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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Madre araña sigue tejiendo

Manuel Rodríguez Rivero

Ten cuidado con lo que deseas en tu juventud porque lo conseguirás en tu edad madura, sentencia Stephen Dedalus en Ulises, citando indirectamente a Goethe. La tantas veces empleada admonición podría aplicarse perfectamente a Louise Bourgeois, quizás la más influyente mujer artista de los últimos treinta años, a condición de prolongar el concepto de madurez hasta abarcar la edad provecta. Invisible para la crítica norteamericana durante demasiado tiempo, descubierta a bombo y platillo -y abundantemente utilizada- por el feminismo radical de los setenta, su obra, que recorre transversal, pero apasionadamente, desde mediados de los años treinta, casi todos los grandes ismos artísticos sin adscribirse directamente a ninguno, es un prodigio de coherencia interna, de fidelidad a un muy personal modo de entender el arte como herramienta de liberación, como prolongado arreglo de cuentas con la propia novela familiar. "Cada día es preciso abandonar el pasado o aceptarlo, y si eso no puede hacerse, una se convierte en escultora", ha declarado para señalar abiertamente el impulso fundamental de su carrera.

Todavía hiperactiva, como demuestra la estupenda retrospectiva que puede verse en el Centre Pompidou, y en la que se presta especial atención a su polimórfica actividad de los últimos años, Bourgeois siempre ha alentado en sus declaraciones el evidente aspecto autobiográfico de su obra: "Mi infancia no ha perdido jamás su magia, su misterio, ni su drama". Toda su evolución artística se despliega como una proteica "restauración" interior -a veces repleta de ruido y furia y violencia y sadismo- a partir de un elemental vocabulario sepultado en el inconsciente y rescatado y expresado con una sintaxis compleja y cada vez más exuberante de sentido.

Desde las primeras "mujeres-casa" de los años cuarenta -un motivo recurrente que denota el confinamiento tradicional de la mujer y, a la vez, la cualidad hogareña, fecunda y protectora, de su cuerpo- hasta las claustrofóbicas "celdas" de los ochenta, repletas de enigmáticos objets trouvés, o las enormes figuras informes y sexualmente ambivalentes fabricadas de tejido cosido y relleno, pasando por las "arañas-madre" (quizás su sujeto más popular: la "tejedora, inteligente, paciente y útil", y a la vez temible, madre), Bourgeois parece seguir empeñada a sus 96 años en completar hasta el final esa exploración iniciada en 1938 en Nueva York -donde pudo tomar distancia- y que ha venido desarrollándose contra viento y marea a lo largo de siete décadas: "Para convencer a otros, una tiene que convencerse a sí misma; y una actitud conciliatoria o incluso excesivamente comprensiva no ayuda a la creatividad".

Quizá ese déficit de autocomplacencia, junto con la urgencia por desentrañar sus más dolorosos fantasmas personales, informe la cualidad profundamente turbadora que -tantos años después y con lo que ha llovido en el arte contemporáneo- siguen exhibiendo sus obras de finales de los sesenta. Por ejemplo, sus Janus sexualmente híbridos formados por el ensamblaje de vaginas y penes, o el gran falo de látex y yeso colgado como carne muerta de un gancho del techo -la célebre Fillette (Niñita) con la que se dejó fotografiar por Mapplethorpe-, en las que se subraya, a menudo irónicamente, el componente violento de la sexualidad masculina.

¿Influencias? Muchas: desde Leger, Brancusi y Giacometti hasta el minimalismo y las instalaciones, pasando, desde luego, por Duchamp, con quien coincidió en el exilio neoyorquino, y de cuya obra Bourgeois ha realizado una lectura bastante más sombría que lúdica. En ese largo camino de deconstrucción de fantasmas, la artista ha terminado encontrando y reelaborando arquetipos que nos resultan ominosamente familiares, de ahí el carácter magnético de su obra. La retrospectiva del Pompidou reúne más de doscientas piezas de una de las más grandes artistas de nuestro tiempo. Si pasan por París no se la pierdan.

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