Patriotas de picana
E l torturador Valentín Milton Pretti murió enloquecido y solo a los 68 años, poco antes de ser detenido por el secuestro de niños nacidos en las cárceles de la dictadura argentina (1976-1983). "Una de las últimas veces que hablamos empezó a contarme que había matado a un niño, y yo pensé que después de haberlo matado me habría acariciado a mí o a mis hermanos", declaró su hija Rita, de 37 años. Hace dos renunció al apellido paterno. "No soy la hija de un loco, sino la hija de un policía que fue formado por un Estado que es responsable de lo que ocurrió y que permitió que mi padre siguiera en libertad y que no haya pagado por lo que hizo".
El juez Baltasar Garzón y el periodista Vicente Romero presentan el día 17 El alma de los verdugos (editorial RBA), un libro de 600 páginas sobre los servidores de una tiranía que asesinó a casi 30.000 personas en nombre de la civilización occidental y la moral cristiana. Reconfortados por los capellanes castrenses, pelotones de militares y policías machacaron a los subversivos marxistas en los potros de tortura de 340 Centros Clandestinos de Detención (CCD). El libro se adentra en ese abismo desde las reflexiones de los activistas de la justicia, el testimonio de las víctimas, y los relatos de jóvenes que creyeron ser hijos de los asesinos de sus padres: más de medio millar.
"¡Levántate de mi cama, puta! ¿No sabés que yo maté a tu marido?", gritó a su pareja el torturador Pernía
Los matarifes actuaron sin límites porque se creyeron cruzados de la civilización cristiana e instrumentos del Estado
La obediencia debida fue la gran coartada, pero los verdugos no violaban a las prisioneras cumpliendo órdenes
"Las víctimas no tienen que pedir justicia, tienen que exigir justicia", subraya el juez Baltasar Garzón
La impunidad de los verdugos durante aquel terrorismo de Estado fue absoluta. El capitán Héctor Vergez martirizó a Mercedes porque la encontró guapa y comunista. Tomó su cara, le apartó un mechón y, suavemente, le dijo: "Qué linda que estás, negrita. Lástima que vamos a meterte la 220 en la vagina". Le metieron la picana de 220 voltios, la herramienta estrella de un régimen que despedazó cuerpos y libertades. El gobernador de Buenos Aires, Ibérico Saint Jean, fue muy preciso: "Primero mataremos a los subversivos; después, a sus colaboradores; después, a sus simpatizantes; después, a los que permanezcan indiferentes, y finalmente, a los tímidos". Dicho y hecho.
Los generales del golpe del 24 de marzo de 1976, Jorge Rafael Videla (Ejército), Emilio Eduardo Massera (Marina) y Orlando Ramón Agosti (Fuerza Aérea), eliminaron en secreto para eludir la condena internacional. Llegaron a la conclusión de que "contra el Papa no se puede fusilar". Hicieron desaparecer a la mayoría de las víctimas: cerca de 4.000 fueron arrojadas vivas al mar o al río de la Plata desde aviones oficiales: vivas para que sus pulmones se llenasen de agua al respirar y así se hundieran los cuerpos. Si caían muertas, los pulmones permanecían con aire, y los cadáveres flotaban y, sobre todo, alertaban.
"¿Quiénes son esos tipos que mandan a sus hijos a un colegio, que se despiden de ellos por las mañanas con un beso, que fichan puntualmente en sus lugares de trabajo como funcionarios ejemplares y que finalmente bajan a un sótano a arrancarle las uñas a un detenido político con unas tenacillas?". Garzón contesta la interrogante de Romero en las primeras páginas del libro. "La mentalidad de los verdugos ha sido siempre la misma. Matan por obligación, matan y torturan por costumbre, por cumplir órdenes (...) No asumen la existencia de su actividad con carácter abierto, y ahí aparece el primer síntoma de su cobardía: tienen que ejercer su función en la clandestinidad. Y actuaban por las noches con nocturnidad y miedo. Porque al fin y al cabo se comportaban como delincuentes". El turco Julián Simón era uno de ellos: vertía agua salada sobre las heridas de los presos tras azotarlos con cadenas. "No estoy arrepentido. Luchaba por mi patria y por mi fe", alardeó, hace años, en dos entrevistas por televisión.
El horror fue variado. Castigaron los cuerpos y los sentimientos. Oficiales y suboficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), donde murieron unos 4.500 presos, salían a cenar en restaurantes céntricos con las detenidas más atractivas de la izquierda peronista y la guerrilla montonera, a las que torturaban de día, y vestían y perfumaban de noche. "Ponte bonita", les decían. A veces terminaban en la discoteca porteña Mau-Mau. Víctimas y victimarios llegaron a formar pareja, hubo presas que recibían cartas de amor de sus carceleros y otras se encamaron con los patriotas de la picana para salvar la vida o reducir el voltaje de las descargas.
Manu Actis fue una de las comensales de las cenas con el enemigo.
-El mismo tipo que me había torturado fue el que decidió sacarme junto con otro grupo de detenidas (...) Yo temblaba. Temblaba de pies a cabeza porque mi idea era que me venían a buscar para matarme. ¿Cómo me podía imaginar que me iban a sacar para cenar?
Encapuchada, fue trasladada a la cita en un coche, que aparcó junto a un restaurante de Buenos Aires. Cuando le quitaron la capucha, se encontró en una mesa con otras diez personas que no conocía. Se hablaba de fútbol a de cualquier otra cosa.
-Recuerdo que me dieron el menú para que yo eligiera. Eran las dos de la madrugada y yo ya había cenado en la ESMA. Así que dije: "No, yo ya cené". Y el q ue estaba a mi lado, Scheller (capitán Raúl Enrique Scheller), al que adentro le llamábamos Mariano, me dijo: "Vos vas a comer todo lo que yo te diga". Y entonces pidió de lo que quiso dos platos.
Garzón descarta que los verdugos fueran enfermos mentales o que pudiera considerárseles como tales porque eran perfectamente conscientes de lo que hacían. Pero cuando un verdugo se sabe con poder de decisión sobre la vida o la muerte de sus víctimas y puede disponer de ellas sin límite alguno, resulta imposible saber hasta dónde puede llegar en su degeneración como ser humano, según precisa el magistrado. El psicoanalista Sergio Rodríguez, entrevistado por los autores de El alma del verdugo, relató los amores entre el capitán Antonío Pernía, torturador, y la dirigente montonera Mercedes Inés Carazo, conocida como Lucy o Cuqui.
"Cuqui había sido tomada prisionera en el hospital italiano. Tenía una pastilla de cianuro y se la tomó, pero la llevaron al quirófano y lograron impedir que le hiciera efecto. Luego la torturaron brutalmente en la ESMA durante tres meses sin que aflojara. Pernía la cortejaba todo el tiempo, pero ella no le daba bolilla. Entonces localizaron al marido de Cuqui [Marcelo Kurlat, El Monra] donde vivía con su hija, y hubo un tiroteo. Pernía habló con un altoparlante [altavoz] y se ofreció a entrar desarmado en la casa para sacar a la niña, prometiendo entregársela a la madre. El Monra aceptó. Pararon el tiroteo y sacaron a la nena mientras él apuntaba a Pernía con una pistola en la frente. Después siguió el tiroteo y le pegaron un balazo mortal. Lo llevaron a la ESMA y llamaron a Cuqui, que lo agarró en sus brazos mientras moría. Desde atrás, Pernía le dijo: 'Quédate tranquila, Lucita, que a tu nena la hemos recuperado viva'. Las últimas palabras de El Monra fueron: '¿Desde cuándo te dice Lucita ese hijo de mil putas?'. El Monra murió creyendo que tenía algo que ver con él".
Pernía se divorció para casarse con la montonera. El libro de Miguel Bonasso En recuerdo de la muerte describe una escena reveladora. Quebrada psicológicamente, la guerrillera comentó su dilema a un compañero de celda:
-Vos sabés lo mío y lo de Antonio, ¿verdad? Es horrible... pero le quiero. Él a veces me mira y me dice: '¿Cómo me podés querer si soy una mierda? Soy una bestia asesina'. Una vez estábamos acostados, fumando, y me gritó: '¡Levántate de mi cama, puta! ¿No sabés que yo maté a tu marido?'. Pero le quiero. Aunque me diga esas cosas, lo sigo queriendo. No sé por qué. Tal vez porque me devolvió a mi hija".
Según el psicoanalista Sergio Rodríguez, el caso demuestra "la ensalada que somos los seres humanos". Carazo se sumió en un trance místico, marchó a Perú y allí sigue, probablemente atribulada por la memoria. Una psicóloga contó a este diario que un día se presentó en su casa de Buenos Aires una buena amiga, activista contra la dictadura, acompañada por su novio, que había sido su torturador. "Me dio asco, casi la echo". Las atrocidades y el asco vienen recogidos en el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), emitido el 20 de septiembre de 1984, que documentó la desaparición forzosa de 8.960 personas. "Ese pajarito no va a volar más", se burlaba el oficial de fragata Jorge Tigre Acosta, después de pinzar los genitales de los hombres hasta el destrozo funcional.
Los libros con el testimonio de las víctimas abundan, pero apenas existe bibliografía sobre el perfil de sus verdugos, sumamente crueles, desprovistos de humanidad: uno mató a patadas a Luis Pérez, delegado de un banco japonés en Buenos Aires, porque se quejaba de una costilla rota. Garzón y Romero sintieron la necesidad de conocer la mentalidad de esos criminales. Lo hacen desde diferentes ángulos en un libro de 627 páginas. Varios capítulos informan sobre el robo de niños. Los funcionarios de la tortura efectuaban una selección de las presas embarazadas, a las que fortalecían hasta el parto con más comida y vitaminas. "Después se llevaban a los hijos, como se hace con los perros", según María Victoria Moyano, cuyos padres figuran en la lista de desaparecidos. María Elena Mouriño fue querida de verdad por su madre apropiadora. "¿Tú te sentiste querida como una hija?". "Sí. Totalmente", responde a Vicente Romero. "Te digo más: estoy segura de que me quería más que a su hijo biológico".
La historia de Carla es más dura. La secuestró, previo asesinato de sus padres, Alfredo Rufo, ex miembro de la Triple A durante el Gobierno de Isabelita Perón (1974-1976), sicario de los generales golpistas. Desde los cinco años abusó sexualmente de ella.
-Y lo terrible, según su abuela Sacha, "es que la mujer de Rufo lo sabía. Incluso era ella, la supuesta madre, quien le daba las palizas más grandes (...) Conocía perfectamente los abusos de su maridito sobre la niña. Tuvo una relación de odio y de celos con la nena. Porque Carlita ya tenía un cuerpecito más o menos formado. Era una chica altita, grande. Y ella sentiría envidia. Además era una mujer que tenía problemas ginecológicos que no sólo le impedían parir hijos, sino que vete a saber si podía mantener relaciones felices con su marido o no, y tal vez por eso permitía que las tuviera con la niña. Carla no objetaría un careo con el pederasta torturador. "Yo creo que no me tiraría al cuello, ni nada por el estilo. Tengo suficiente sangre fría para mirarlo a la cara y decirle: 'Estamos los dos solos: ¿me podrías contar qué has hecho con mi madre?".
Paula Logares, de 30 años, empleada en el Archivo Nacional de la Memoria, sabe que mataron a la suya gracias a las Abuelas de Plaza de Mayo. Un suboficial de la policía, cuya esposa no podía tener hijos, se la llevó a casa. Tenía 23 meses.
-¿Cómo era tu vida con esas dos personas que se habían apropiado de ti, Paula? -le preguntó Baltasar Garzón.
-Yo creo que, a la vista de la gente, no era diferente de la de cualquier otra familia. Aparentemente no había nada extraño. A él [al policía apropiador] le pregunté qué había hecho con mis padres. Primero dudó, hizo como que no sabía y después respondió: "No, yo no fui". A ella le pregunté por qué me había mentido durante tanto tiempo, y se puso a llorar.
Los matarifes actuaron sin límites porque se creyeron cruzados de la civilización cristiana, salvadores de la patria e instrumentos de la razón de Estado. Cabalgaron sobre el discurso de los principales ideólogos del golpe del 76: el Ejército, el poder económico y la Iglesia católica. Los cuartos de banderas y regimientos fueron inoculados con el virus de la depuración: la guerra contra la subversión sería justa y necesariamente sangrienta. El plan consistió en tomar prisioneros, militantes de la guerrilla, cómplices, simpatizantes, amigos personales o simplemente quienes figurasen en las agendas de direcciones de los sospechosos detenidos, según las conclusiones de Julio César Strassera, fiscal en el juicio de 1985 a las Juntas Militares. La fase siguiente fue "obtener información sometiéndolos a torturas, y finalmente, hacerlos desaparecer en la mayoría de los casos".
El modelo aprendió de las doctrinas contra la subversión aplicadas por militares franceses durante la guerra de Argelia y de las teorías impartidas en la Escuela de las Américas de Panamá, organizada por EE UU durante la guerra fría. Los verdugos poseyeron el poder de la vida y de la muerte, "como si pensaran que eran Dios", recordó Andrea Bello, detenida durante ocho meses en la ESMA.
Andrea había cumplido 19 años, pero aparentaba 13: las esposas se le salían por las muñecas, puro hueso. "Los vi entrar a torturar y después salir con una tranquilidad pasmosa para seguir charlando o haciendo otra cosa como si nada hubiera pasado. Era tremendo estar escuchando lo que le hacían a algún compañero, y verlos más tarde sonriendo imperturbables".
En democracia, a partir del 83, pocos verdugos sonrieron. No lo hizo el ex capitán de fragata argentino Alfredo Astiz cuando Alfredo Chávez, un sobreviviente del cadalso El Vesubio, le rompió a puñetazos la nariz y una prótesis dental.
-¿Vos sos Astiz? -le preguntó antes, al reconocerle en la calle.
-Sí. ¿Y vos quién sos?
-No importa. Vos sos un reverendo asesino hijo de puta. Un asesino de adolescentes.
"No le pegué de entrada. Le di tiempo preguntándole el nombre. Le di la oportunidad que él no le dio a Dagmar Hagelin", explicó Chávez a la prensa hace diez años. La mujer que acompañaba a Astiz gritaba: "¡Paren a este loco de mierda!". No lo logró. "¡El hijo de puta que tenés al lado mataba muchachitos por la espalda", le espetó Chávez, después de molerle a golpes. Astiz fue condenado en rebeldía a cadena perpetua por un tribunal francés, en diciembre de 1990, al haber sido encontrado culpable del asesinato de las monjas Alice Domon y Leonie Duquet. La justicia sueca lo persiguió por la muerte a tiros de Dagmar Hagelin, de 15 años, a quien supuestamente confundió con otra.
Baltasar Garzón reconoció a EL PAÍS que aprendió mucho durante la investigación de los crímenes. "Las reclamaciones de las víctimas de la dictadura argentina y chilena, con sus testimonios, pidiendo justicia fueron una gran lección para mí. Me vi como anonadado. No tienen que pedir justicia, tienen que exigir justicia. Nosotros estamos obligados a hacer todos los esfuerzos en Argentina, en Chile, en Guatemala... Ésa es la justicia universal". El juez no participó en las entrevistas con personas implicadas en procesos incoados por la Audiencia Nacional o que hubieran declarado ante él, pero el teniente de navío Adolfo Scilingo lo contó todo a quien quiso escucharle. Condenado el pasado julio en España a 1.084 años de cárcel por su participación en 255 detenciones ilegales, cumple condena tras haber reconocido su participación en los llamados vuelos de la muerte. Ante el juez ratificó varias entrevistas periodísticas. Una de ellas fue con Vicente Romero.
"El médico le dio una poderosa dosis final de somnífero a cada uno, con lo cual quedaron totalmente dormidos y procedimos a desvestirlos. Entonces se le produjo un estado de shock al cabo, que era un chico de unos veinte años, y se puso a llorar porque se dio cuenta... Evidentemente, si usted tiene 13 personas y las está desvistiendo, es para algo. Yo tuve que calmarlo y se fue a la cabina del avión. A mí se me quedaron grabadas dos chicas muy jovencitas. Tendrían unos diecinueve años. En un determinado momento, el suboficial abrió la compuerta trasera (...) Y a partir de ahí fuimos arrojando al vacío, una por una, a las personas esas".
Scilingo se ahogaba en alcohol después de los vuelos: "Mi vida cambió totalmente". También cambió la existencia de los torturadores. No pocos se suicidaron, otros buscaron refugio en la religión o la bebida, hubo quienes fueron internados en manicomios, y la mayoría, al drenar en casa los recuerdos, convirtió en pesadillas las relaciones conyugales y familiares. El pasado 11 de diciembre, Héctor Antonio Febres, alias Selva por su ferocidad en el tormento, se tragó una pastilla de cianuro. Murió, en una celda, cuatro días antes de que un tribunal lo condenara por 300 crímenes de lesa humanidad.
Scilingo trataba de no pensar en los asesinatos. Al fin y al cabo, sólo cumplía órdenes, se decía. La obediencia debida fue la gran coartada. "Pero los verdugos no violaban a las prisioneras cumpliendo órdenes. Ningún hombre puede tener una erección porque se lo mande un superior", subrayó Nilda Roy, desaparecida durante 11 meses. Estudiante de medicina, tenía 19 años cuando la detuvieron. Los dos meses de hambre y torturas en la comisaría de Avellaneda la consumieron. El comisario del centro policial al que fue trasladada después pidió una báscula nada más verla llegar: pesaba 29 kilos.
"Me sacaban de mi celda, me llevaban a la sala de interrogatorio y me volvían a torturar sin preguntarme nada, sólo para que gritara. Yo le servía para producir gritos femeninos, para demostrar que estaban atormentando a una mujer. Algunas veces pude avisar más tarde a los compañeros de cautiverio que quien había gritado era yo, no su mujer o su hija, y tranquilizarlos (...) y eso de ser la única mujer era para todo. Me habían trasladado al primer calabozo para tenerme a mano. Y allí... no importaba. Podía ser utilizada por todos, desde el cabo de guardia hasta los oficiales. Era una cosa que usaban, que estaba tirada en el piso, ya fuera para una violación completa o para masturbarse".
Durante los años setenta, cuando la extrema derecha y la extrema izquierda atemorizaron a los argentinos, el joven Walter Dockers militaba en el clandestino Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), comunista de tendencia trotskista, cuyo brazo armado era el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). También fue torturado. "Creo que los torturadores son gente con algún problema mental y que se sentían semidioses, en posesión de un poder de decisión sobre la vida y la muerte que no les permitía pensar ni plantearse cosas que los hubieran hecho flaquear", dice Dockers en el libro del juez y el periodista. "La mayor parte de los verdugos están en libertad. Y durante 30 años, beneficiados por la impunidad, parecen haberse relacionado de forma normal con sus familiares, amigos y vecinos. ¿Cómo se puede vivir con normalidad después de haber cometido tantas atrocidades?".
Las leyes de Obediencia Debida y Punto Final del Gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989) y los indultos de Carlos Menem (1989-1999) permitieron que el grueso de los verdugos siguiera trabajando en las Fuerzas Armadas, en la policía, en ministerios o en agencias de seguridad. El ex capitán de corbeta Ricardo Cavallo optó por el mundo de los negocios. En el año 1999, su empresa ganó en concurso la dirección del Registro Nacional de Vehículos (Renave) de México. Pero sus víctimas en la ESMA le reconocieron y fue detenido al año siguiente. Garzón pidió su extradición. Cavallo permanece en prisión en España desde que el 29 de junio de 2003 fuera extraditado por México, donde fue detenido en agosto de 2000 tras ser reconocido por varias de sus víctimas.
¿Cuándo se produce la disociación de los verdugos? ¿En qué momento un responsable padre de familia, y afable vecino, se transforma en un represor, en un secuestrador, en un torturador, en un asesino? El médico pediatra Norberto Liwski, a quien martirizaban haciéndole creer que estaban torturando a sus dos hijas pequeñas enseñándole su ropa interior, mojada y manchada, lo explica así: "Lo que marca el comportamiento de estos individuos, autores de crímenes de lesa humanidad, es cuando la sociedad y las instituciones establecen una plataforma de legitimación de su comportamiento, e incluso mecanismos que les dan pátinas de responsabilidad". Al amparo de las instituciones golpistas y del silencio de la sociedad, más cobarde que ignorante, los patriotas de la picana exhibieron un desdoblamiento de personalidad que aún espanta.
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