_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los derechos confusos

Javier Marías

Hace unas semanas la actual Miss Cantabria se vio desposeída de su altivo título al saberse que era madre, algo incompatible con las reglas de ese concurso, lo cual originó las protestas no sólo de la descoronada cántabra, sino de un montón de asociaciones nominalmente feministas, entre ellas el siempre tontaina Instituto de la Mujer. La organización de ese certamen fue acusada de machista, de atentar contra la igualdad de oportunidades, de discriminación y no sé de cuántas cosas más. Acusaciones insólitas por redundantes, ya que un concurso de belleza es por fuerza y en esencia machista, atentatorio contra la igualdad de oportunidades (las feas no pueden ganar) y desde luego discriminatorio (las feas, etc). Ahora bien, dado que presentarse a ese certamen es una elección libre de las concursantes, que no es comparable al derecho al trabajo ni a ningún otro fundamental, y que se trata de algo privado y no estatal, quienes lo convocan son muy libres de establecer unas bases e imponer unas normas arbitrarias, que pueden aceptarse o no. Y si a uno le parecen mal, o ridículas, o desfasadas, o denigrantes, no tiene más que no participar en lo que le merece tan negativa opinión. Lo contrario viene a ser como aspirar a protagonizar una película porno, ir a los correspondientes castings y luego, llegada la hora del rodaje, soliviantarse porque le piden a uno follar.

Cada vez es mayor la confusión sobre los “derechos” y la “discriminación”. Esta última es intolerable ?y anticonstitucional? en materia de edad, sexo, raza, religión, condición social ? en lo que no es privado y en lo que sí es fundamental. Una mujer no debería nunca perder su empleo por serlo, ni por convertirse en madre, ni tampoco cobrar menos que un hombre, lo cual, sin embargo, ocurre sin cesar. Un blanco o un negro no deberían tener prohibido el acceso a un trabajo por el color de su piel, o encontrarse con dificultades para alquilar una vivienda. A un anciano no debería impedírsele ir a la escuela o a la Universidad, si no pudo hacerlo antes o desea ampliar sus conocimientos. Ahora bien, quien organiza algo privado, probablemente festivo y más bien superfluo (un concurso, un premio, un club, una hermandad), está en su perfecto derecho a exigir unos requisitos y establecer unas normas, de la misma manera que todos estamos en nuestro derecho a dejar entrar en nuestras casas a quienes nos plazca y no a cualquiera con el antojo de visitarlas. Que yo sepa, existen tertulias y clubs que son exclusivamente para mujeres porque así lo han decidido sus fundadoras, y nadie suele protestar por ello. Hasta hay una orquesta para tocar en la cual es imprescindible ser del sexo femenino, y nadie la acusa de ser una banda “hembrista”. Sí se acusa de machistas, en cambio, a las cofradías gastronómicas del País Vasco que sólo admiten a varones, o a la Real Academia de la Lengua porque en ella hay pocas mujeres, como si no cupiera la posibilidad de que los miembros de esa institución no vean en la actualidad suficientes personas de ese sexo merecedoras de pertenecer a ella, y sin que el factor determinante sea por fuerza una ojeriza generalizada contra la mujer.

Demasiada gente cree tener hoy “derecho” a todo, sean cuales sean sus méritos y circunstancias. Yo he conocido a escritores que se consideraban con derecho a que les publicaran sus obras, no con el derecho a intentarlo (que no se le niega a nadie), olvidando que para lo primero hace falta el libre acuerdo de otra parte, en este caso un editor. Estamos hartos de oír a individuos y a asociaciones “exigiendo” que su opinión sea tenida en cuenta, cuando a lo único que tenemos derecho todos es a poder expresarla, en modo alguno a que se le haga caso, ni tan siquiera a que se la escuche (nadie podría obligarme, por ejemplo, a prestar atención a las opiniones de sujetos con cerebros propios de una gallina, tipo Losantos o Dragó). No son escasos los jóvenes que proclaman su “derecho” a divertirse berreando a la hora que les parezca, sin acordarse del derecho de muchos otros ciudadanos a dormir y descansar. En otros ámbitos menos nítidos de la vida, nos encontramos con pretensiones equivalentes a las de futbolistas medianos que reivindicaran su derecho a jugar en el Barça o el Madrid, olvidando que estos clubs algo tendrían que decir al respecto y son libres de poner sus condiciones, igual que los organizadores de los concursos de misses, misters o drag-queens. No sé qué se requiere con exactitud para aspirar a estos títulos, pero supongo que si a alguien le parece humillante pasearse en traje de baño o calzarse unos tacones imposibles de plataforma, no debería presentarse a esos certámenes. Es como si yo montara en mi casa un club de fumadores ateos y elevaran luego una queja, por “discriminación”, la Ministra Salgado, Rodrigo Córdoba, monseñor Rouco Varela, los gemelos polacos Kaczynski y el devoto Prada porque no les abro la puerta cuando quisieran entrar. Vade retro, qué pesadilla, sería como admitir en mi casa, todos juntos, a los cristianos renacidos, a los cuáqueros, a los impulsores de la Ley Seca, al Santo Oficio y al Ejército de Salvación.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_