbe (Herencia Ancestral Alemana)", dependiente de las SS, "que pone los pelos de punta". Lo ilustraban tres fotos, y en las tres se veía al principal arqueólogo español de la época, en dos de ellas al lado de Himmler y en actitud obsequiosa. Este compatriota, se relataba, adscrito a Falange y a la sazón Comisario General de Excavaciones, le tenía tal admiración al organizador de los campos de concentración que, amén de trabar amistad y cartearse profusamente con él, le solicitó que le enviara una foto dedicada. No pude por menos de mirar con extrema atención las tres imágenes y el rostro de aquel hombre, porque no otro fue que el "profesor de reconocido fanatismo" que, sin siquiera conocer personalmente a mi padre, se avino a firmar la denuncia de 1939 contra él, para así darle "más valor". Le llevaba nueve años, el arqueólogo a mi padre, que entonces tenía veinticuatro. Tenía yo diecisiete recién cumplidos cuando en 1968 entré en la Facultad de Filosofía y Letras. Aquel hombre era todavía catedrático entonces, y podría haberme tocado como profesor, de haber yo caído en un grupo distinto del que elegí. Habría tenido su gracia, o no sé si gracia es la palabra.

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