El eterno retorno de un maestro
Cuesta creer que, a estas alturas del partido, alguien como Carlos Giménez tenga que permanecer atrincherado en su piso de la madrileña calle de Atocha, parapetándose tras su mesa de dibujo y viéndolas venir, sabedor de que el resultado de su magisterio no es otro que el de la espera, la puñetera espera del "a ver si cae algo".
Las viñetas de Giménez tendrían que estar en un hipotético museo de lo que fuimos y de lo que somos, pero duermen su sueño de rabia y nostalgia en las estanterías de los buenos y fieles aficionados, conscientes de que zapatazos gráficos del calibre de Paracuellos o España, Una, Grande y Libre son, más allá del mero tebeo, lecciones de ciudadanía, carne de memoria histórica y, sin miedo a exagerar, deseable material de enseñanza en los colegios.
Tanto el relato feroz pero hilarante de los años de la transición política como el rescate de sus propias vivencias de infancia y adolescencia en los franquistas refugios de auxilio social de la posguerra (donde se pasó ocho años de vellón) hacen de él un grande de la historieta. También un grande de la crónica periodística.
En los años noventa, cuando Carlos Giménez tuvo que buscarse la vida en Francia (Historias de sexo y chapuza), nadie o casi nadie podía vivir del tebeo en España. Nadie o casi nadie puede hacerlo hoy, y eso a pesar de que sólo hace seis días se fallara el primer Premio Nacional de Cómic...
Pero quedan resquicios para el regocijo: Carlos Giménez, que nunca se fue del todo, vuelve a lo grande, como los viejos toreros incapaces de husmear el aroma de la derrota. En tiempos de rencilla reabierta y politiqueo barato con el pretexto de la memoria histórica, el autor madrileño entrega al editor su álbum 36-39. Malos tiempos.
Estamos ante una evocación salvaje de la salvaje Guerra Civil, una obra plagada no sólo de la esperada maestría técnica, sino también de generosas dosis de lucidez y sentido común intelectual, consistentes en decir y dibujar sin complejos las barbaridades físicas y psíquicas cometidas por uno y otro bando. Giménez, que no se corta un pelo, hace aquí la innegociable constatación de que, metidos en harina y cuando ya no hay vuelta atrás, las guerras -las empiece quien las empiece- no son ya tortazos entre buenos y malos, sino entre malos y malos. Eso sí: las ideas políticas del interesado, incrustadas en esa inmarchitable militancia progresista que tanto chiste suele hacerles a ciertos payasos de las ondas y la letra impresa, no se resienten un ápice.
Estamos ante la resurrección de un Carlos Giménez en estado puro, en estado bruto. Viñeta a viñeta, bocadillo a bocadillo, la Guerra Civil y su espanto como nunca nos los habían contado, a través de ese arte al que el gran Will Eisner llamó secuencial y al que algunos autores como Carlos Giménez se empeñan en seguir honorando.
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