Diplomacia sutil y militante
Cuando el cardenal Agostino Casaroli abanderó como subsecretario de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios la apertura vaticana a los países del Este, parte de la jerarquía eclesiástica -como el episcopado polaco- receló. Eran los años sesenta y la mano tendida del Concilio Vaticano II a la sociedad y a la izquierda suscitaba inquietud en la jerarquía eclesial del oriente europeo. Había quien pronosticaba que tanto diálogo con los regímenes comunistas desembocaría en un indeseado contagio. Pero Casaroli tuvo éxitos diplomáticos notables: los acuerdos parciales Vaticano-Hungría en 1964, también un protocolo parcial con el régimen de Josif Broz Tito en la desaparecida Yugoslavia, y pactos con los Gobiernos de Checoslovaquia y Polonia.
Las de Casaroli, que pasará a la historia más por su habilidad negociadora que por su carisma eclesial, fueron épocas doradas de la diplomacia vaticana. Pura elegancia en tiempos de brocha gorda y guerra fría. El objetivo del Estado Vaticano era tanto el establecimiento de relaciones más o menos razonables con los países comunistas, dentro de la excepcionalidad que impedía nombrar libremente a los obispos en esos países.
Con Juan Pablo II las cosas cambiaron. La sutileza italiana de Pablo VI quedó arrumbada por la abierta militancia anticomunista del polaco Karol Wojtyla. Juan Pablo II no prescindió de los servicios del cardenal de Castel San Giovanni. Pero ahora era el Papa quien tomaba las riendas de la gestión de los Asuntos Exteriores del Vaticano: especialmente con los países comunistas. Wojtyla se sentía a gusto con las cosas claras: enfrentándose al ateísmo oficial de la Academia de Ciencias de la URSS.
Por ello no es de extrañar su extraordinaria comunión de ideas con el presidente norteamericano Ronald Reagan. El entonces director de la CIA, William Casey, mantuvo un intenso diálogo con Wojtyla centrado en Polonia, la URSS y América Latina. Casey, un ferviente católico que en su hogar almacenaba centenares de imágenes de la Virgen, rezaba con el Papa después de cada una de la media docena larga de reuniones secretas celebradas. La estrategia que el Vaticano y Estados Unidos mantuvieron respecto a los países comunistas era milagrosamente coincidente. Juan Pablo II fue informado de los 50 millones de dólares que el Gobierno norteamericano destinó al sindicato clandestino Solidaridad hasta la caída del muro de Berlín. Para Wojtyla, la Iglesia del silencio era aquella a la que pertenecían sacerdotes como Jerzy Popieluszko -asesinado por la milicia polaca en 1984-, pero no la del arzobispo Óscar Arnulfo Romero, abatido por las balas del Ejército salvadoreño en 1980.
Una vez hundido el Este, el enemigo menguó: Cuba es el último país comunista de Occidente y a su régimen no le tiembla el pulso a la hora de organizar grandes manifestaciones de masas para recibir al Papa. Así, el ateísmo oficial se vistió de tiros largos cuando Juan Pablo II visitó, en enero de 1998, la isla caribeña. El régimen cubano dio jornada festiva a los ciudadanos que decidieron bajo un sol inmisericorde saludar al Pontífice en las calles de La Habana. Ahora el desembarco del secretario de Estado, Tarsicio Bertone, cae sobre terreno abonado. Y para el Vaticano, desaparecido el gran enemigo, es la hora del diálogo. Y quizás del retorno de la sutileza.
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