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COLUMNA
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La burguesía española está huérfana

El tono jeremíaco en asuntos fiscales contrasta con la evidencia de que los resultados empresariales están en nivel récord

Antonio Garamendi, asamblea de la CEOE
Pablo Monge
Xavier Vidal-Folch

La burguesía española está huérfana. Sobre todo por lo que se refiere a su sector más relevante, el empresariado activo en la economía más directamente productiva: excluyendo al segmento de las grandes fortunas; las finanzas de élite; los altos cuerpos del Estado y las capas superiores de la intelectualidad, dotados cada uno de ellos de dinámicas específicas y variadas.

Esta orfandad tiene un origen: la escasa eficiencia de su representación corporativa. La gran patronal, a diferencia del conservadurismo político, sí ha sabido intervenir —bajo el llamado sanchismo— para incorporar la perspectiva empresarial a algunas reformas globales clave, como las laborales o las de pensiones.

Pero se ha retranqueado a posiciones numantinas —inválidas para modular resultados finales— en la negociación de asuntos que afectaban muy directamente al bolsillo empresarial, especialmente del universo pyme: salario mínimo, reducción de jornada. Y habría que verificar la hipótesis de que la gestión de los acuerdos de rentas haya sido menos intensa que en la época inaugural dorada de los pactos sociales (Carles Ferrer Salat/José María Cuevas) e incluso de los acuerdos de negociación colectiva (Joan Rosell).

Otro gran interés que suele cohesionar a la burguesía, el fiscal, se ha subcontratado a la política negacionista de la derecha extrema, de la extrema derecha, o de su machihembrado. Cualquier aumento impositivo sería así malo: estamos en el “infierno fiscal” (Alberto Núñez Feijóo). Una vacuidad teórica alimentada por medios de orientación reaccionaria especializados en adjetivación reiterativa: “hachazo fiscal”, “impuestazo”.

Ese tono jeremíaco contrasta con la evidencia de que los resultados empresariales están en nivel récord (2024) desde que existen registros suficientes (2009), o sea, tras tres dramáticas crisis económicas (Gran Recesión, pandemia, Ucrania), según el Observatorio de Márgenes Empresariales. E ignora que la presión fiscal española, la recaudación sobre el PIB (36,8%), está aún a cinco puntos de distancia de la de la eurozona (41,7%, datos de Eurostat para 2023).

El fracaso argumental de la movida patronal antifiscal (casi unánime, de Antonio Garamendi al otrora democristiano conciliador Josep Sánchez Llibre), y sobre todo de su base, según la cual el actual lento proceso de rellenado de la brecha impositiva con Europa yugula al PIB, resulta estentóreo. La historia ajusta las cuentas en todos los niveles: las “reformas estructurales” conservadoras no fueron tales, ni efectivas ni duraderas, pues a la laboral de Mariano Rajoy/Fátima Báñez la mellaron los juzgados de lo social; la de las pensiones fue desahuciada por el PNV; y el alza fiscal ¡en Sociedades! de Cristóbal Montoro, la está desmochando el Tribunal Supremo.

Lo corroboran los datos comparativos de la economía española con las del resto de la UE y de la OCDE, sin olvidar sus puntos débiles. Y si se aplica una perspectiva distante y no provinciana, como la que acaba de emplear The Economist, y esta misma semana, The Guardian.

Es probable que la discordancia entre la realidad y su conceptualización corporativa se nutra de la debilidad de tamaño de la empresa española (en muchas pymes hay poco tiempo para leer).

También de un cierto secuestro de las burguesías industrial-comerciales propiamente dichas (catalana, vasca, valenciana y con emergentes focos andaluces y gallegos, pero no sólo) por el complejo negociante-financiero-administrativo, en buena medida extractivo, dominante en la capital. Personajes como Antoni Brufau o Josu Jon Imaz han acabado confundiéndose con ese paisaje gris. Mientras financieros de cualidad contable (Carlos Torres) o actitud seguidista del trumpismo desregulador que pavimenta una nueva gran crisis bancaria (Ana Botín en Davos) suscitan nostalgia de gigantes como Rafael Termes, José Ángel Sánchez-Asiaín o Josep Vilarasau.

A ello coadyuva el desplome, por suicidio, del movimiento que durante años galvanizó a este sector en Cataluña (el pujolismo) y el exitoso asedio al poder financiero vasco a cargo de distintos núcleos del centralismo central.

La orfandad trae cuenta asimismo de un olvido, la necesidad de activar otra gran palanca para el crecimiento: la eficacia de la dirigencia política. La devastación moral en Castila y León o la ruina valenciana allegadas desde el pacto de la derecha con el mundillo ultra (que constituye la aportación específica del actual líder del PP); y la inanidad propositiva del que parece que fue partido de Estado, incluido el monocultivo de la motosierra madrileña, concuerdan bien con el retroceso del —ya superado— “procés” disolvente de Cataluña. ¿Queda alguien ahí?

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