Un retrato del hijo del telegrafista
Un día de septiembre de 1994, Gabriel García Márquez recibió una llamada de larga distancia, desde Extremadura, en España; le pedían datos sobre su cena con el entonces presidente Clinton, a la que había acudido para hablar de Cuba, con Carlos Fuentes y con William Styron. Pasó del asunto tan grave de una cena en la que él tan sólo se comió un bocadillo, y se puso a recitar, con tanto mar por medio, los versos más populares de Gabriel y Galán, hasta que se acabó la pila del teléfono. "¡Qué Clinton ni Clinton! ¡Gabriel y Galán, El Cristo Benditu!".
Pausado, silencioso, tímido, en esa cena sobre la que planeaba la política internacional, García Márquez fue con un mensaje: "En el Quijote está todo". Se sumó a la discusión con los sabios silencios de los que hablaba Borges, y dejó que los demás dijeran lo que tuvieran que decir; él aspiraba, como le dijo una vez a Glauber Rocha, "a pasar como una ilusión óptica".
Odia las preguntas. Prefiere el silencio. Siempre. En eso se parece a Rulfo, a Onetti
Mutis es acaso la amistad más antigua, cuando aún Gabo no sabía qué camino seguir
Cuando calla sale de sus ojos la mayor melancolía del mundo. La que calla
Así es Gabo, se quiere ir, quiere ser una ilusión óptica; en los momentos más terribles del viaje con su madre para vender la casa de Aracataca, se le veía enfrascado, leyendo a Faulkner, en un extremo de un barco maloliente, como si no existiera el mundo, como si él no existiera. Está en los sitios y ya se está yendo, físicamente o porque se abstrae. Puedes acompañarle en un viaje de larga distancia, y él te puede preguntar: "¿Y a ti te importaría si dormimos los dos, toda esta distancia?". No es sueño, ni dormidera, ni proviene esa actitud de una melancolía que le venza hasta la extenuación; es que es un tímido, no sabe cómo empezar o cómo acabar una conversación, te mata si la inicias preguntándole. Odia las preguntas, y odia mucho más que esperes las respuestas. Prefiere el silencio. Siempre. En eso se parece a Rulfo, a Onetti.
En un almuerzo puede romper el pan y volver a edificarlo, sólo para expresar que está ocupado haciendo esculturas. Cree que la infancia es el origen de todo, y se queda para siempre, como la piel de la que uno no se puede despegar, y creció escuchando versos y aprendiéndoselos; y creció en silencio, escuchando. De su abuelo y del sabio catalán Ramón Vinyes escuchó casi todas las historias, y, dice, "sólo las repito". Cuando deje de decir las historias que ya le contaron, "me quedaré en silencio, no me van a sacar ni una palabra". Esos versos de Gabriel y Galán los aprendió en la escuela, los decía como si le estuviera oyendo el maestro. Al contrario que Alberti, que quería despedirse mientras hablaba, a García Márquez le gustaría despedirse en medio del más absoluto silencio, escuchando a Béla Bartok o dejándose llevar por Bach.
Ha dado entrevistas, cómo no, pero cada vez se enfrasca más en un hermetismo que esconde un lugar común: "No tengo nada que decir". Una vez le dijo un periodista: "No puedo morirme sin hacerte una entrevista". Y él respondió: "Es que yo no quiero que te mueras". Odia los magnetófonos, porque le roban la voz -la misma superstición de Rulfo- y también porque le arruinan los matices. Y enfrentado al público se querría morir antes que improvisar un discurso.
Un día reciente, en Madrid, acuciado a hablar en un congreso sobre derechos de autor, se enrojeció hasta el desatino, se marchó y volvió con un mazo de cuartillas que leyó como un alumno. Era un cuento, "lo único que sé decir".
En México, impulsado por los organizadores de la Feria de Guadalajara a pronunciar unas palabras, se excusó con una sentencia: "Soy únicamente el marido de Mercedes". No es verdad que no le puedas proponer actividades, viajes, conferencias: un organizador de ferias se fue desde Francfort a México para hacerse el encontradizo, y cuando ya le tuvo enfrente le invitó a Berlín. "¿Cómo no? Claro que voy a Berlín. Pero, ¿en esta vida o en la otra?".
La timidez que heredó de la infancia y que queda plasmada hasta en ese célebre encuentro con su madre, en la librería Mundo de Barranquilla ("Soy tu madre", le dijo doña Santiaga, para aclararle la vista, y él la siguió mirando como si fuera un fantasma de otro mundo) le ha perseguido como el recuerdo de Aracataca; cuando vivió en Barcelona, en el cenit de su boom, se hizo instalar en lo alto de la puerta de entrada de la casa de la calle de Caponata un artilugio que se ponía a reír sin parar cada vez que entraba un visitante extraño.
Era su manera de romper el hielo, y rompiendo el hielo sigue, como si el hielo y él vivieran un hermanamiento que no lo han curado ni el calor de las masas ni la constancia de que ya ni hay hielo en Aracataca.
Un día recibió, por error, el encargo escrito de presentar un libro de uno de sus mejores amigos, y desconectó el teléfono tres días con sus noches, hasta que pasó la fecha en que debía comparecer. Y eso que si hay pasión que le conduzca es la de la amistad; tiene a algunos amigos muy perennes, entre los cuales el colombiano Álvaro Mutis y el mexicano Fuentes forman parte de la mesa, y con ellos charla y viaja; Mutis es acaso la amistad más antigua, cuando aún Gabo no sabía qué camino seguir, después de haber leído La metamorfosis de Kafka, que fue la que le dio el tono de la escritura; y Mutis le dejó encima del camastro Pedro Páramo, de Rulfo, "¡para que aprenda!".
Su apariencia es, pues, la del que se va. Camina como si le sobrevolara un fantasma, o una mala memoria, o como si le sobrevolaran sus manías. Usa botines negros, o de otros colores, y siempre camina con la mano abierta, como si estuviera desfilando, alzándose sobre sí mismo. Su barbilla recuerda la barbilla enflaquecida de sus 20 años, cuando estaba tan en los huesos que su madre le confundió con otro. Camina con la barbilla al frente, quiere llegar para marcharse; detrás de su rostro anda un tímido. Sus camisas rara vez son como las camisas de todo el mundo, blancas, azules o marrones; las elige para que tú mires más sus camisas que su cara, son de cuadros rojos o azules; y lleva esas chaquetas de pata de gallo para que la gente se maree mirándolas y se olvide de su propia mirada. No suele hacer nada por el beneficio del que mira, pero a algunos fotógrafos -a Guillermo Angulo, a su hijo Rodrigo, a Indira Restrepo- les ha permitido licencias que luego han quedado como iconos de su propio rostro, o de su manera de ser: fumándose un pitillo cuando no tenía para cigarrillos, en 1957, con el libro más famoso sobre su cabeza desgreñada, enseñando la lengua...
Para escribir usa anteojos chiquitos, pero para andar lleva gafas panorámicas, como si los ojos fueran solos. Es metódico, casi obsesivo, y reacciona airado cuando alguien le interrumpe el silencio por el que ha optado. Cuando dice versos significa que quiere estar callado. Y cuando calla sale de sus ojos la mayor melancolía del mundo. La que calla.
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